¿Esculpiríamos -moldearíamos- estatuas si fuéramos inmortales?
Los dioses no fabrican estatuas. Parece que no las necesitan. Autómatas sí tienen, como los que atienden el palacio de Zeus, obra del dios de la forja, Hefesto, pero son más bien máquinas, útiles, que estatuas.
En verdad, el Olimpo sí dispuso de una estatua de madera. La razón es ilustrativa de lo que, posteriormente, significarían las estatuas para los humanos. Atenea nació de la testa de Zeus, pero tuvo que ser criada lejos del Olimpo por Tritón, hijo de Poseidón, el dios de los mares y hermano de Zeus. Atenea no habría sobrevivido en el Olimpo, víctima de la furia y los celos de Hera, la esposa de Zeus, ya que era como una hija ilegítima. Zeus la concibió solo, sin la intervención de la diosa.
Atenea solía jugar con Palas, hija de Tritón. En tanto que diosa de la guerra -y de las artes: la destrucción que la guerra acarrea se compensa con la creación, recreación y restauración que las artes brindan, junto con la distracción que las artes aportan, logrando que nos olvidemos de los desastres de la guerra-, Atenea educó a Palas, su amiga, en las artes marciales. Un día en que jugaban a combatir, Atenea mató involuntariamente a Palas, distraída por la égida -un enigmático y ensordecedor traje compuesto por miles de testas de dragones aulladores. Desconsolada, Atenea talló una efigie de Pallas, que vistió, y adoptó el nombre de su amiga, llamándose desde entonces Palas Atenea. Mas, un día, inadvertivamente, el paladio -tal era el nombre de la talla- cayó desde el cielo sobre la ciudad de Troya, que lo adoptó como amuleto. Mientras el paladio permaneció en la ciudad, ésta fue invencible. Solo su robo por Eneas -que llevó el paladio a Roma, confiriendo a la ciudad eterna el dominio del mundo- , permitió que los aqueos tomaran y devastaran Troya.
El paladio estaba ligado a la muerte de Palas -que no era una diosa: las divinidades no son mortales. No necesitan sustitutos que las reemplacen cuando se desvanecen-. Actuaba como un doble. Ocupaba el lugar de Palas. El paladio era alimentado, lavado, cuidado y vestido como un ser vivo. Pues era (como) un ser vivo.
Las estatuas (humanas) pertenecen al arte funerario. Reemplazan al difunto. Sirven de cobijo a las almas de aquél. Ofrecen un cuerpo imperecedero en el que el alma puede insertarse y dejar de vagar como un alma en pena.
Las estatuas deben de cumplir funciones contrapuestas. Deben estar vivas, animarse. De ahí el ritual de la apertura de la boca, común en culturas antiguas como en Egipto y Mesopotamia, que consistía en deslizar un cuchillo afilado sobre los labios para que la estatua los entreabriera y pudiera respirar. Pero no podían desplazarse. Las piernas debían estar bien unidas o sujetas. Si éstas se separaban, la estatua debía adoptar una posición firme, debía formar. Existían estatuas que se movían, ciertamente. El mítico Dédalo, inventor de la estatuario griega, era célebre por sus estatuas tan realistas que parecían estar a punto de ponerse a caminar. Por eso, cuenta Platón, se las encadenaba para evitar que se mezclaran con los humanos. Las estatuas debían estar vivas, pero no podían actuar como los seres vivos, so pena de confundirlos. Solo se fabricaban cuando eran necesarias: servían para marcar el emplazamiento de una tumba, para recordar al difunto, y para mantener vivo su recuerdo, su alma. Las estatuas, al igual que todas las imágenes, solo cobran vida, solo existen cuando y porque desaparecemos.
Pero, en ocasiones, las estatuas irritan. Son inmutables. No sufren. Se mantienen siempre en pie. El tiempo no las afecta. Son inmunes a los estragos de ésta. Parece que se encaran con nosotros para echarnos en cara, y quizá burlarse, de nuestra mortal condición. Las estatuas, si no se desplazan, no mueren: ,o mueren mientras creemos que nos mantienen en vida. Las culturas descreídas tampoco necesitan estatuas. Mas bien las temen.
Ante la firmeza de las estatuas puede ocurrir que reaccionemos. La iconoclastia o destrucción de imágenes y, en particular, de estatuas -retiradas, mutiladas, derribadas, decapitadas, reducidas a polvo- revela el respeto -o el miedo- que nos inspiran. también denota la decepción qu sufrimos cuando la estatua -que no queremos que se mueva, por temor- permanece inmutable y no desdeña en responder a nuestras plegarias; cuando nos falla -aunque si la estatua reacciona, como la mítica Venus de Ille, un bronce del que se enamoró un humano que, lívido, se vio, sorpresivamente, correspondido, el pavor nos invade. No soportamos su eterna presencia que nos devuelve, como en un espejo, la imagen de nuestra condición moral. Como la madrastra preferimos destruirlas antes que reconocer que, cuando ya no estemos, una estatua nos sustituirá y que viviremos en el recuerdo a través de esta efigie. Nuestros rasgos serán sustituidos por los eternos rasgos incólumes de las estatuas. Éstas son lo que querríamos ser. Seres que doblegan el tiempo -y que no necesitan remedos como las estatuas.
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