viernes, 29 de septiembre de 2023

La ciudad ingrata


Escultura hinchable, titulada Corazón secreto (¿secreto?), prestada estos días para conmemorar el día de la cardiología.

Impacientes por la posible escultura, de tamaño semejante, para el día de la gastroenterología -o de la ginecología….


 “  Y se quejó: en Barcelona tengo que ser Gaudí y el conde Güell”, en referencia a que si en esta ciudad podía verse algo del último Plensa es porque él, además de crearlo, lo había regalado.”

Cuánta razón tiene el escultor Jaume Plensa y qué ingrata es la ciudad que no reconoce a sus más sublime artista.

Aparte de dos grandes conjuntos escultóricos de los inicios, ubicados en el espacio público, en los últimos años, este artista sólo ha podido  disponer en la ciudad de una cabeza descomunal ante el Palacio de la Música, otra, más grande aún, ante la Pedrera, ocupando toda una esquina, una tercera en los tejados de dicho edificio, dos exposiciones antológicas, unas rejas móviles  en el Liceo de Barcelona, una escenografía y una dirección operísticas, un encargo de una modesta escultura de cincuenta y dos metros de altura, ubicada en el mar (encargo que aún no ha llegado a buen puerto, nunca mejor dicho), y dos esculturas al menos en hospitales públicos, sin contar esculturas en la vecina ciudad de Sant Just en el área metropolitana.

Con la cantidad de plazas, parques, esquinas, aceras y rotondas en Barcelona que podrían acoger al menos una escultura monumental para reparar el abandono al que se somete este artista de obra tan variada.

jueves, 28 de septiembre de 2023

JEANNE-ANTOINETTE POISSON (1721-1764): GRABADOS



















 


Su apellido, Pescado, en francés, denotaba un origen “roturier”, como se decía entonces en Francia, es decir de baja estofa, de baja cuna; en verdad un origen que hoy calificaríamos de burgués, pero que a principios del siglo dieciocho, en el reino de Francia, designaba a los Don Nadie.

 Abandonada por su padre, un evadido de la justicia, fue entregada a un hospicio para niñas “sin clase” donde, sorprendentemente, recibió una educación cuidada, destinada a las jóvenes, y donde pronto destacó por su inteligencia y su talento. 

Ya adolescente, su madre la “promovió”, a una vida “mejor” que la que ella tenía. Solo cabían tres soluciones : matrimonio con un noble venido a menos, la prostitución de altos vuelos, y la corte, en la que se juntaban las dos vías anteriores, con la esperanza que, un día, el rey se fijara en ella.

El “éxito” sobrepasó cualquier esperanza más infundada. Jeanne-Antoinette Poisson, se convirtió durante unos pocos años en la amante, y sobre todo, hasta el final de su corta vida, en la consejera, del rey Luis XV de Francia.

 Aceptada por todos, incluso por la reina,  se convirtió en la protectora de las artes liberales más poderosa e inteligente, y en una extraordinaria grabadora, dominando técnicas que solo grabadores de la talla de Rembrandt se atrevían a usar con éxito.

 A la marquesa de Pompadour -que tal es el título nobiliario que el rey le otorgó- se le debe las carreras de los escritores Voltaire y Diderot, la publicación de la Enciclopedia, oponiéndose con éxito a la prohibición de los tribunales franceses reales y eclesiásticos, el diseño y la construcción de la plaza de la Concordia de París -el arquitecto francés Gabriel la educó en las artes de la arquitectura-, y la promoción de las artes decorativas francesas, de la naciente alta costura, por ejemplo, cuyo empuje aún no ha decaído. 

Compositora musical, dibujante y grabadora, Jeanne-Antoinette Poisson, fue -y es- una de las artistas más relevantes del siglo de las Luces, tardíamente reconocida precisamente por su condición de amante real, y su origen de baja alcurnia (cómo se decía), y hoy, en el que se reivindica la creación artística femenina en las artes llamadas mayores, tan solo algún museo norteamericano ha recodado el talento y las luces de Poisson, de cuya obra prácticamente solo se conservan algún juego de grabados, habiéndose perdido sus tallas de gemas y sus dibujos. Sí se recuerda, y aún se canta, una composición  musical suya que hoy parece una canción popular, un logro al alcance de pocos compositores. Su temprana muerte selló el destino político del entonces reino de Francia.



lunes, 25 de septiembre de 2023

La llave

 El cuadro La rendición de Breda, de Velázquez, ilustra un momento decisivo en la vida de las ciudades y las casas: la entrega de las llaves al nuevo poseedor.

Una llave es una clave: cierra, sella, y por tanto protege, convirtiendo una casa en un hogar, y una ciudad en un lugar seguro de acogida -a medianoche, las ciudades, en la Edad Media, cerraban las puertas de la ciudad con llave-, pero, obviamente, abre también  las puertas para que podamos habitar las casas. Durante años, y hasta hace una veintena de lustros, los barrios de las ciudades, al caer la noche,  eran recorridos por funcionarios municipales, los serenos, poseedores de las llaves de todas las casas, todos los pisos de un número de calles, que podían ser llamados para abrirnos la puerta del hogar las noches que nos habíamos olvidado las llaves. Una llamada en voz alta, dando palmas, ¡sereno! -el sustantivo evoca la serenidad con la que vivíamos el olvido de una llave, que no nos condenaba a pasar la noche al raso-, era atendida casi de inmediato. El sereno, impecablemente trajeado y encasquetado de oscuro, extraía un desmesurado llavero formado por un aro metálico sostenido por una cadena a la cintura, del que colgaban las llaves, grandes y chicas, de todas las porterías y los pisos.

Una casa sin llave no es un hogar. No es un espacio seguro, o es un espacio cerrado a cal y canto, al que no tenemos acceso, o es una cárcel de la que no podemos escapar. Perder las llaves es aterrador. Nos encontramos encerrados, o no podemos refugiarnos en casa. La pérdida de unas llaves implica a veces el robo de las mismas y la posibilidad que la puerta de la casa haya sido forzada o abierta, y nuestra vida puesta patas para arriba. Entrar en una casa en la que todos los objetos, los muebles y la ropa han sido removidos por manos ajenas, estremece.

Tener una llave es tener una solución a un problema, un conflicto. Una llave abre la caja del tesoro, pero ya en si misma, es un tesoro. Ofrece la garantía de que podremos regresar a casa, que tenemos una casa. Una compra se sella con la entrega de las llaves.

Una venta conlleva el movimiento contrario. Las llaves transitan de nuestras manos a manos ajenas que se “harán” a partir de entonces con lo que fue nuestra casa. Ya no podremos acceder acceder a ella, ya no tendremos ningún derecho sobre ella. La casa vivirá según un ritmo que no podremos ni deberemos controlar, ni sentir siquiera. Del mismo modo que al hijo que parte a vivir con el progenitor que abandona el hogar -o al que hemos pedido que lo abandone- le requerimos la llave, para simbolizar su preferencia por una casa ajena, del padre o la madre, que nos deja, toda entrega de llaves sella nuestra expulsión de lo que ha sido hasta entonces nuestro refugio -o nuestro infierno. 

Y los nuevos propietarios se afanarán en cambiar el paño de la puerta, no ocurriera que guardáramos un juego de llaves escondido. La banal metáfora sexual de la llave adquiere un sentido inesperado. La llave que no entra o gira en la cerradura express bien la pérdida, la entrega de lo que ha constituido nuestra vida.


domingo, 24 de septiembre de 2023

Vaciado

 Las casas se sueñan, se proyectan, se construyen, se habilitan, se habitan, se transforman, se remodelan, se cambian, se abandonan, se venden, se vacían.

Solemos pensar, creer, soñar que los muebles entre los que vivimos, con los que vivimos, que nos acompañan, nos envuelven y dan sentido a nuestra vida diaria, que no nos imaginamos sin ellos, son parte de nuestro entorno, de nosotros, forman parte de nuestras familias. Enseres casi vivos, que necesitamos, en los que nos proyectamos; (en)seres que responden a nuestras necesidades y nuestros deseos. Un “buen” sofá, un sillón que nos acoge son imprescindibles en nuestro estar diario en nuestra casa. Una cama incómoda, en la que no nos sentimos cómodos, puede agriar el carácter, avinagrar los días, haciendo que la vida se vuelva insoportable, impidiendo el descanso, el abandono.

Algunos muebles se heredan; muchos se compran. Unos pocos quizá provengan de hallazgos imprevistos. Otros son regalos. Pese a la diversidad de orígenes, procedencias y épocas, venidos del día o de la noche, de origen cierto o incierto, todos encajan y armonizan en el hogar, tejen relaciones que parecen sólidas y perdurables y se muestran conjuntados esperando acogernos y ayudarnos. A cambio, reciben cuidados y respecto. Son bienes, y el sustantivo bien indica la cualidad moral del mueble: nos hace el bien, dotando de bienestar a la casa. Un bien preciado, al que no pondríamos nunca precio. No querríamos desprendernos de ellos. Si se dañan tratamos de repararlos. Algunos evocan seres del pasado. Tienen historias, vivencias, cuentas historias. Han transitado por casas y vidas, acompañándolas, guareciéndolas.

Pero las casas se vacían. Los últimos propietarios han fallecido. Los herederos no pueden, no quieren seguir estando, manteniendo la casa  vaciada. Ésta se pone en venta. Los muebles se extraen, se venden o se tiran. Martillos y sierras los mutilan, los trocean para extraerlos de las casas de las que es imposible -y no es necesario- sacarlos enteros.  Se les echan al suelo, se les da la vuelta, las patas apuntando arriba, como un animal sacrificado, un peso muerto, a fin de encontrar el punto más endeble para hincar el garfio metálico o el fino punzón  y hacer polea a fin de reventarlo en múltiples fragmentos, como el carnicero que busca dónde hundir el cuchillo en el vientre hinchado del animal sacrificado para despellejarlo, eviscerarlo y trocearlo. Los muebles -mesas, alacenas, bibliotecas, aparadores- de madera, natural, barnizada o pintadas, se convierten en listones rotos, arrancados de las paredes contra las que se apoyaban o de las que colgaban, de los que cae un fino polvo ocre, que no se puede recoger y se desliza por el suelo, inaprensible,  como una herida que gotea. 

Y descubrimos que los muebles no tienen vida. No se resisten. Se dejan ir. No se quejan del maltrato, del abandono al que los sometemos. Son mudos, ciegos, inertes, insensibles. Se dejan desgarrar, silenciosos, quizá como un mudo reproche, como cuando damos la callada por respuesta a un indulto. Y nos dejan. Pensábamos que vivían. Crujían, de noche, como si cambiaran de posición, cansados de mostrarse siempre del mismo modo. Hoy crujen cuando se los extrae, vivos o muertos, de la casas, cuando se los desgaja, cuartea, parte, hechos añicos, maderas rotas. Y el crujido es seco, inhumano, como el crujido de un árbol seco, de la leña que se dispone para ser incinerada. Y mientras nos dejen, insensibles, su recuerdos se va borrando, como si no quisieran dejar huella y se alejaran, adustos, de nuestras vidas, como si no quisieren saber ya de nosotros . Toda una vida creyendo, como los niños en los Reyes Magos, o en los padres, que los muebles nos sobrevivirán, porque son más fuertes y nobles, y descubrimos que son leña de la que ni siquiera se puede hacer fuego para iluminar por última vez el hogar que se vacía.




jueves, 21 de septiembre de 2023

Simulacro





Simulacros divinos  Museo Nacional de Arte Romano, Mérida

Fotos: Tocho, septiembre de 2023


Al contrario que el dios cristiano que se mostraba en carne y hueso entre los suyos -su nacimiento y su muerte no habían sido meros ejercicios ficticios-, los dioses griegos y romanos eran invisibles. Pero, paradójicamente, era posible dialogar con ellos, teniéndolos presentes ante quien lo deseaba. Quien se encontraba con ellos no se enfrentaba a una sombra, un espectro, una ilusión o una aparición, sino a un ser idéntico a cualquier humano, pese a la condición de invisibilidad de los dioses. 

La contradicción o paradoja dejaba de ser tal si asumíamos que la divinidad con la que se debatía había tomado la apariencia de un ser humano conocido, un recurso que permitía a la divinidad entrar en contacto con un humano y poder advertirle, prevenirle o aconsejarle,  siendo creído y aceptado, precisamente porque quien dialogaba con el humano era o parecía ser un amigo, un ser querido. El que fuera una divinidad con quien se había dialogado solo se revelaba cuando aquélla desaparecía de la vista de golpe, un fenómeno que no está al alcance de cualquier ser humano, incluso para quienes se esfuman a la francesa -esfumar es un verbo de la familia del sustantivo humo, y se refiere a la transformación súbita de un ser en humo rápidamente desvanecido.

Lo que la divinidad había realizado era simular ser quien no era: no era un ser humano, pero había simulado serlo.

Un simulacro, en latín, era un ente, o una realidad, complejo. Se trataba, por un lado, de un ente o un ser que no era, sustancial o esencialmente, lo que parecía, pero tampoco era un engaño, una falsedad, ya que el simulacro poseía todas las características físicas y “esenciales” de lo que o de quién se hacía pasar, de modo que el trato que merecía una divinidad o una figura pública casi sobrenatural, como un representante político, un emperador, por ejemplo, se debía dar a su simulacro, a la figura que la divinidad o el político había adoptado para entrar en contacto con un mortal o una comunidad de mortales.

La plasmación o materialización  de una idea, en Roma, era un simulacro; es decir, la visualización era idéntica a la idea, salvo por el hecho de haberse convertido en una imagen visible, una forma necesaria, por otra parte, porque era la única “manera” de entrar en contacto con una idea, y de poder, así, valorarla, juzgarla. Un simulacro no disminuía la potencia de lo que se hacía visible. Un simulacro permitía salvar el abismo entre lo visible y lo invisible, entre los mortales y los inmortales, acercando a éstos a los humanos, dándoles una apariencia humana, asumible, creíble, próxima, sin que, por otra parte, la radical otredad de lo divino o de lo sobrehumano disminuyera o se perdiera.

Un simulacro no podía ser tomado a la ligera, ni podía ser ninguneado. No era un ente o un ser prescindible. Tenía el mismo poder que lo que o qué quién se encontraba detrás o dentro del simulacro, de lo que o de quién había escogido una forma determinada para revelarse.

Los simulacros, en Roma, solían ser estatuas o estatuillas, de madera o de bronce, que se sacaban en procesión cuando los rituales o ceremonias en honor de una divinidad o del emperador. Teniendo en cuenta que los dioses tienen el don de la ubicuidad, pero no los emperadores (seguían siendo humanos), los simulacros sorteaban las limitaciones que imponen tanto la invisibilidad divina cuando la materialización, aquí y ahora, humana. Los simulacros se podían producir en un sin número de ejemplares, idénticos y dotados de las mismas propiedades y de los mismos poderes, y permitían que, en cualquier ciudad romana, se dieran los mismos ritos ante la divinidad o el monarca “de cuerpo presente”. Un simulacro no era una simple imagen, ni una aparición . No era solo una imagen poderosa, sino la “viva” imagen, el “vivo” retrato de quien lo había escogido y producido; era la manera con la que un ser invisible escogía mostrarse. Y así como una imagen (en griego, un idolon) mantenía las distancias con lo que o con quien se reflejaba en ella, un simulacro sorteaba, anulaba la distancia y atraía a sí a lo que figuraba, de modo que lo figurado, divinidad o monarca, asumía dicho simulacro como representante suyo, como lo que quería revelar de sí mismo a los humanos, de modo que éstos tuvieren una clara y certera “imagen” de aquél.

Hoy, un simulacro rima con engaño y falsedad, con lo que no es lo que parece. Un simulacro confunde, y lleva a la creencia que todo el mundo es una ilusión. Destruye la fe en el mundo, convirtiéndolo en un universo de sombras, que lleva a dudar de todo, a encerrarse en uno mismo, y en cerrar los ojos para no ver más lo que no es. Un simulacro, en Roma, por el contrario, abría los ojos ante la invisibilidad de los dioses y los seres sobrenaturales o sobrehumanos, mostrándolos cercanos, y permitiendo a los humanos sentirse acompañados, velados por unos seres que aunque invisibles y distantes, podrían ayudar al ser humano en su tránsito por la vida, pudiendo siempre confiar en que iluminarían el camino.





miércoles, 20 de septiembre de 2023

El abrigo de las ruinas (Museo Nacional de Arte Romano, Mérida, septiembre-diciembre de 2023)


















 Fotos: Tocho, septiembre de 2023


La llamada cripta del singular Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, inaugurado en 1986, y hoy ampliándose, es un amplio sótano, pautado por imponentes arcos de mampostería, que recrean la arquitectura basilical y termal del Imperio Romano, en el que se exponen piezas arqueológicas halladas en el lugar: muros con frescos pompeyanos y sarcófagos romanos. El suelo sin regularizar se cubrió con albero. El polvo que se alza  cuando se camina obliga a regar el suelo cada semana para apelmazarlo. La humedad resultando asciende por capilaridad y cubre los frescos con una capa de sal que los apaga debe ser retirada de tanto en tanto. 
La luz de focos realzan el espacio catedralicio -si bien se ha descubierto que no todos los puntos de luz están conectados a la corriente.
La parte visítable de la cripta es más reducida de lo previsto. El proyecto del museo no contemplaba la necesidad de almacenes. Éstos se han tenido que alojar en una parte de la cripta, que no está climatizada ni tiene control de humedad -disparada por el regadío semanal-, delimitada por una reja, y debajo de un hueco de escalera.
Se accede por un amplio paso cuyo techo -que soporta el acceso a la sala principal del museo ubicada justo encima de la cripta- apuntalado porque presenta graves deficiencias estructurales.
El museo no está climatizado. El proyecto contemplaba la apertura de ventanas por la noche, lo que hubiera ido en detrimento de las condiciones ambientales y la seguridad en las salas -o ls necesidad de emplazar un vigilante al lado de cada apertura. La imponente sala principal se dotó de un suelo radiante, empero, mas la altura de las bóvedas que se alzan hasta unos veinte metros de altura, impiden que el calor atempere el frío extremeño en invierno.

El museo acoge la exposición itinerante El abrigo de las ruinas, sobre intervenciones arquitectónicas modernas en yacimientos arqueológicos, producida y presentada en primer lugar por y en el Centro cultural El Born de Barcelona este verano.
Posteriormente, en diciembre, debería trasladarse al museo del yacimiento de Medina Azahara en Córdoba.

Producción: Centro de Cultura y Memoria El Born - Ministerio de Cultura - Museo Nacional de Arte Romano
Dirección: Pedro Azara y Tiziano Schürch
Montaje: Pedro Azara, Tiziano Schürch & Roger Badía
Coordinación : Diana Lafuente 




lunes, 18 de septiembre de 2023

NORMAN FOSTER (Y SOCIOS) (1935): AEROPUERTO QUEEN ALIA (AMMAN, JORDANIA, 2013)


 















Fotos: Tocho, septiembre de 2023


El veneno de la arquitectura son las metáforas. Se definen, se justifican, se califican los edificios y los proyectos urbanísticos a base de comparaciones que quieren ser poéticas y a menudo son mortíferas.

El aeropuerto de la capital Jordana, Amman, de Norman Foster, no escapa a este vicio. Las metáforas se multiplican y apuntan en diversas direcciones, con cierto deje orientalista. Las columnas son palmeras en el desierto, las bóvedas, cúpulas -que deben aludir a mezquitas- y tiendas de beduinos, pero también hojas de un jardín, los patios, corralas árabes, las líneas de unión de los elementos, grafía oriental, y la entrada al edificio, un lugar de encuentro como solo se halla y se utiliza en una ciudad árabe.

Las metáforas son innecesarias. El techo del aeropuerto -el edificio es un techo, y espero que no sea una metáfora, lo más característico es el techo- es hermoso. El espacio interior no es destacable, pero la vista no cesa de elevarse. Ay, refiriéndose a un aeropuerto, otra metáfora despunta.


https://www.fosterandpartners.com/projects/queen-alia-international-airport