Las ruinas son un destino turístico. Desde el siglo XVII, su imagen suscita toda clase de sensaciones y reflexiones, desde la fugacidad de la vida y la caducidad de los imperios hasta la sorprendente resistencia de las obras humanas a los envites del tiempo. En todos los casos, las ruinas son dignas -de ser tenidas en cuenta. Son entes que dan qué pensar, y que deben ser cuidadas -en tanto que ruinas. No son restos de lo que fue, sino que existen, de por sí, independientemente de dónde vienen. No son entres degradados, sino enteros. Son ruinas: tienen ser. Un ser que es distinto al de una construcción o un cobijo. Las ruinas son entes completos y autónomos. Entes que, en verdad, formamos (no porque -no solo- arruinemos edificios, sino porque percibimos éstos como entes de otro orden, que pertenecen a otro orden de cosas: somos nosotros, con nuestra manera de ver el mundo, quienes determinamos que existen, no edificios arruinados -listos para ser derribados o reconstruidos- sino ruinas -que deben ser conservadas en tanto que ruinas. Ruinas que son hogares para la imaginación, los sueños o la memoria, casas para la nostalgia.
Sin embargo, las ruinas, en la antigüedad, no existían. Nadie las percibía. Solo había edificios abandonados, en los que era imposible vivir. O, mejor dicho, en los que solo quienes no tenían derecho a la vida en la ciudad, podían recogerse entre construcciones devastadas, con muros caídos, sin techumbre, abandonadas.
Una prostituta humanizó a Enkidú, el salvaje escudero del legendario rey mesopotámico de la ciudad de Uruk, Gilgamesh. La humanización le permitió vivir entre los hombres, morar en la ciudad y convertirse en el amigo del rey. Dejó de estar solo, de ser arisco. Los animales con los que convivía se asustaron y le rehuyeron. La mujer le había hecho un hombre.
Pero también conoció la pérdida y la muerte. La muerte no era percibida como un final mientras fue un animal. Vivía sin saber que vivía. No tenía proyectos ni esperanzas de vida que la muerte sesgara de improviso. No tenía conciencia que su vida podía mejorar -o interrumpirse.
Por eso, cuando supo que tenía un destino y qué destino -aciago- le aguardaba, Enkidu maldijo a quien le humanizó. Le deseó lo peor: vivir a la intemperie, entre ruinas (edificios en ruinas):
"Que nunca consigas una casa con ajuar
ni muebles hermosos
Que una mesa bien puesta
-un lujo para la gente-
no se ofrezca en tu casa.
Que el lugar de tus placeres
sea un portal;
que los cruces de los caminos
sean tus aposentos;
que las ruinas
sea tu cobijo;
que los abrigos de las murallas
sean tu puesto;
que el cardo y la zarza te desollen los pies
Que el borracho y el sobrio
te den bofetadas;
que el techo de tu casa
no lo arregle el albañil
que en tu cubil [con boquetes en las paredes y sin techumbre]
se pose la lechuza..."
(Epopeya de Gilgamesh, VII; 111-122. Traducción de Joaquín Sanmartín)
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