Antiguamente, la imagen naturalista solía producirse mediante un molde. La ingente cantidad de estatuillas de terracota y de bronce, halladas desperdigadas o cuidadosamente guardadas en tumbas, templos y contextos domésticos -ofrendas, fetiches, imágenes sagradas-, no eran piezas únicas sino productos seriados (con mayor o menor fortuna). Las variaciones eran imperceptibles y fruto más de la impericia que de una voluntad de originalidad.
Un material blando, como la cera, la arcilla o el bronce líquido, se vertía en un molde. Éste actuaba como una matriz. El término evoca de inmediato un órgano de un ser vivo. La evocación no es gratuita ni forzada. Entre las imágenes antiguas que hoy consideramos más relevantes se hallaban los primeros seres humanos. La arcilla, a la que a veces se añadía cierta sustancia divina, un hálito o un espíritu, se insertaba en moldes los cuales, a su vez, se depositaban en la matriz de una diosa madre. Nueve meses más tarde, la figurita que era el ser humano, estaba lista para cumplir con la tarea encomendada al género humano: atender a los dioses.
El que los hombres hubieran sido creados por los dioses no implicaba que fueran una obra excelsa, sino tan solo un útil desechable, como cualquier estatuilla. Las distintas personalidades -las diferencias más evidentes entre los seres humanos- solo eran una consecuencia de defectos de fabricación. Los dioses no necesitaban esmerarse. El molde era valioso. Era un cuenco en cuyo interior se amoldaba la figura. Ésta debía extraerse, a veces penosamente. Se separaba, se desgajaba del molde. No podía estar unida a él. Debía ser expulsada, abandonada a su suerte. El molde se volcaba, se sacudía, y la figura se dejaba caer. De ahí que muchas presentaban deficiencias fruto de la caída. Las figuras se caían por su propio peso. No se aguantaban. Debían ser compactas, macizas, masas superficialmente configuradas.
El estatuto poco edificante de la imagen cambió con el cristianismo. La imagen ya no estaba moldeada, sino impresa. Lo que la producía, y cómo se producía, nada tenían que ver con los moldes y los gestos antes descritos. La imagen cristiana paradigmática era la imagen del hijo. Un hijo es una imagen en cuya superficie se inscriben los rasgos del padre. Éstos animan el rostro del hijo. La relación entre el padre y el hijo es de muy distinto orden al que rige entre un molde y una figura moldeada o engendrada. Un padre no es un molde, sino un modelo. El hijo intenta parecerse al padre. Trata de tener una figura, un comportamiento modélico. Padre e hijo pueden y deben de estar juntos para que se perciba la relación entre éstos. El padre se prolonga en el hijo. Éste es una figura derivada, pero no es derivativa. El hijo manifiesta rasgos latentes del padre. El padre necesita al hijo para seguir siendo. Hijo que a su vez será padre, contrariamente a lo que ocurre con la figura moldeada: nunca alcanzará la condición de molde. Los rasgos del padre se inscriben mágicamente en los del hijo, se vierten o se trasmiten en los de éste. De algún modo, se desplazan, viajan de un rostro a otro.
La imagen cristiana es una huella -una inscripción. Ésta resulta de la activa presencia del modelo, que deja huella: una marca perdurable, memorable, digna de ser conservada y transmitida. La huella solo cobra sentido cuando el modelo se desplaza, se ausenta. La huella mantiene vivo el recuerdo del modelo. De algún modo, lo suple. el modelo ya no es necesario. Se ha reproducido en la figura del hijo. El hijo del padre desapareció. Pero no cayó en el olvido, ni su figura se deformó o se diluyó, precisamente porque dejó impresos numerosos testimonios de su presencia en la tierra: imágenes que actuaban en nombre suyo.
La imagen cristiana era viva; suplía dignamente la falta del modelo. Éste confiaba en sus imágenes, sus hijos en los que confió. Les pasó el testigo. Las imágenes afirmaban que el modelo había delegado en ellas. Las imágenes representaban al modelo. Éste podía desaparecer -y de hecho tenía que desaparecer para que sus imágenes, sus hijos cobraran pleno sentido-. Su presencia no caería en el olvido. Sin molde no se pueden producir más imágenes, pero mientras haya hijos (o imágenes) según la concepción cristiana, siempre habrá nuevos hijos que mantendrán incólumes la presencia vida del primer padre, figura que se hizo padre al tener un hijo. Un molde puede existir sin figuras moldeadas; un padre implica la existencia de un hijo, un descendiente en el que se transmiten todos los valores del padre. La imagen cristiana redimió así la condescendiente o negativa, la condenada imagen antigua.
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