LA CIUDAD
Se hacen de hormigón y de cristal,
de lugares extraños y gentes ocupadas.
En todas crece un árbol
delante de la casa de un suicida
y hay niños que acostumbran a dormirse
soñando con un perro.
No faltan desayunos en hoteles lujosos,
ni tampoco familias con jardín,
pero son más frecuentes
los portales oscuros con pareja de novios,
el beso frío,
la rosa de cemento en la ventana.
Las calles desembocan en plazas descompuestas,
las tardes de domingo en las cafeterías
y el humo de los coches en los ojos del loco
que murmura sus años
y los cuenta sin fin
de metro en metro.
Al salir de los túneles sentimos
que los cielos de agua
son igual que una carta del pasado,
y suele comprenderse
que la vida es un arma lenta y de doble filo
en los pasos sin nadie,
en las noches vacías
o en la debilidad que tienen
las ciudades por los cines de barrio
y por las taquilleras muy pintadas.
A pesar de los plátanos, los olmos y los tilos,
a pesar de la hierba, si es que hablamos del Norte,
La gente que nos mira,
la gente que se salta los semáforos,
la que fluye delante de las tiendas,
necesita el amparo
de otra vegetación,
un sigilo de números y tarjetas de crédito
que extiende sus raíces por los sótanos
y busca soledad en los desvanes
como los muebles y las ratas viejas.
No es inútil viajar,
porque es cierto que todas las ciudades
amanecen de un modo parecido,
pero la noche llega en cada una
de manera distinta.
De día pueden verse
secretarias, conserjes, policías,
músicos callejeros y soldados,
dependientas que escuchan y sonríen,
oficinistas con olor a instancia,
conductores, extraños sacerdotes,
ejecutivos humillados.
Igual en todas partes,
porque apenas existen los kilómetros.
Pero existe la noche,
la soledad que borra los oficios
en un mundo habitado solamente
por hombres y mujeres,
confidencias de amarga valentía.
En las ciudades pueden encontrarse
relojes que se paran en la última copa,
la luna sobre un taxi
y todos los poemas que te escribo.
CIUDAD
No tuve más remedio que seguirla.
Bajé con ella al día. Conocí
gentes que fueron de mi condición,
conversaciones de palabras lentas.
Hablo de aquella edad que nos otorga
la sensación de verse en un mundo inmediato,
la ciudad que nos llama
en los mismos lugares,
en las mismas penumbras
donde hay ojos que siguen
el deseo desnudo de tus ojos,
amor que pide tiempo,
razones que parecen
tus razones.
Pero de pronto cambia el mundo en las ciudades,
y aunque sé que cultivo mi deseo,
para vivir aquí, entre los jóvenes,
recorro sus caminos y comprendo
que traigo la distancia
no sé si de otra edad o de otra tierra,
testigo de otra gente
que no sabe beber, que tiene prisa
y que aprende a besarse en los rincones,
con otra historia, con su propio tiempo.
La ciudad no me sigue, va con ellos.
Y escucho atentamente por si algo me llama,
para sentirme vivo,
para ir aprendiendo con la noche
cómo ladran ahora los fantasmas
del tiempo y la poesía.
Comentario: yo que me crié en una capital andaluza, a los veinte años hice mi primer viaje al extranjero, a Viena. Fui feliz viendo su arquitectura.
ResponderEliminarY cuando, al tomar un tren de cercanías, se metió en un túnel y el túnel se alargaba y duraba más y más el trayecto, al salir otra vez a la luz en el extrarradio, vi que los edificios bonitos seguían, los edificios iguales a los de la plaza del centro de mi ciudad, estaban donde deberían estar los bloques de pisos. Sentí ganas de llorar.