Erictonio, uno de los primeros reyes míticos, rey "autóctono", de Atenas, con un cuerpo de serpiente.
Tras un posible periodo de gobiernos asamblearios (de
jóvenes y de ancianos) en
ciudades-estado del sur de Mesopotamia en el cuarto milenio aC, la mayoría de
las estructuras políticas de las culturas mediterráneas, en el primer milenio
aC, descansaron en la figura de un monarca o un oligarca. Reyes o aristócratas asumieron
el poder.
En el siglo VI aC., Atenas estableció una nueva forma de
gobierno y dispuso nuevo tipo de gobernantes. El poder unipersonal (monárquico,
tiránico u oligárquico) dio paso, gracias a Clístenes, a un poder equilibrado
legislativo y ejecutivo en manos de dos asambleas: la “iglesia” (ekklesia) formada por numerosos ciudadanos
(hombres libres) que sometían a discusión todo tipo de propuestas y dictaban
leyes, y la boulé, un grupo ciudadano
más restringido encargado de aplicar aquéllas. La estructura de clanes se disolvió; el linaje
ya no fue la condición para acceder a cargos públicos (aunque si la fortuna). Al
mismo tiempo, los tres poderes, religioso, civil y judicial se separaron.
“Tenemos un régimen político que no se
propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo
para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la
mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras
leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para
los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una
categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza
no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado,
se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición. Gobernamos
liberalmente lo relativo a la comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca
referente a las cuestiones de cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace
algo por placer, ni añadimos nuevas molestias, que aun no siendo penosas son
lamentables de ver. Y al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco
transgredimos los asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a
los que en cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre
ellas sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a
cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida”
(Tucídides: “Discurso fúnebre de Pericles”, Historia
de la guerra del Peloponeso, II, 37)
Esta distinción se plasmó espacialmente. El acrópolis, donde
setecientos años (s. XII aC) había morado el “Basileo” (el rey-sacerdote), se
dedicó a los dioses, mientras que el poder civil se asentó a los pies del
acrópolis, en una llanura, constituyendo el ágora. Se trataba de un espacio
abierto, situado en un cruce de vías, central y bien comunicado. Pronto se
convirtió en el signo identitario de toda ciudad y colonia griegas. Las sedes antes
citadas, junto con el pritaneo –que atesoraba el fuego sagrado de la ciudad-
donde se reunían los responsables de la ekklesia,
mercados, un teatro (durante un tiempo), y templos dedicados principalmente a
divinidades ligadas al mercadeo y a las técnicas artesanas –con las que se
fabricaban objetos en venta en el ágora-, se asentaron en el ágora. Cuando el
imperio helenístico conquistó Atenas y acabó con un gobierno democrático, el
ágora se convirtió en un escenario representativo y vacío, sin incidencia en la
vida de la ciudad-estado.
El ágora, sin embargo, no fue inventada por la democracia.
Se tratara originariamente de una plaza de armas temporal, descrita, por
ejemplo, en la Odisea: un espacio
abierto en cuyo centro se disponía el botín tras una victoria, que se repartía entre
los guerreros. Este espacio, delimitado para la ocasión, pertenecía a la colectividad:
los jefes de los guerreros se colocaban en el perímetro del ágora, y las
ganancias obtenidas entre todos se centraban.
El nítido escenario del gobierno de los ciudadanos
presentaba dos zonas oscuras, sin embargo: una declarada voluntad imperialista
que llevó a Atenas a mantener guerras incesantes para doblegar ciudades e islas
próximas, y la siniestra ideología de la autoctonía -ilustrada por los mitos de
origen de Atenas, según los cuales, los primeros reyes, con cuerpo de
serpiente, nacieron de la tierra-, que excluía a todos los que no eran atenienses
porque no pertenecían a la tierra-madre desde los inicios, no tenían hondas
raíces –una ideología que, reanimada por
los nacionalismos excluyentes de los siglos XIX, XX y XXI, ha llevado al sur de
Europa a su fragmentada y enfrentada situación actual.
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