Bien podía Roma ser la capital del imperio, pero los patricios romanos huían de la ciudad para refugiarse en sus villas aisladas en lo que hoy es el Lazio, cabe Roma, la Campania, alrededor de Neapolis (Nápoles) o la Toscana, cerca de las ciudades etruscas.
Juzgaban a la ciudad como un lugar en el que no se podía vivir bien. La inseguridad, la insalubridad, el exceso de población, la vida mal regulada impedían gozar de una vida plena, libre de enfermedades y epidemias, y apta para la buena educación de los hijos.
La cultura romana era urbana pero rehuía la ciudad. Fundaba ciudades, las dotaba de equipamientos públicos deslumbrantes -termas, templos, jardines, fuentes, pórticos, tetrapilos o monumentos que señalaban y resaltaban los cruces de calles más importantes-, pero los notables se refugiaban en el campo.
El gusto por la vida alejada de la ciudad señala el fracaso de la cultura urbana. Es una manifestación de falta de urbanidad. Un signo de individualidad. La comunidad, el compartir espacios, costumbres desaparecen. Ya no cabe espacio para el diálogo. El intercambio cesa. Una casa en el campo es un coto cerrado; protegido, que se defiende. Levanta barreras (setos, vallas, verjas). Un espacio autosuficiente, que nada necesita, y nada ofrece; un lugar y una vida vueltos sobre si mismos.
Una casa en el campo es una mirada atrás, denota el repliegue, el cerramiento, la cerrazón, por miedo a lo que vendrá. El fin de la esperanza.
Manifiesta el temor del otro, y la falta de confianza en la mejora de las condiciones de vida; es decir, el fracaso de la política, como acción y legislación de una vida comunitaria.
Quizá debamos todos partir de la ciudad. Y abandonar las reglas de convivencia. La vuelta a la "ley" de la selva. O del más fuerte. ¿Podemos -permitírnoslo?
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