Camino hacia el santuario de Chavín, a tres mil cuatrocientos metros de altura, más allá de la cadena montañosa
Pirámide o santuario más reciente
Plaza delimitada por plataformas aterrazadas
Plaza ceremonial abierta hacia la montaña-jaguar
Hoyos en la base de la pirámide más reciente, que desembocan en conductos subterráneos que arrancan desde el interior de la pirámide, por los que el agua y el aire circulan, evocando el rugido del jaguar
Reconstrucción virtual de la plaza circular ante el templo piramidal más antiguo (a cuyo lado izquierdo se ubicó la nueva pirámide)
Plaza circular y fachada del santuario más antiguo: estado actual
El "Lanzón": efigie monolítica del dios de Chavín, situada en el centro del interior del santuario más antiguo
Doble red laberíntica de galerías superpuestas dentro de la pirámide más reciente.
Testa antropomórfica sonriente de jaguar adosada al muro exterior del santuario más reciente
Serie de cabezas esculpidas, procedentes del santuario, en el que se muestra la metamorfosis de un ser humano en un jaguar.
Chavín se halla más allá de las Montañas Blancas.
La carretera, que pronto se convierte en una senda casi impracticable por los constantes derrumbes de piedras y lodo, asciende lentamente desde la pequeña ciudad de Huaraz, a tres mil metros de altura, hasta alcanzar un amplísimo valle limitado, al oeste por la cadena de los Andes, que dibujan una línea horizontal casi continua, que se pliega de tanto en tanto, formando picos cubiertos de glaciares, que dibujan agudos zigzags en el cielo como las trazas de un sismógrafo.
El camino sigue ascendiendo, hasta cuatro mil quinientos metros de altura, por una garganta que se refleja, entre rocas aceradas en un lago. Las laderas están cubiertas de terciopelo pardo gastado, tan raído que, a través de los jirones, se descubren pulidas rocas grises, huesos de monstruo.
Hoy, un hosco túnel permite cruzar la última barrera y descender mil metros, por una vía cada vez más estrecha y embarrada, vertida al precipicio, hacia el santuario de Chavín.
Chavín fue, hasta los años noventa, antes del hallazgo de Caral, el centro de la cultura precolombina más antigua. Fundado hace dos mil ochocientos años, y abandonado seiscientos años después, el santuario, aislado en lo hondo de un hondo valle cerrado, al que solo se accede por el camino descrito, se compone de un juego de plataformas aterrazadas, dispuestas en U (como todos los centros precolombinos, disposición que recuerda a una balanza y evoca el equilibro, simple frágil, entre la naturaleza y la obra del hombre) alrededor de una plaza central matemáticamente cuadrada (de 50 metros de lado), perfectamente orientada, y ligeramente hundida. Sobre las terrazas, altares y pirámides. A los lados, escalinatas y poyos corridos.
La mirada es atraída una y otra vez por los afilados picos que, como estacas puntiagudas, defienden el santuario.
El recinto se abre hacia el este (el sol naciente), hacia la montaña más alta. Es decir, se dispone a los pies del jaguar encarnado en la montaña, y lo honra. Jaguar cuya garras abren las nubes, y cuyo rugido retumba en los truenos, desencadenando las lluvias que alimentan los torrentes.
Las aguas de lluvia se recogen en conductos subterráneos dispuestos bajo el santuario y el espacio circundante. Allí. orificios de distinto tamaño y altura, exhalan el bramido del agua brava mezclado con la música de flautas y grandes conchas marinas en la que soplaban los sacerdotes durante la temporada de lluvias. Ambos sonidos amplificados por la trama de orificios eran la voz del jaguar cuando regeneraba el mundo. El templo era el pulmón de la divinidad, el instrumento con el que despertaba el mundo, con el que se despertaba al mundo.
El santuario se erigía así en un instrumento a través del cual el dios-animal se comunicaba con los hombres y la naturaleza. Todo el santuario estaba dedicado a esta deidad.
En el interior, un angosto y oscuro pasadizo, que se adentraba en el templo-pirámide desde lo alto de las escalinatas que ascendían desde la plaza circular (cuya forma también amplificaba la voz de la divinidad), conducía hasta un celda secreta en cuyo centro se erigía un gran y esbelto monolito de piedra, tensado como un felino al ataque, cubierto de efigies del dios-jaguar.
La sombra que un pilar de piedra, hincado en la plaza circular, producía durante el equinoccio, llegaba, a través del estrecho pasaje, hasta los pies de la estatua de culto, poniéndola en contacto con el sol.
Cabezas esculpidas del dios-jaguar emergían de la fachada del templo. Éstas muestran a un ser que sufre una transformación: las facciones de un ser humano que se metamorfosea en un jaguar; o al revés. Desde luego, es en el santuario que se produce la comunión entre el ser humano y la divinidad, y entre ésta y el mundo. Sin Chavín, el ciclo de la vida habría llegado a su fin.
Las tensiones se apaciguaban. El mundo volvía a activarse. La esperada lluvía caía. Los pedregosos torrentes se llenaban de agua que el templo se encargaba de canalizar y extender por la naturaleza circundante. La voz del dios-jaguar volvía a ser escuchada.
Así pues, en la llamada pirámide o santuario principal, ubicado a la izquierda del templo más reciente, y más sagrado, una doble trama ortogonal de angostas galerías, dispuestas en dos pisos, y unidas por escaleras, constituía el célebre laberinto de Chavín, en el que desembocaban algunas estancias. ¿Moradas de los sacerdotes? ¿Dependencias del templo (almacenes de bienes ofrendados)?; o ¿espacios de iniciación, que preparaban a los sacerdotes, sin duda tras la ingesta de líquidos alucinógenos, para su íntimo encuentro con el dios-jaguar?
Chavin fue un o el centro del mundo: un lugar de peregrinaje a través de las remotas sendas andinas, a más de cinco mil metros de alturo, donde anualmente se acudía para implorar al dios jaguar que renovara su pacto con el mundo.
Las hermosas ofrendas halladas en el santuario, hoy en el reciente museo del lugar (cuyas formas re-interpretan las formas del santuario y su relación con el entorno), prueban que, durante medio milenio, los hombres confiaron su suerte al inclemente dios de las alturas, agazapado, o cabalgando sobre las montañas.