Agradecimientos al profesor José Miguel Noguera
Nota: Se han eliminado las ilustraciones de los proyectos citados, fácilmente encontrables por internet.
A LA BÚSQUEDA DEL ESPACIO
PERDIDO: AL AMPARO DE LAS RUINAS
Pedro Azara & Tiziano Schürch (UPC-ETSAB, Barcelona)
1.- PRESENTACIÓN
La presente ponencia trata un problema cada vez más habitual
en arquitectura: cómo relacionarse con la arquitectura del pasado, sin
restaurarla, preservándola tal cómo se presenta, permitiendo su visita, y
ayudando a interpretarla cuando los restos, escasos o dispersos, dificultan o
imposibilitan una apreciación coherente. Al mismo tiempo, esta “musealización”
de unos restos arqueológicos no debe impedir que las labores de los arqueólogos
prosigan. Las intervenciones deben ser reversibles, o ubicadas de modo que no
interfieran con las excavaciones ni con la comprensión del yacimiento. Desde
una protección parcial y temporal, emprendida a poco de un descubrimiento,
hasta grandes museos y centros interpretativos, tanto las aproximaciones cuanto
las tipologías arquitectónicas van desde la intervención casi invisible hasta
estructuras que cubren enteramente el yacimiento -produciendo, en ocasiones, la
impresión que el yacimiento, en tanto que yacimiento, ya no existe, sustituido
por un nuevo levantamiento y una restauración íntegra de las ruinas, un efecto
del que, en principio, se huye-. Esta aproximación a las ruinas arqueológicas
desde la arquitectura revelan cómo miramos, cómo tratamos el pasado, qué
importancia le concedemos y porqué. Por otra parte, convierte lo que son
fragmentos dispersos de construcciones en entidades que no necesitan ser
completadas. La ruina de un ente pasa a ser un ente a parte entera, pero sin
despertar la nostalgia por lo que hubo, porque un yacimiento “musealizado” o
habilitado para la visita no evoca una pérdida sino una conquista. Se han
ganado unas entidades que no existían antes de la destrucción y el abandono,
con tanta presencia como las construcciones del pasado. La ruina no da lugar al
lamento renacentista por la pérdida. Se trata de una creación moderna. Nunca se
reconstruye.
Estas intervenciones arquitectónicas son requeridas a menudo
por la apertura del yacimiento al público. Ni el estudio ni la preservación del
yacimiento requieren estos tratamientos. De hecho, la misión arqueológica del
yacimiento neo-asirio de Tell Massaikh, en Siria, con un palacio de tipo imperial, en buen estado, en gran
parte desenterrado, negó responder a las peticiones del gobierno sirio de
restaurar y “musealizar” el yacimiento. No solo dichos trabajos hubieran
exigido fondos destinados a las prospecciones, sino que los mecanismos,
estructuras y modos de abordar la preservación del yacimiento pueden entrar en
conflicto con las excavaciones, amén de la discutible utilidad de la
preservación definitiva de la arquitectura de adobe. Este intento de
preservación, con un éxito y un logro formal o estético relativo, aún
proseguían a finales de 2010 en el hoy devastado, irrecuperable yacimiento de
Mari en Siria. La cubrición con capas protectoras de las ruinas palaciegas de
Ebla, también en Siria, con
mortero de cal, seguramente lograron detener el deterioro del adobe, pero a
costa de producir una imagen muy distorsionada del aspecto que aquel palacio,
parcialmente bien conservado, pudo haber tenido. La “musealización” y la
investigación responden a necesidades o fines que no siempre se pueden conjugar
satisfactoriamente, al menos ante estructuras tan frágiles como son
construcciones de adobe.
2.- EL CONTACTO CON
LAS RUINAS
Los habitantes de las primeras ciudades mesopotámicas, en el delta de los ríos Tigris y Eúfrates, sabían que las construcciones de adobe debían ser rehabilitadas cada año, y vueltas a construir enteramente cada veinticinco años: una misma generación veía cómo un mismo edificio se alzaba y decaía. El nivel freático estaba casi a ras de suelo. Las islas de cañas, en medio de las marismas, estaban empapadas de agua. Las lluvias, irregulares, pero devastadoras, desmoronaban los muros, ya que las techumbres seguramente carecían de canalizaciones. Socavados por la base y por la cumbre, debilitados por las aguas freáticas y las lluvias, los muros sucumbían si, anualmente, no se les reforzaba con nuevas capas de adobe que alargaban sus vidas, hasta el colapso final, debido a la desintegración, por las aguas, del corazón de los muros. Pese al desmesurado grosor de los muros, del uso del bitumen como impermeabilizante, y de la inserción de capas alternadas de bitumen y de cal, que impedían la subida de las aguas freáticas, éstas desmoronaban tanto los cimientos y la base de los muros que, pese a todos los amuletos y las ofrendas a las potencias de la tierra, los muros se hundían. Los habitantes de las ciudades del delta estarían, por tanto, acostumbrados a vivir en ciudades en permanente refección o reconstrucción. A las aguas se sumaban las guerras. Los lamentos por la pérdida de las ciudades habían acabado por constituir un género literario, aunque las potencias sobrenaturales castigaban a los hombres con el derrumbamiento de la ciudad por alguna falta cometida por el rey.
El derrumbamiento acontecía independientemente del saber
técnico humano.
Así que los edificios
no se terminaban nunca. Su vida era corta. Con cada nueva intervención, se
podía alteran la estructura interna, ampliar o acortar el edificio. Ocurría,
sin embargo, que con cada nueva reconstrucción, sobre las ruinas de la
construcción o fase precedente, lentamente el nivel del suelo se alzaba, lo que
facilitaba el alejamiento de las temibles aguas freáticas, pero también de los
ríos, de curso imprevisible, que se alejaban de los obstáculos que constituían
los montículos artificiales sobre los que se alzaban las ciudades. La falta de
agua, entonces, sumada a la desertización de la tierra, recubierta por una
costra de salitre cada vez más gruesa, debido a la presencia de aguas salobres,
acabada por arruinar las ciudades, que se abandonaban o, convertidas en
villorrios, perdían cualquier poder o
influencia.
Este permanente contacto con las ruinas arquitectónicas en
Mesopotamia se distinguía de la experiencia que en Occidente, desde el siglo
XVI, se tendrá de un pasado derruido. Amén de lecciones morales acerca de la
fugacidad de las obras humanas, y de la grandeza del pasado ante la
insignificancia del presente, las ruinas han constituido un objeto de deleite
estético, una fuente de placer matizado con la sensación de culpa, pérdida o
impotencia. Las ruinas, entonces, tienen que quedar en estado de ruinas por las
lecciones que acarrean y por el placer casi culpable que suscitan. Las ruinas causan
admiración y dan qué pensar, además de informar sobre el pasado, un pasado
siempre percibido como superior al presente, como una lección viva de la fatua
ambición humana. La pintura barroca ha dado buena cuenta de las enseñanzas de
las ruinas, de la mirada crítica que aportan sobre el hacer y la ambición
humanos. Escenarios ruinosos, inventados o no, han servido de marco a escenas
mitológicas. Las ruinas han
servido para situar la escena en un tiempo tan lejano como perdido, al que no
podemos tener acceso y en el que no podríamos vivir. Los escenarios clásicos,
en la pintura, muy a menudo se han compuesto con ruinas, mezclando presente y pasado, de manera a evocar un
tiempo fabuloso, fantástico y perdido. De las ruinas se desprende una severa
lección moral: una advertencia sobre la imposibilidad de construir para siempre,
y una mirada nostálgica sobre lo que fue o soñamos que fue.
Estos cuadros barrocos de ruinas han sido, posiblemente, el
modelo seguido cuando las primeras intervenciones en yacimientos arqueológicos,
a partir del siglo XVIII. Se trataba de configurar un espacio distinto del
habitual, un túnel en el tiempo y el espacio, una especie de santuario, una
alegoría sobre los efectos destructores del tiempo incluso en las obras humanas
más ambiciosas.
3.- LAS RAZONES DE UNA INTERVENCIÓN
Pero ya no nos preguntamos por la idoneidad de la
preservación de las ruinas. Ya no se plantea la cuestión acerca de si se tiene
que dejar que el tiempo concluya su tarea, y de si, al igual que cualquier
organismo vivo, una construcción nace y, por tanto, muere irremediablemente,
por lo que sería inútil mantenerla artificialmente en vida. La preservación sería
incluso contraproducente porque impediría el desarrollo vital de la obra, porque
la momificaría, convirtiéndola en un cascarón vacío que solo existiría para ser
contemplado como un decorado.
Ya no cabe preguntarse porqué se protege, sino aceptar que
se protege. Las razones son varias, principalmente académicas y económicas. La
preservación permite seguir estudiando el yacimiento y, sobre todo, permite que
se puedan revisar exploraciones previas. En Iraq, la arquitectura de adobe se
disuelve casi a simple vista. De un año para otro, los cambios, las
alteraciones, las graves deformaciones y destrucciones, causadas por la lluvia
y el viento, son perceptibles: formas reconocibles un año son apenas
distinguibles un año más tarde. Excavaciones llevadas a cabo en el sur de Iraq antes
y sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, durante el periodo de
entreguerras, son irreconocibles e irrecuperables. Se suman los daños causados
por la impericia y la codicia de los primeros arqueólogos, a la búsqueda de
piezas “de museo”, el vandalismo y las excavaciones ilegales que asolan un
yacimiento. Así, por ejemplo, de la superposición de templos en la ciudad sagrada
de Eridu, en el sur de Mesopotamia, bien visibles en los años veinte, tras su
desenterramiento, nada queda hoy. El mismo zigurat, de nítidas formas hace un
siglo, es apenas un montículo de tierra por el que se asciende casi sin darse
cuenta. Lo mismo acontece
en el yacimiento de la ciudad-estado de Lagash: hoy es imposible ubicar el palacio del rey Gudea, de uno
de cuyos patios, hoy desaparecido, procedieron todas las efigies del rey hoy en
el Museo del Louvre, que se hallaron a principios del siglo XX.
Si la preservación del yacimiento es un requerimiento, es
necesario intervenir preventivamente en él, sabiendo que el método más eficaz
de conservación es el enterramiento. Así se ha procedido y se procede en los
yacimientos neo-asirios de Tell Massaikh, en Siria, y en Qasr Shemamok, en el
norte de Iraq: suelos de
baldosas de terracota, bien conservados, tinajas enterradas, canalizaciones, etc. se recubren de tierra al
concluir la misión, con la esperanza que nadie los descubra y los desentierre
antes de la próxima campaña.
4.- CUBRICIÓN
Un techo constituye una primera actuación protectora de una parte del yacimiento. Esta construcción ligera, permanente o temporal, obedece a una serie de criterios, y actúa de un modo similar en la mayoría de los yacimientos. Cubriciones que afectan una parte del yacimiento, o cubriciones que envuelven la totalidad del mismo: ambas soluciones se encuentran, por ejemplo, entre las intervenciones del estudio turco Atoliye Architecture, en los yacimientos neolíticos de Çatal Hüyuk y de Askli Hoyuk (una cubrición parcial premiada en 2018).
Existen cubriciones que se muestran como lo que son, que no
simulan lo que no son: son techos que nada tienen que ver, formal o
tipológicamente, con los restos que protegen; techos a menudo de lona tensada,
con estructuras metálicas ligeras. No son propiamente volúmenes sino cubiertas
–planas, curvas o alabeadas. Pilares o mástiles metálicos, tensores a veces,
sostienen la cubierta que no descansa sobre muros perimetrales algunos; así
ocurre, por ejemplo, la cubrición de los muros de una antigua
sinagoga en el Kibutz de Ein Gedi, de Guggenheim & Bloch Arquitectos. Se pone de relieve la
diferencia formal y material entre la cubrición y lo que se recubre. La
cubrición, en estos casos, cumple una función básica, sin ninguna carga simbólica.
Pero ésta, sin embargo, puede despuntar. En la maravillosa intervención del
arquitecto Emilio Pérez Piñero en el cementerio paleocristiano de Tarragona, la ligera y traslúcida
bóveda, que flota como una gasa tendida al viento, puede llegar a evocar el
destino luminoso y ultraterreno de las almas de los difuntos.
Otras cubiertas, en cambio, sugieren, buscadamente o no, el
volumen que tenían los edificios desaparecidos. Así, el techo protector que
cubre la parte central del palacio sumerio de Mari, en Siria (o cubría tras la
devastación en 2018) tenía como finalidad preservar la altura de los muros del palacio, que se
mantenían en bastante buen estado y, sobre todo, permitían recorrer la compleja
trama espacial del palacio. Pocas personas sabían o se daban cuenta que por lo
que deambulaban no eran los muros, sino los cimientos del palacio. El techo
protector, que se apoyaba en los muros por medio de delgados pilares metálicos y
no sobresalía, creaba la ilusión de hallarse dentro de una gran construcción, en
el núcleo del palacio. La cubrición, debido a su extensión, se confundía con el
hipotético techo del palacio.
Esta ilusión puede estar intencionadamente provocada. La
protección de las ruinas romanas de Chur, en Suiza, del arquitecto Peter
Zumthor, en los años 80,
compuesta por cajas de lamas, con techos a dos aguas, que envuelven las pocas
ruinas que se conservan, crean la imagen de una gran villa romana bien
preservada, un tipo de evocación, contenida en el caso anterior, pero llevada
hasta sus últimas consecuencias en las villa romanas de Brading, en la Isla de
Wright (por los arquitectos Rainey
Petrie Johns), y de Gloucertershire.
Sería muy difícil, en ocasiones, distinguir entre una
protección y una reconstrucción, como en el caso de los restos de la iglesia románica
(s. IX) del monasterio de Varnhems, en Suecia, de AIX Arkitekter, si no fuera porque, en todas
las cubriciones, incluso en esos casos en que los límites entre la cubrición y
lo cubierto se difuminan, la construcción de nueva planta mantiene las
distancias con las ruinas. Las puede rozar, pero no se apoya sobre ellas. Hasta
las cubriciones más cerradas solo descansan en unos pocos puntos sobre las
trazas arqueológicas. Se diría que existe una barrera que no se puede
sobrepasar, barrera que parece simbolizar la fractura del tiempo. La cubrición
sobrevuela, casi como si estuviera de paso o de más, lista para ser desmontada
o sustituida.
Algunas ruinas ya no se puedan concebir sin sus cubriciones.
Éstas han acabado teniendo casi más presencia que las ruinas; también han
permitido que los restos destaquen sobremanera, alcanzando una “altura” –en
todos los sentidos de la palabra- que hubiera pasado desapercibida sin la
cubrición que las realza. Dichos techos no son reconstrucciones miméticas, pero
las ruinas ya no se conciben sin aquéllos, como los que proyectaron Frederick Law Olmsted Jr. sobre las ruinas
de Casa Grande, en Arizona, en 1932, o el arquitecto yugoslavo Oton Jugovec, con la cubrición, en 1970, de los restos arqueológicos
de la iglesia medieval de Gutenwerth. El perfil de la cubrición se ha impuesto sobre el de las ruinas,
pero también ha permitido inscribir perdurablemente dichas trazas en la
memoria.
5.- OTROS TIPOS DE INTERVENCIONES
Las tipologías edilicias y las funciones a las que atienden las construcciones de nueva planta cubren un amplio espectro: entradas y recepciones (con zonas de venta), centros de interpretación (eventualmente con auditorios o salas de conferencias y de proyecciones), áreas de restauración (bares, restaurantes), áreas educativas, museos locales, casas de misiones arqueológicas o alojamientos permanentes o temporales para arqueólogos y estudiosos, almacenes y depósitos, lavabos, áreas de descanso, miradores con o sin bancos, señales, paneles y cartelas informativos, iluminación de las ruinas y los pasos, circuitos (caminos, pasarelas –sobre todo en zonas con mosaicos-, puentes), protecciones (cristales, barreras, barandillas, voladizos, etc.), ajardinamiento, fuentes, y cuántos servicios se necesitan.
Algunas obras asumen varias funciones: el acceso, el museo y el
centro interpretativo del yacimiento de Muharraq, en Bahrein, del arquitecto
suizo Valerio Olgiati, se
recogen en una misma obra, dispuesta como unos grandes propileos a la entrada
del yacimiento, ofreciendo un necesario paseo umbrío. Caminos
y ruinas a veces se cruzan: el circuito por el acrópolis ateniense, proyectado
por el arquitecto Dimitris Pikioni, formado por losas procedentes del derribo de casas decimonónicas,
construidas a su vez con placas y piedras talladas romanas halladas in situ,
constituye un ejemplo de integración de las necesidades ligadas al turismo en
la propia materia del pasado.
El pasado constituye la base sobre la que se construye,
precisamente para realzar y dar sentido al pasado, un pasado disperso,
inconexo. El yacimiento se convierte en un gran escenario que se recorre, con
todos los servicios adjuntos posibles que faciliten el tránsito y la
comprensión de las ruinas. Fragmentos caídos se vuelven a levantar, para
facilitar la comprensión de las estructuras y ofrecer puntos de vista
pintorescos. Las ruinas se disponen entonces para parecerse a pinturas a
capriccio barrocas.
La tendencia a disponer de los hallazgos en el propio yacimiento
obliga a construir museos, almacenes y áreas educativas, que ofrecen servicios
que completan y enriquecen la visita. El yacimiento se transforma en un parque
temático o cultural. Las ruinas invitan a un paseo, prudente, seguro, por el
espacio y el tiempo. La contemplación siempre acontece desde la distancia. Las
nuevas construcciones ayudan a interpretar los restos, pero también nos alejan
de aquéllos. Crean filtros que permiten ver y comprender, al mismo tiempo que
mantienen en el pasado a lo que se descubre. Las ruinas, destruidas por el
hombre o por el tiempo, son tratadas de modo que quedan inmunes a la acción
destructora del tiempo y humana.
Las nuevas
construcciones, sin embargo, como el edificio de acceso a las ruinas de
Ampurias, de Fuses & Viader , o el recientemente inaugurado nuevo museo
de Petra, en Jordania, de la arquitecta jordana Meisa
Batayneh, no siempre se asientan en el mismo yacimiento, sino que se retiran del
mismo; así también ocurre con el centro de acogida de visitantes en Stonehenge,
de Denton
Corker Marshall), lejos del círculo de piedras, para no
interferir con éste. El futuro Museo arqueológico de Oman, de INTEWO + Partners
también busca desaparecer, con un techo ondulado que pretende
confundirse con las dunas que lo envuelven, mientras que el Museo arqueológico
Vecedol, de Radionica Arhitekture, en Vokovar (Croacia), se adentra, literalmente, dentro de la
colina, tan solo dejando a la vista la fachada, como la cara de un animal agazapado,
encogido en su guarida.
Las ruinas no siempre aparecen en medio de un paisaje
incontaminado, contra un telón de fondo boscoso, como en un idílico cuadro de
Claudio Lorena . Las ruinas
también emanan en medio de la trama urbana. Una gran parte del centro de Roma,
aun hoy, es un campo de ruinas. Si no fuera porque, tras el saqueo por parte de
Alarico, a principios del siglo quinto, el centro de Roma quedó arrasado y los
edificios arruinados, sometidos pronto a una imparable degradación, el centro
de la capital italiana, en el siglo XXI, no debería diferir de la imagen que
debía ofrecer en los siglos V o VI dC –salvo por la diferencia que existe entre
una ruina, entendida como un entidad, y un edificio arruinado, en el que el
acento se pone, no en lo que perdura, sino en lo que le falta.
Los vacíos en las ruinas son receptáculos en los que se
proyectan visiones del pasado. Amén de ofrecer los servicios necesarios, antes
descritos, José María Sánchez García explica que su intervención en el
yacimiento del templo de Diana, en el corazón de Mérida, intentar volver a coser la trama urbana alrededor del
yacimiento. Las ruinas no se cierran sobre sí mismas. Vuelven a abrirse y a
tener sentido. Ya no son restos del pasado, sino activadores del presente; con
la ventaja que tienen un pasado. Las ruinas, de este modo, vuelven a generar
vida alrededor suyo, como bien ocurre en la periferia del Panteón de Roma, o de
las termas romanas de París –recientemente restauradas, que acogen un museo de
arte medieval, en pleno Barrio Latino.
Son estrategias más literarias que “tangibles”,
posiblemente, pero que revelan que construir cerca o sobre ruinas, para
protegerlas y realzarlas en tanto que ruinas y no construcciones arruinadas,
conlleva una reflexión sobre el tiempo como destructor y como escultor.
En cualquier caso, las intervenciones contemporáneas en
yacimientos arqueológicos tienen una finalidad tanto científica cuánto
estética. Invitan al turismo y deben proteger los restos arqueológicos de
aquél. La presencia de visitantes obliga a proteger el yacimiento del desgaste
que acarrean las constantes visitas, a construir equipamientos de recepción,
acogida y educación. Queda por evaluar si el desgaste –y el coste causado por
el mismo- se compensa con la difusión del yacimiento, con el conocimiento que
genera.
Como comentaban las autoridades jordanas el pasado mes de mayo,
cuando la inauguración del nuevo museo de Petra:
“The museum will certainly enhance the
tourism experience in Petra, and will give an opportunity for tourists and
locals to spend time in the evening, too,” Chief Commissioner of the Petra
Development and Tourism Region Authority Suleiman Farajat said in a recent
interview with The Jordan Times.
“It is going to be a living museum, and
the exterior area will be utilised for various cultural events,” the
commissioner said.” (Jordan Times, 13 de Mayo de 2019)
6.- EL SENTIDO VACÍO
La manera más común de facilitar la comprensión de un yacimiento arqueológico no suele pasar por la reconstrucción de las ruinas, como acontece, por desgracia, en la acrópolis de Atenas, integrando fragmentos entre piezas talladas para la ocasión. En la mayoría de los proyectos más destacados, por el contrario, la condición de ruina, de vacío, se preserva, no como una falta, una ausencia, sino como un “elemento” que da un nuevo sentido a la ruina. El vacío no es sinónimo de pérdida, sino que concede una nueva presencia a la ruina. No es un agujero que debiera ser colmatado. Ya no es una herida, sino que forma parte de un conjunto, transfigurado por dicho vacío. El vacío está integrado.
Éste, sin embargo, debe poder ser leído también como un vacío que
forma parte, que “define” el volumen de la ruina. Dicho vacío debe ser
acotado. Es por este motivo que, en
ocasiones, se insertan unos pocos elementos que facilitan la lectura del
volumen; éste se presenta como el contenedor de un vacío, vacío que evoca lo
que hubo, lo que fue, sin causar nostalgia alguna. Dicho vacío, bien marcado,
es una “presencia”. Así, la intervención
mínima, un simple bloque de acero corten, en las ruinas del palacio Szatmáry, del
estudio de arquitectura MARP, permite recrean visualmente los límites y el volumen del
palacio sin negar su destrucción, como si el tiempo no hubiera pasado, dejando
visible el vacío que magnifica la imponencia –y su fragilidad- que tuvo que
tener la obra. Sin este inmenso hueco, bien perceptible, que no deja que la
añoranza se instale porque la conjugación de los restos y de las nuevas
intervenciones conforma un espacio digno de verse y que invita a estar, el
palacio quizá hubiere pasado desapercibido.
Las ruinas, en ocasiones, dan relieve a unas construcciones,
quizá sin gran realce, porque, con unas pocas y cuidadas intervenciones,
invitan a ocuparlas con la imaginación. Las ruinas tienen que “hablar” a la
imaginación de lo que fueron y de lo que son hoy, sin que el pasado impida el
disfrute del presente. En este sentido, las mínimas intervenciones de Toni
Gironés, en varios yacimientos romanos en Cataluña, logran que la evocación del pasado y la contundencia del
presente se conjuguen. En estos casos, las ruinas parecen resultar no de la
destrucción de un conjunto sino su metamorfosis; aquéllas son ahora una entidad
distinta –pero una entidad al fin y al cabo, y no un ente mutilado-, una nueva
entidad que logra preservar la que el edificio tuvo en sus inicios; ruinas que
“son” plenamente.
7.- CONCLUSIÓN
Intervenir en un yacimiento arqueológico, amén de conjugar los distintos intereses de arqueólogos, historiadores y visitantes, aunando intereses académicos, y económicos, debe partir del presupuesto que una ruina no es un activador de la nostalgia sino la viva muestra de un ente que se mantiene y ordena el espacio alrededor suyo. Limpiar, clarificar, poner el acento en aspectos quizá menos perceptibles, además de los trabajos de consolidación y de preservación, parecen maneras de abordar la relación con las ruinas.
Los lamentos del poeta manierista francés Du Bellay, ante el
centro arruinado de Roma, no tienen cabida hoy . No tenemos que olvidar que la historia de la arquitectura
occidental se construye –nunca mejor dicho- a partir de unas ruinas, ruinas
capaces de alentar nuevas formas, estilos y gramáticas. La ruina es un punto de
partida, no un punto final, y todos los proyectos comentados rehuyen el lamento
y honran la presencia, casi podríamos decir la dignidad de una ruina que no
hace ostentación de lo que le falta sino de lo que puede aportar.
NB: Una de la intervenciones que más admito (capilla de
Kieran Donnellan, en Sidón, Líbano): intervención inútil, ciertamente –se puede
recorrer el yacimiento sin que estuviera-, y que, además, da la espalda al
yacimiento y mira al mar, pero que constituye un polo de atracción magnético,
dotando, de pronto las ruinas de un centro que parece dar sentido a las piedras
dispersas (FOTO 38)
Barcelona, septiembre-noviembre de 2019
IN SEARCH OF LOST
SPACE: UNDER THE PROTECTION OF RUINS
Pedro Azara & Tiziano Schürch (UPC-ETSAB,
Barcelona)
This presentation or lecture deals with an
issue or problem that is becoming increasingly common in architecture: how to
relate to the architecture of the past. And to do so without restoring it;
conserving it as it appears, enabling people to visit it and helping to
interpret it when the limited or dispersed remains hinder or preclude coherent
appreciation. Meanwhile, this “musealisation” of archaeological remains must
not impede the work of archaeologists. These interventions must be reversible,
or located so that they do not interfere with the digs or understanding of the
site. They range from an always partial or temporary protection, undertaken
soon after a discovery, to big museums and interpretation centres. Both the
approaches and architectonic typologies range from the almost invisible
intervention to structures that completely cover the site. Sometimes this gives
the impression that the site, as a site, no longer exists and has been replaced
by a new construction and an integral restoration of the ruins, an effect that,
in principle, is avoided. This approach to archaeological ruins from
architecture reveals how we look at and address the past, the importance we
attach to it and why. Moreover, it turns dispersed fragments of constructions
into entities that do not need to be completed. The ruin of an entity becomes a
full entity, which must be seen as an entity in itself, without preventing it
from evoking the construction to which it belongs although without awakening
the longing for what existed, because a “musealised” site or one arranged for
visits does not evoke a loss but a conquest. A narrative has been achieved,
some entities that did not exist before the destruction and abandonment, with
as much presence and value as the constructions of the past. The ruin, which
does not result in the Renaissance lament for loss, is a modern creation. The
ruin is never reconstructed. It is not only undermined but is, indeed, a loss.
These architectonic interventions are necessary
to arrange the sites for tourist visits. Neither the study nor conservation of
the site requires them. In fact, the archaeological mission of the neo-Assyrian
site of Tell Massaikh, in Syria, with an imperial-type palace in a good state
of conservation and mostly unburied refused to respond to the petitions of the
Syrian government to restore and “musealise” it. Not only would such works have
required funds for the excavation but the mechanisms, structures and ways of
tackling the conservation of the site may come into conflict with the
excavations, as well as the questionable utility of the adobe architecture.
These attempts, with a relatively formal or aesthetic success, still continued
in today’s devastated and unrecoverable site of Mari in Syria. The shelter with
protective layers of the palace ruins of Ebla, also in Syria, with limestone
mortar, probably managed to stop the deterioration of the adobe but at the cost
of producing a highly distorted image of the appearance that the partially
well-preserved palace might have had. “Musealisation” and research respond to
needs or ends that cannot always be satisfactorily combined, at least faced
with such fragile structures as adobe constructions.
The inhabitants of the early Mesopotamian
cities, in the south of the plain of Babylonia, close to or in the middle of
the delta of the Tigris and Euphrates rivers, in today’s southern Iraq, from
the sixth millennium BC, were aware that the adobe constructions had to be
restored every year, and entirely rebuilt every 25 years: the same generation
saw the same building rise and fall. The phreatic level was almost at ground
level. The isles of reeds, amidst the marshes, were soaked with water. The
irregular yet devastating rains made the walls collapse because the roofs
probably lacked drainage. Undermined at the base and top, weakened by the
phreatic waters and the rains, the walls fell down if they were not annually
reinforced with new layers of adobe that extended their lives until the final
collapse due to the disintegration of the core of the walls caused by water.
Despite the enormous thickness of the walls, the use of bitumen as a
waterproofing element and the insertion of alternated layers of bitumen and
limestone, which impeded the rise of the phreatic waters, these waters eroded
the foundations and the base of the walls and, despite all the amulets and
offerings to the powers of the Earth, the walls came down. The inhabitants of
the delta cities, therefore, would have been used to living in cities in
permanent repair or reconstruction. Along with the waters there were wars. The
laments for the loss of the cities had finally become a literary genre,
although the supernatural powers punished people with the collapse of the city
for some transgression committed by the king. This happened regardless of human
technical knowledge. Thus, the buildings were never completed. Their life was
short. With each new intervention the internal structure of the buildings could
be altered and they could be enlarged or shortened. However, with each new
intervention, on the ruins of the construction or preceding phase, the ground
level slowly rose, which helped keep the feared phreatic waters at bay, but
also the rivers, with unpredictable courses, which avoided the obstacles of
artificial mounds (the tells, the results of the piling up of successive ruins)
on which the cities were built. The lack of water, then, along with the
desertification of the land, covered by an increasingly thicker crust of
saltpetre due to the presence of brackish waters, finally ravaged the cities,
which were abandoned, turned into hamlets or lost any power or influence.
This on-going contact with the architectonic ruins
and their constant rejection ‒ as it was not possible to live among ruins,
which were also a visible sign of lack of morality punished by the gods and
should be immediately repaired, unless the damned city was left forever ‒ is
different from the experience we have had in the West since the 16th century of
a demolished past. Apart from moral lessons on the fleetness of human works and
the grandeur of the past faced with the insignificance of the present, the
ruins have always been an object of aesthetic enjoyment, a source of pleasure
tinged with the feeling of guilt, loss or impotence. Ruins, then, must remain
in a ruined state because of the lessons they provide and the almost guilty
pleasure they awaken. Ruins attract admiration and make us think, as well as
informing us about the past, a past always seen as superior to the present, as
a living lesson of conceited human ambition. Baroque painting passed on the
lessons of the ruins, from the critical viewpoint provided by human
undertakings and ambition. Ruinous settings, invented or not, have provided a
framework for mythological scenes. Ruins have helped locate the scene in a time
both distant and lost, which we cannot reach and in which we could not live.
Classical settings in painting very often have been composed with ruins, mixing
the present – the ruinous condition of the constructions ‒ and the past ‒ the active presence of gods and
heroes ‒ in order to evoke a fabulous, fantastic and lost time. The aim was not
to document the life of heroes as would have apparently happened but to show
that this activity is already illusory, that it develops in a space in ruins,
in which it is impossible to live. From the ruins comes a severe moral lesson,
both a warning about the impossibility of building forever and a nostalgic look
at what was or we dreamt was. These baroque paintings of ruins have probably
been the model followed when the early interventions in archaeological sites
took place in the 18th century. The objective was to shape a space different from
the common one, a tunnel in time and space, a kind of sanctuary, an allegory
for the destructive effects of time even in the most ambitious human works.
But we no longer wonder how appropriate it is
to conserve ruins. The issue about whether it is necessary to let time conclude
its task is no longer considered, or whether, like any living organism, a
construction is born, and therefore irremediably dies, which means it is
useless to artificially keep it alive and that the conservation is even
counterproductive because it impedes the essential development of the work,
mummifying it, making it an object that is not used or touched, an empty shell
that only exists to be looked at as decoration.
It is not worth asking why we protect; we must
simply accept that we do so. There are several reasons, mainly academic or
scientific, but also economic. Conservation allows ongoing study of the site
and above all a review of the previous explorations. In Iraq, adobe
architecture dissolves almost before our eyes. From one year to the next, the
changes, alterations, serious deformations and destructions caused by the rain
and wind are perceptible: recognisable shapes one year are barely
distinguishable the next. Excavations conducted in southern Iraq, on
Mesopotamian sites from the fourth and third millennium, before and above all
after the First World War, during the interwar period, are unrecognisable and
irrecoverable. There are also the damages caused by the incompetence and greed
of the early archaeologists, in search of “museum” pieces (stone statues – of
worshippers, for instance ‒, whole ceramics, tablets, terracotta figurines), vandalism and illegal
digs that ravage a site. Thus, for instance, nothing remains of the temples in
Eridu, the holy city in southern Mesopotamia, devoted to Enki, the god of
crafts, very visible during the 1920s after they were unearthed. The ziggurat
itself, with clear shapes one century ago, is little more than a pile of earth
that people climb almost without noticing. The same happens at the site of the
city state of Lagash: it is impossible to locate the palace of King Gudea, even
though all the effigies of the King today on display at the Louvre, discovered
in the early 20th century, came from one of its courtyards.
If conservation of the site is required, we
must intervene preventively in it or on it, aware that the most efficient
conservation method is burial, a common practice with Roman mosaics before they
are covered with a protective roof, or with important elements because of their
value and the documentation they provide, which cannot be taken from the site
(due to time, costs or technical difficulty). This had been done and continues
to be done in the neo-Assyrian sites of Tell Massaikh, in Syria, and in Qasr
Shemamok, in Iraq: well-conserved floors of terracotta tiles or buried
earthenware jars are covered with earth when the mission is concluded, in the
hope that nobody will discover them before the new campaign.
A protective roof or
shelter is a first action to protect part of the site. This light, permanent or
temporary construction – awaiting a definitive shelter – is determined by a
series of criteria, and acts similarly in most sites, although it seems to
respond to two different approaches. Shelters that affect a part of the site,
or surround all of it: both solutions can be found in the intervention by the Turkish creative
studio Atölye in the Neolithic sites of Çatal Hüyuk and Askli Hoyuk (a partial
shelter awarded in 2018). There are shelters that look like what they are,
shelters, without trying to simulate what they are not: they are roofs that
have nothing to do, formally or typologically, with the remains protected;
roofs often of stretched canvas, with light metal structures. They are not
volumes but planes – straight, curved or twisted. Pillars or metal masts,
sometimes tighteners, support the roof that does not rest on any perimeter
wall. This happens, for instance, in the shelter of the wall of
an old synagogue in the Kibbutz of Ein Gedi, by Guggenheim & Bloch Architects.
It seems that they sought to stress the formal and material difference
between the shelter and what it covers. The shelter in these cases has a
function, without any symbolic significance but this can be added, perhaps
involuntarily or inevitably. In the wonderful intervention by the architect
Emilio Pérez Piñero in the paleo-Christian cemetery of Tarragona ‒ probably one of the best in Europe although the name
of the architect, who died young, is almost never mentioned ‒, the light and translucent vault, which floats like a
gauze hung in the wind, can even evoke the luminous and otherworldly destiny of
the souls of the dead. Such a shelter, from the 1970s and recently restored,
fulfils the function for which it was designed and built, as modern shapes and
techniques: light vaults on thin pillars that extend in both directions.
Other roofs, in contrast, suggest, deliberately
or not, the size of the vanished buildings. Thus, the protective roof that
covers the central part of the Sumerian palace of Mari, in Syria (or covered
before the devastation of 2018) sought to preserve the height of the palace
walls, which were in quite good condition, and, above all, enabled visitors to
explore the complex spatial layout of the palace, unique in ancient Middle East
archaeology. Few people knew or realised that they were walking through the
foundations of the palaces and not the walls. The protective roof created the
illusion of being before and inside a large building, the core of the palace.
The shelter, in this case, perhaps involuntarily, given its size, became
confused with the hypothetical ceiling of the palace.
This illusion is sometimes created on purpose.
The shelter for the Roman ruins of Chur, in Switzerland, by the architect Peter
Zumthor, in the 1980s, made of boxes with slats and with gable roofs that
surround the few surviving ruins, creates the image of a well-preserved large
Roman villa, a kind of evocation, restrained in the previous case but fully
developed in the Roman villas of Brading, on the Isle of Wright (by the
architects Rainey Petrie Johns), and of
Gloucestershire.
Sometimes it would be very difficult to
distinguish between a protection and a reconstruction, such as in the case of
the remains of the 9th century Romanesque church in the Monastery of Varnhems, in Sweden, by AIX Arkitekter, if it were not that, in
all shelters, even in those cases in which the limits between what covers and
what is covered are blurred, the new construction is distinct from the ruins.
It can touch them but does not rest on them. Even the most enclosing shelters
only rest on a few points of the archaeological remains. It seems as if there
were a barrier that cannot be surpassed, a barrier that seems to symbolise the
fracture of time. The shelter overflies, as if it were something ephemeral or
additional, ready to be dismantled or replaced. The roof, made of canvas, is a
variation ‒ sometimes very imaginative and with little connection to ruins and
sometimes almost invisible ‒ on the typology of a tent, an almost temporary roof while the supports
on the ruins deserve special attention. However, this does not stop some ruins
from being conceived without their shelters, which in the end have almost
become more prominent than the ruins, or have enabled them to stand out
exceedingly, reaching a “height” – in every meaning of the word ‒ that would have passed unnoticed.
They are not reconstructions, certainly not mimetic, but the ruins are no
longer conceived without these roofs, like those designed by Frederick Law Olmsted
Jr. on the ruins of the Casa Grande, in Arizona, in 1932, or the late
Yugoslavian, Oton Jugovec, with the shelter for the archaeological remains of
the medieval church of Gutenwerth in Otok pri Dobravi (former Yugoslavia), in 1970, whose profile has
been replaced by the image of the ruins, but that, at the same time, has
enabled these traces of memory to be inscribed forever.
The building typologies and the functions of
the new constructions embrace a wide range: entrance halls and receptions (with
sales areas), interpretation centres (with possible auditoria or conference and
screening rooms), catering areas (bars, restaurants), education areas, local
museums, houses of archaeological missions or permanent or temporary lodgings
for archaeologists and scholars, warehouses and depots (numerous in Pompeii,
for instance), toilets, rest areas, watchtowers with or without benches, signs,
information panels and labels, lighting of the ruins and passages, walkways
(paths, footbridges ‒ mainly in areas with mosaics, bridges), protective elements (glass,
barriers, railing, cantilevers, etc.), gardened areas, fountains, and all the
services that are needed, accepted and can be funded.
Some works take on
several functions: the entrance, the museum and the interpretation centre of
the site of Muharraq, in Bahrain, by the Swiss architect Valerio Olgiati, are
encompassed in a single work, arranged like some big propylaea at the entrance
of the site, providing a much needed shady walk. Paths
and ruins sometimes intertwine: the circuit through the Acropolis of Athens,
designed by the architect Dimitris Pikionis, formed by slabs from demolished
19th century houses that were built on the paths and that had carved and
engraved Roman plaques and stones in their walls and façades found in situ, is
an example of integration of the needs of tourism with the very substance of
the past.
The past is the basis
on which we actually build to strengthen and give meaning to the past, a
dispersed and disconnected past. The site becomes a big stage that can be
walked over, with all the adjacent services possible that ease passage through
and understanding of the ruins. Fallen fragments are raised again to facilitate
understanding of the structures and offer picturesque points of view. The ruins
are arranged so that they look like baroque or romantic paintings of ruins. The
tendency to arrange the finds on the site itself makes it necessary to build
warehouses and educational areas, which offer services that complement and
enrich the visit. The site is transformed, for good or ill, into a theme or
cultural park. The ruins invite to walk cautiously and safely through space and
time. The contemplation is always from the distance. The new constructions
consolidate, help to interpret the remains and maintain a distance from them.
They create filters that enable us to see and understand while maintaining what
is discovered in the past. The ruins are treated so that they are immune to the
destructive action of time and humans.
The new constructions,
however, such as the entrance building to the ruins of Empúries, by Fuses &
Viader, or the recently opened new museum of Petra, in Jordan, by the Jordanian
architect Meisa Batayneh and her practice Maisan
Architects, are not always established on the site itself but are placed at a
distance. For example, in the case of Petra, it is near the narrow pass leading
to the site, while for Stonehenge it is several kilometres away on a flat open
area, so that it cannot interfere with the view of the circle of stones,
interferences that could only bother visitors but not archaeologists or
scholars. The future Archaeological Museum of Oman, by INTEWO + Partners, also
seeks to disappear, with an undulating roof that endeavours to meld with the
surrounding dunes, while the Archaeological Museum of Vecedol, by Radionica Arhitekture, in
Vokovar (Croatia), is literally within the site hill, with only the façade
visible, like the face of an animal crouching in its lair.
The ruins do not always appear at a distance,
amidst an unpolluted landscape, against a forest backdrop, as an idyllic
painting by Claudio Lorena. The ruins also emanate amidst the urban layout. A
large part of the centre of Rome is a field of ruins. If, after the sacking by
Alaric, in the early 5th century, the centre of Rome had not been laid waste
and the buildings ruined, soon subject to an unstoppable degradation, in the
21st century the centre of the Italian capital would not differ from the image
it must have had in the 5th and 6th centuries AD – with the difference, we
stress again, that exists between a ruin, understood as an entity, a unit, and
a building in ruin, in which the emphasis is placed not on what remains but on
what is missing. The empty spaces in the ruins are canvases on which visions of
the past, openings to the past, are projected. Apart from offering the
aforementioned necessary services, the constructions, as José María Sánchez
García also noted when referring to the intervention in the Temple of Diana, in
the heart of Mérida, try to re-sew the urban layout around the site so that the
functions of these past buildings in the city can be understood. The ruins do
not close in on themselves. They open up again, and regain meaning. They are no
longer remains of the past but activators of the present. With the advantage,
we believe, that they have a past. The ruins, in this way, create life around
them again, as happens in the surroundings of the Pantheon in Rome, or the
Roman baths in Paris – recently restored, which house a medieval art museum, in
the heart of the Latin Quarter.
More literary than “real” strategies, probably,
which reveal that building close to or on ruins to protect and highlight them
as ruins rather than constructions in ruins entails a reflection of time as
destroyer and as sculptor.
In any case, these constructions have a more
touristic than scientific purpose, which is not necessarily a defect but a
given, a need on which we must reflect, to which we have to give a positive or
negative response. The arrival of visitors makes it necessary to protect the
site from the wear of constant visits, to build facilities with the income that
such visits provide. It remains to be seen if the wear – and its cost – is
compensated by the promotion of the site, with the knowledge it generates.
As the
Jordanian authorities noted last May, when the new museum of Petra was opened, “The
museum will certainly enhance the tourism experience in Petra, and will give an
opportunity for tourists and locals to spend time in the evening, too.”
The Chief Commissioner of the Petra
Development and Tourism Region Authority Suleiman Farajat said in a recent
interview with The Jordan Times that “it is going to be a living museum, and
the exterior area will be utilised for various cultural events,” the
commissioner said.” (Jordan Times, 13
May 2019)
The most common way
of facilitating the perception and understanding of an archaeological site does
not usually involve the reconstruction of the ruins, as happens in the
Acropolis of Athens, integrating fragments between pieces fashioned for the
occasion. In the majority of the most outstanding projects, in contrast, the
status of ruin, of empty space, is preserved not as a fault, a lack, but as an
“element” that gives a new meaning to the ruin. The space is not a synonym for
loss but lends a new presence to the ruin. It is not a hole that must be
filled. It is no longer a wound but forms part of a whole, transfigured by such
a space. The empty space is integrated. However, it must also be possible to
also read it as an empty space, which forms part, which “defines” the size of
the ruin. Such an empty space must be limited. This is why, on some occasions,
a few elements are added that help understand the volume, which is presented as
the container of an empty space that evokes what existed, what was, without
eliciting any nostalgia. Such a space, well defined, is a “presence”. Thus, the
minimum intervention, a simple block of corten steel, in the ruins of the
Szatmáry palace, by the architectural practice MARP (a project selected for the
Mies van der Rohe 2013 Prize) enabled a visual recreation of the
limits and size of the palace, without denying its destruction, as if time had
not passed, making visible the empty space that glorifies the impressiveness –
and fragility – that the work must have had. Without this immense highly
perceptible void, which avoids any nostalgic yearning because perfection is the
combination of the remains and the new interventions that form a place worth
seeing and visiting, the palace might have gone unnoticed. The ruins, on some
occasions, highlight constructions perhaps without much enhancement, because
they invite us to occupy them with our imagination, with only a few precise
interventions. The ruins must “speak” to the imagination of what they were and
are today, without the past impeding the enjoyment of the present. In this
respect, the minimal interventions by Toni Gironés in several Roman sites in
Catalonia enable the combination of the evocation of the past and the impact of
the present. In these cases, the ruins seem to result in the metamorphosis of a
site rather than its destruction; they are not a different entity – but an
entity in the end rather than a mutilated form ‒, a new entity that manages,
however, to preserve what the building possessed in its origins without any of
them being prominent; ruins that “are” fully realised.
Intervening in an archaeological site, apart
from combining the different interests of archaeologists, historians and
visitors, linking academic and economic interests, must be based on the idea
that a ruin is not an activator of nostalgia but the living example of an
entity that is maintained and arranges the space around it. Clearing,
clarifying, emphasising perhaps less perceptible aspects, apart from the works
of consolidation and conservation, seem like ways of approaching the
relationship with the ruins. The laments of the French Mannerist poet Du Bellay
over the ruined centre of Rome have no place today. We must not forget that the
history of western architecture is built – quite literally – out of ruins,
ruins that are capable of fuelling new forms, styles and grammars. The ruin is
a starting point, not an end point, and all the aforementioned projects avoid
lamentation and honour the presence, we could almost say the dignity, of a ruin
that does not flaunt what it lacks but what it can provide.
Barcelona, September-November 2019
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