sábado, 30 de junio de 2018
Arte e ilusión (de ilusiones se vive)
El guijarro de Makapansgat es una piedra en el zapato de la historia y la teoría del arte. Desafía todas las explicaciones. No se logra una interpretación convincente ni plausible. Está datado de unos tres millones quinientos mil años. Se encontró en un desierto de África del Sur. Alrededor suyo, en una área extensísima, no se halla piedra alguna. Y no es un meteorito. La piedra ha sido transportada desde lejos. Hace millones de años, el desierto tenía un aspecto y unas condiciones parecidos al de hoy. No hubo corrientes de agua capaces de desplazar este guijarro desde dónde procede hasta este lugar -un solo guijarro, además, algo inexplicable o imposible. Se sabe de dónde proviene. Su lugar de procedencia se encuentra a centenares de quilómetros, en una zona rocosa. El transporte, no puede, haber tenido causas "naturales", casuales o inintencionadas.
El aspecto del guijarro es revelador. Una de las caras presenta tres hendiduras. Juntas configuran lo que parece un rostro humano. Estas hendiduras son naturales, fruto de la erosión. Lo que no es "natural" es la ubicación de la piedra. La única explicación posible es que haya sido desplazada por un homínido, un australopiteco. ¿Por qué? Razones funcionales no parecen existen. No se halla explicación alguna al transporte durante meses de una piedra no tallada que no sirve como silex: los cantos son romos. No tiene ninguna función práctica. Por otra parte, su peso debía lastrar el desplazamiento. ¿Por qué llevarla pues? La explicación más sugerente -y evidente, por ahora- es que el homínido reconoció una cara, quizá incluso su cara. Es decir, fue capaz de proyectarse en la piedra o de reconocer en una formación natural rasgos humanos. Lo inexplicable es que hasta entonces no se creía -y aún no se cree- que un homínido tuviera esa capacidad.
Fue Leonado de Vinci quién enunció qué era la pintura y las recomendaciones a un joven pintor. Tenía que dejar ir la imaginación, y contemplar las manchas en una roca -las manchas del musgo, por ejemplo- o las variadas formaciones de las nubes. Echado de espaldas en la tierra, podría, sin pensar en nada, descubrir todo un universo en el paso, lento o acelerado, de las nubes. Éstas le sugerirían, al igual que los colores y formas de las rocas, composiciones inéditas que podría plasmar en un boceto, y luego en un cuadro.
La pintura nacería de la capacidad del hombre de ordenar manchas y de descubrir formas estructuradas, formas naturales e intencionada, en los caprichos de la naturaleza, entendida como un lenguaje secreto -como ya ocurría en China- o como formas capaces de activar la imaginación que se proyectaría en dichas formas.
Un cuadro o una estatua no son representaciones y menos son entes o seres. Son un conjunto de pinceladas o de trazos dispuestos sobre una superficie plana (una tela, una tabla, una piedra), piedras talladas o masas de bronce. Una obra de arte es una suma de materiales, ordenados o no (el pintor abstracto Jackson Pollock velaba para que ninguna forma reconocible emergiera de la superposición de manchas que dejaba gotear en la tela -aunque no lo logró).
Somos nosotros los espectadores quienes dotamos de formas inteligibles, y de contenido, las manchas y las trazas que percibimos.
Esta capacidad innata humana de ver lo que no existe se da en diversas acciones o manifestaciones. La religión quizá sea la más poderosa o clara. El hombre es capaz de percibir y de creer en lo que no existe. Ve apariciones, oye voces donde solo existen sonidos, formas, luces y sombras, y colores. Y lo que ve tiene sentido. Cree que puede establecer un diálogo con estos entes. Cree incluso que esas apariciones tienen sentido y son portadoras de mensajes. La vida humana está determinada por telas, colores, formas, como bien descubrimos aun hoy en día (véase lo que ocurre en diversas regiones europeas, incluso tan cercanas que vivimos en ellas). Himnos y banderas que nos conforman, nos ordenan. Como si existieran objetivamente.
Existe una diferencia, sin embargo, entre la religión (y la magia), y el arte. En un caso, creemos a pies juntillas en la existencia de dioses, héroes (y patrias) -y cualquier expresión de duda lleva a la exclusión o la destrucción de quien no tiene fe, de quien no cree en apariciones e ilusiones y, como el niño del cuento, manifiesta de viva voz, que el rey está desnudo. Por el contrario, sabemos que una pintura no es sino una suma de pigmentos y barnices aplicados (casual o intencionadamente, ya que el azar puede jugar un papel en la creación artística) sobre una superficie. Pero nos gusta creer que la pintura no es solo eso, que es o que encierra algo más. Sabemos que los cuentos no cuentan la verdad. Pero nos dejamos embaucar con gusto. Nos gusta que nos cuenten, nos canten o nos muestren una y otra vez una misma imagen verbal, musical o plástica.
No sabemos si el arte vence nuestra incredulidad o si voluntariamente la suspendemos para poder tener el placer de creer en formas y seres que sabemos no existen -y que no soportaríamos si existieran en la realidad-, pero nos entregamos al mundo que el arte nos ofrece, cruzamos sin problemas el espejo.
Caminemos alrededor de un retrato de frente: ¿no tenemos la sensación que la figura nos mira y nos sigue con la mirada? Sabemos que la figura son manchas sobre lienzo, papel o tabla, pero no dejamos de tener la sensación de que está viva.
Aunque ¿quien nos asegura que la ilusión no sea la creencia en el carácter inerte de la obra -como enuncia la ciencia- sino la creencia que ésta, objetivamente, no está viva?.... ¡Ah, la buena fe y la fe del carbonero... Tener ilusiones nos mantiene en vida. Hacerse ilusiones seguramente también. Entre el canto y el desencanto existe una gama casi infinita de reacciones ente lo que nos rodea -ante lo que consideramos o creemos que existe para nosotros. El arte nos acerca -o nos aleja, por suerte- del prosaísmo natural, y nos hace creen que el mundo tiene un sentido.
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