Hoy, en los chorros de las fuentes que ornan los claustros de las iglesias, al lado de calles cubiertas de flores por donde desfilan procesiones, flotan y bailan mágicamente erguidos, sin caerse ni quebrarse, huevos….
Las religiones o los cultos se componen de una serie de rituales que se relacionan y se corresponden, como un eco, dibujando un año litúrgico en honor de una divinidad. Cada gesto resuena en un gesto siguiente que lo completa y lo agranda.
Hace sesenta días -un número mágico-, un jueves, llamado jueves Santo, una divinidad (el hijo de una divinidad) presidió una cena en la que invitó a los comensales compartir alimentos. Estos, sencillos -pan ácimo y vino-, fueron bendecidos y ofrecidos como si formaran parte de las entrañas de quien presidía el banquete.
Como si…. La expresión es incorrecta. No se trataba -no se trata- de como si, de una comparación, sino de una identificación, no de un truco de magia o una representación, sino de una presentación, de cuerpo presente.
En efecto, durante la cena se produjo un fenómeno mágico o sobrenatural: unos alimentos cambiaron sustancialmente, de vegetales a animales, sin que en apariencia se hubieran transformado. No se trataba de una metamorfosis (un cambio de forma). El pan seguía teniendo la imagen de un pan y seguía sabiendo a pan. Pero ya no era pan -ya no estaba hecho de una masa de harina-, sino que se había convertido en carne. Tal cambio sustancial pero invisible se produjo mediante un conjuro -un ritual que implica gestos y palabras, así como la buena fe o credulidad de quien contempla el ritual. Esta transformación intangible, podríamos decir que mental, recibe el nombre de transubstanciación. Quien la llevó a cabo afirmó que el pan se había convertido, tras unas buenas palabras, en una parte de su cuerpo, en su propia carne, que invitaba a los comensales o comulgantes a compartir. Éstos no podrían tener la sensación física de beber sangre ni morder carne. Lo que ingerirían seguiría sabiendo y oliendo a pan y vino. Tendría el tacto áspero y líquido, y duro, de una bebida y un aliento sólido. Pero no sería pan y vino, pese a las apariencias.
Tal impensable prestidigitación, gracias a la cual los participantes se hacían con una parte del cuerpo -de la carne- de la divinidad, perdiendo así en parte su condición mortal para adquirir una parte de una condición inmoral o divina, se llevó a cabo un jueves hace sesenta días, un mismo jueves cada año. Los rituales requieren idéntica repetición para acceder a la condición de ritual y no de accidental hecho.
Hoy, el día del cuerpo de la divinidad (Cristo) se rememora, actualizando su efectividad, simbolizada por chorros de agua viva y huevos que danzan pletóricos de vida, danzan milagrosamente sostenidos por algo, agua corriente, que no debería poder mantenerlos sin que cayeran, rodeados de alfombras pletóricas de flores recién cortadas. Un milagro, en suma.


























