Las primeras fosas comunes -en las que yacen ejecutados- de la Guerra Civil se empiezan a excavar y explorar.
En una reciente reunión en la Universidad, sin embargo, nietos de desaparecidos (ejecutados no se sabe siempre dónde) -de ambos bandos-, comentaban con resquemor y muchas dudas, estos primeros trabajos.
¿Qué sería la memoria?
Ningún difunto podía quedar insepulto en la Grecia antigua. Las razones no eran sanitarias. Un muerto sin un espacio dónde recogerse se convertía en un fantasma que rondaba los cementerios, molestando a los vivos reclamándoles una sepultura. Éste era necesaria: se trataba de un espacio mediador entre la tierra y el Hades. Sin éste, las almas no encontraban el camino de su ultimo destino, y quedaban, como almas en pena, entre dos mundos. Ya no habitaban entre los seres vivos pero aun no compartía la vida ultraterrena con los muertos.
La muerte en campos de batalla, y sobre todo en naufragios, las ejecuciones sumarias, impedían encontrar los cuerpos. Pero las almas, desprendidas del cuerpo, no desaparecían. Seguían rondando, y reclamaban el levantamiento de un monumento funerario el cual, hincado en la tierra, les serviría de viático hacia el Hades. Entonces, los muertos, incluso los ejecutados, podían reposar en paz.
Los griegos elevaban monumentos funerarios. Éstos -salvo a finales de la edad clásica, cuando los monumentos se volvieron ostentosos y los poderes públicos tuvieron que intervenir para regular su presencia- eran modestos, muy alejados de la desmesura egipcia o de los túmulos anatólicos o persas. Los monumentos funerarios consistían en una estela erigida en el lugar donde el difunto había caído o había sido visto por última vez en vida, o había sido enterrado. El monolito tallado y esculpido en piedra o en mármol, a menudo de la misma altura que un niño, comprendía un relieve y un texto recordatorio que advertía al paseante de la pasada existencia del difunto. La estela funeraria era un verdadero monumento: rememoraba la vida de un ser (memento significa recordar). Éste permanecía en la memoria de los vivos gracias a este signo que suplía la desaparición física de la persona representada. En ocasiones, ésta no se hallaba enterrada bajo la estela. Sus restos habían desaparecido. Se hallaban, posiblemente, en fosas comunes, o en el fondo del mar. Pero la estela funeraria ayudaba a los vivos a seguir recordando, como si aún estuvieran vivos, a los difuntos. No solo los honraban, sino que les hacían un sitio en la comunidad; y la piedra de la estela -o de la estatua funeraria-, por un lado, les ayudaba a seguir formando parte del cuerpo de los ciudadanos, expresando, sin embargo, a través de la dureza y frialdad de la piedra, su tan distinta condición: ya no formaban parte del mundo de los mortales.
No es extraño hallar tumbas en excavaciones arqueológicas en el Próximo Oriente. Se trata, a menudo, de olvidados enterramientos islámicos, pero también anteriores. Los habitantes de los pueblos vecinos se niegan a que los restos se recojan. Solo se pueden estudiar huesos sueltos. Un cadáver no es una persona. Y los vivos quieren recordar a los que consideran suyos, incluso cuando median milenios, como si fueran seres aún vivos. Por eso, de nuevo, una simple estela anicónica, un escueto monolito ayuda a recordar que una vez hubo una persona allí, muerta o ejecutada, pero aun viva, más allá de la muerte, precisamente porque el monolito ayuda a recordar, no a un cadáver, sino a un ser que vive o revive en el recuerdo.
El profeta Ezequiel cuenta una la las escenas más sobrecogedoras del Antiguo Testamento. Yahvé se dirigió en espíritu al profeta, lo llevó a una vega cubierta de despojos, e hizo salir a los muertos de la tierra. Ésta se cubrió de huesos resecados. Los huesos se juntaron. Los nervios, los músculos crecieron y un inmenso ejército de muertos vivientes se alzó. Pero no eran humanos. Les faltaba el espíritu. Yahvé invitó a Ezequiel a infundirlo a esos asesinados, Porque los huesos no eran nada; no evocaban nada; solo la palabra, enunciada o escrita, podía devolver la vida a los muertos y hacerlos presentes entre nosotros.
La tierra es el lugar de los muertos -los vivos viven sobre la tierra, en la memoria, y en las imágenes: el arte es el medio que lucha contra el olvido porque es capaz de mantener vivo el recuerdo de un ser vivo: una palabra, una melodía, un gesto, una imagen son suficientes para hacerlos revivir -o para mantenerlos en vivo; y lo que las imágenes evocan no son huesos. Los huesos solo evocan a muertos. Y los muertos no comparten nuestra vida, nuestros anhelos y nuestras desesperanzas. Bajo los muertos se hallan más muertos. La tierra está compuesta por capas de muertos; muertos de muerte natural, muertes voluntarias y forzadas, aceptadas e impuestas; muertes que la vida, la pena y la mano del hombre causan. Cuando se excava solo se encuentran muertos. También se encuentran vivos: lo que ocurre cuando se desentierran monumentos.
Los monumentos, por sencillos que sean, sí nos ponen en contacto con quienes han desaparecido, y la memoria, o la imaginacíón, los percibe; los percibe como seres vivos.
Los huesos no son nadie.
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