Junto con Jean-Pierre Vernant, ya fallecido, y sus trabajos sobre el imaginario espacial y urbano, y la relación entre la planificación y las estructuras sociales) en la Grecia antigua, y con Françoise Frontisi-Ducroux y su estudio sobre la figura del artesano y constructor mítico griego, Dédalo, autos de estatuas engañosas y de edificios-trampa como el laberinto, Marcel Detienne ha sido el antropólogo cultural que más ha contribuido al estudio del imaginario arquitectónico y urbano, desvelando las luces y sombras de nuestra manera de entender el hábitat.
Detienne fue el primer estudioso que puso el acento en una faceta olvidada del dios Apolo: además del dios del canto, la justicia y la mesura -lo que Detienne cuestionaba- y de su tardía equiparación con el dios solar Helios, convirtiéndose así en el dios que echaba luz sobre las sombras de los asuntos humanos, Detienne mostró que Apolo era ante todo un dios violento, más violento que el resto de los dioses olímpicos (y, en general que todos los dioses). Caracterizado no solo por el arco y las flechas de los que nunca se desprendía -hasta, en el colmo de la audacia o la irresponsabilidad, llegar armado en la asamblea de los dioses donde, precisamente, las diferencias se solventaban-, sino también por un afilado cuchillo, Apolo fue el dios que ordenó el espacio, marcó para siempre, a cuchilladas, abriendo profundas heridas o profundos surcos en la tierra, las directrices espaciales, determinó un centro (Delfos) a partir del cual estructurar el mundo, y fue el primero en dotar de cimientos a los edificios (su primera obra, tras un altar en honor de su padre, el dios Zeus, fue el primer templo que dedicó a sí mismo, aunque acogió a Dionisos, en Delfos), mostrando a los primeros arquitectos (aún míticos) como asentar profundamente un edificio. Un dios salvaje ordenando el mundo: la habilitación del espacio conllevaba heridas: la partición, la segregación de terrenos, el levantamiento de muros que sellaban diferencias, la penetración en la tierra de fundamentos que maltrataban a la diosa-madre tierra (a quien Delfos también estaba dedicado), una parte de cuyos bienes perdía en favor de los primeros poseedores de la tierra. Los sentamientos tenían lugar no sin violencia.
Detienne fue también quien echó luz sobre sombras en sombra del imaginario urbano griego. Frente a la imagen de la ciudad democrática, de la parcelación equitativa y de gobiernos que velaban por el bien común -una imagen que la existencia de esclavos, y las guerras constantes entre ciudades, ya habían empañado- Detienne puso de relieve dos nociones, bien articuladas, que definen lo que era la ciudad griega: las nociones de impureza (de miasma) y de autoctonía. Ambas conllevaban a la exclusión de la comunidad. La impureza, causada por la presencia de un "agente" nocivo, exigía su detención y destierro para siempre. Se sostenía que los males de la ciudad -hambres, epidemias, problemas sociales- siempre estaban causados por un mal ciudadano: una figura que cargaba con todas las culpas, hallado por su "mal" comportamiento, su figura y su comportamiento desviados, su rechazo de las normas impuestas de convivencia. En la ciudad solo cabían los puros, los "bien" nacidos, es decir, aquellos que podían justificar que su linaje estaba en el origen de la ciudad: no eran extranjeros, metecos, recién llegados, sino que sus antepasados fueron los padres fundadores de la ciudad.
La noción de impureza llevaba a la de autoctonía. Ésta determinaba que los habitantes de la ciudad (Atenas, en particular) que podían gozar de plenos derechos, de voz y voto, eran quienes habían "nacido" de la tierra -tal es el significado de autóctono-. No venían "de fuera". Tenían raíces que se remontaban a los orígenes del mundo. La tierra -y los derechos- les pertenecían, porque eran los hijos o los frutos de la tierra. Existían incluso antes que los dioses. Un derecho "divino" les autorizaba a poseer la "tierra prometida" -la tierra que las diosas del destino, que manejaban incluso a los dioses olímpicos, les habían destinado, haciéndoles nacer de las entrañas de la tierra. ¿Cómo aceptar a quienes no eran ni pensaban como ellos? La ciudad, lejos de ser un lugar de encuentro, de convivencia, se constituía como un coto cerrado, marcado por las fronteras que se alzaban entre "ellos" -los otros- y "nosotros".
Detienne mostró como esta ideología no había infectado solo a la Grecia antigua.
Hoy, ya no verá y mostrará -por desgracias para nosotros- los estragos que aún causa. Falleció hace dos días.
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