jueves, 24 de octubre de 2024

Deportación

 El significado medieval del verbo deportar, en francés antiguo, era cruel -aunque lógico. Equivalía a divertir o divertirse. En latín, dar vueltas (vertere). De ahí, el vértigo: el profundo malestar que se siente cuando la cabeza da vuelta ante lo insondable, las honduras inexplicables, las oscuridades, los misterios.

La diversión nace de la visión del tropiezo, de la elección de un camino equivocado que lleva a la duda, la incertidumbre y el peligro. 

Nos divertirnos ante el sufrimiento ajeno causado por el deambular errático al que condenamos a quien obligamos a dar media vuelta.

La deportación causa la pérdida del porte. Ls prestancia desaparece. Un deportado pierde pie. Se encoge como si quisiera protegerse, cubrirse ante un mal que le doblega y le tumba. El deportado emprende el camino en sentido contrario. Camina despacio, arrastrando los pies, los hombros caídos,  la cabeza gacha. Su debilidad, su aspecto desvalido quizá nos entretengan. La compostura, la cabeza bien alta desaparecen. El deportado deviene una sombra, quisiera ser una sombra, pasar desaparecido, volverse invisible. Su fragilidad es la muestra de nuestra fuerza, de nuestra mano de hierro. Nos sentimos con fuerzas, fortalecidos, crecidos ante el ovillo humano que hemos causado.

La deportación es fruto del desprecio ajeno. Ninguneamos al otro. Lo anulamos. Le cerramos las puertas. Lo abandonamos a su suerte, a la intemperie. Nuestra supuesta fuerza solo es el signo del miedo que sentimos. Miedo a compartir bienes y espacios. Rechazamos el contacto, hasta quedarnos solos. Demasiado tarde. Quienes podrían aliviar la soledad ya no están. Nuestra avaricia, nuestra avidez que niega cualquier manifestación de generosidad, acaba privándonos de la presencia, del consuelo del otro. Solos, encerrados en nuestros miedos. 

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