Las ejecuciones capitales mediante disparo con fusiles, como comenta Michel Serres, tienen lugar siempre con varios ejecutantes. Pese a que un solo y certero disparo es suficiente, intervienen varios soldados. Una de las armas no está cargada -aunque emite el sonido de un disparo-. Ninguno de los soldados sabe quien la maneja. De este modo, nadie puede estar seguro de haber cometido la ejecución capital. Por tanto, nadie puede sentirse culpable del acto cometido, ni puede tener remordimientos. La ejecución no ha sido llevada a cabo por nadie conocido.
Esta descripción de la destrucción de un ser humano, curiosamente, se aplica a la destrucción del arte. En occidente al menos, a partir del Renacimiento, conocemos el nombre del artista a quien se atribuye la creación de una obra -y, en la antigüedad greco-latina, egipcia también, a veces también disponemos de esta información. Pese a que, hasta el siglo XVIII, las obras se realizan en taller y, a menudo, intervenían varios ejecutantes, tan solo un nombre, de quien firma y reconoce la obra como suya, es decir del taller del que es el maestro, perdura.
Pero, nunca o casi nunca sabemos el nombre de quien o quienes destruyen una obra. Dicha destrucción se realiza a escondidas, de noche, y siempre colectivamente. No podemos saber quien lanzó la primera piedra. La destrucción es "obra" de un colectivo. Existen razones obvias: se trata de un acto ilegal o sacrílego y, por tanto, susceptible de sanción humana o divina. El peso de la justicia humano o divina recae en el "autor", el responsable de la destrucción. La "autoría" compartida diluye responsabilidades.
Pero la nocturnidad de la ejecución puede tener otras causas. Lo que también, o sobre todo, se puede temer, es la venganza, no de los hombres o comunidades, ni siquiera de los dioses, sino de la propia obra. Ésta es un organismo vivo. Pese a ser una creación humana -o precisamente porque lo es- se trata de una criatura. Posee rasgos y una "personalidad" propios. Acoge el espíritu de la divinidad, del modelo que "representa", al que "encarna". Dobla o sustituye a la figura que muestra. Posee una parte o la totalidad de su "espíritu". Está, por tanto, viva. La venganza de la obra puede ser terrible. Sabemos cómo y con qué crueldad, lenta e implacablemente, se vengó la estatua de bronce romana de la Venus de Ille de quien no le hizo el debido caso, como cuenta, en un horrísono cuento, Prosper Merimée. Todo el peso del bronce recae sobre el o los destructores. Sabemos de los deseos de los dioses cartagineses. Sus grandes estatuas de bronce exigían sacrificios humanos. Tras calentarlas al rojo vivo, o tras encender una hoguera en un caldero que portaban se le entregaba recién nacidos. Nadie escapaba al dictado de la estatua. En Grecia, cuenta el mito, las estatuas podían descender de sus pedestales, como autómatas, moviéndose libremente, para hacer cumplir sus dictados.
La destrucción de las estatuas, a escondidas y en manada, es un testimonio del respeto que inspiran. Nadie se enfrenta a ellas a cara limpia y a plena luz del día. Nadie quiere ser responsable de su destrucción pues sabe que ésta conlleva la destrucción ineludiblemente de uno mismo. Condenar una estatua es condenarse.
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