Los maestros tienen discípulos, se dice. Son alumnos predilectos y obedientes que ayudan al maestro -o le hacen el trabajo-, y que un día heredarán su puesto. El discípulo trabaja a partir de las ordenanzas, decisiones y opiniones del maestro a quien no cuestiona. El discípulo calla o actúa de portavoz. Se halla a la espera que, un día, el maestro le nombre su sucesor. Este honor requiere paciencia y aquiescencia. Es decir, el discípulo no debe atreverse a contradecir al maestro. Está a sus órdenes y sus caprichos.
La palabra discípulo proviene del verbo o latino discere: aprender, estudiar, instruirse. Se sobreentiende que el maestro es la fuente del saber. El maestro educa al discípulo, o permita que éste aprenda de él para que, una vez el maestro se retire, su voz y su visión prosigan sin alteraciones. El discípulo calla y repite lo que el maestro tiene a bien contarle.
El aprendizaje requiere disciplina, una palabra también de origen latino, que significa enseñanza, instrucción. La formación requiere discernimiento; son palabras formadas todas ellas a partir del prefijo dis- que implica la noción de corte, separación, lo que permite aislar un tema o un problema para estudiarlo libre del ruido circundante. El estudio requiere concentración, y ésta, alejamiento de lo que no importa. Toda retirada, que favorece el estudio, implica distanciarse, otra palabra que conlleva segregación.
El maestro segrega al discípulo de un grupo para poder formarlo sin interferencias
Discere, en latín, se asocia al verbo disceptare -dis.captare: es decir aprender. Captare, en latín, significa lo mismo que en castellano: entender, coger, instruirse. Entiendo y me formo cuando “capto” lo que me explican. Mas, disceptare significa, en verdad, discutir.
Una discusión conlleva que dos personas, de igual formación, debatan sobre un tema desde posiciones distintas. La discusión implica divergencia. No hay nada que discutir -no se habla más- si existe un acuerdo en todos los puntos. Dicho acuerdo se logra tras una discusión. Se llega a un punto donde la discusión deviene estéril o repetitiva.
La discusión implica la aceptación del otro como contrincante y el reconocimiento de su conocimiento y de su discernimiento. Una discusión solo es posible si ambos dialogantes hablan. Un debate no es un monólogo. La discusión busca analizar, entender, aclara un tema. No existe vencedor. La discrepancia debe ser reconocida, aceptada, asumida, lo que da pie a la discusión; abre un espacio donde se confronten puntos de vista divergentes que, poco a poco se irán acercando, modificándose, logrando un enfoque correcto, asumible y asumido por ambas partes.
No se trata de imponer una consideración, sino de discutir sobre la pertinencia de las consideraciones a partir de puntos de vista diversos, divergentes, hasta lograr un encaje que no necesariamente responde a las posiciones u opiniones iniciales. La discusión es un foro donde se aprende: a escuchar y a trasmitir.
El verdadero aprendizaje reniega de la ausencia de discusión, porque permite no dar nada por sentado, como si fuera una cuestión de fe o de principios indiscutibles, ajenos a cualquier cuestionamiento.
En la discusión, ambos contendientes aprenden, el maestro del discípulo, y éste del maestro.
Las diferencias entre maestro y discípulo saltan por los aires. Ambos son discípulos y maestros el uno del otro. Ambos se reconocen como iguales. Saben que saben y que no saben nada. Pero quieren saber y compartir el saber. La instrucción es mutua. El enriquecimiento, el descubrimiento del mundo, simultáneo, brindado y aceptado.
Solo así tienen sentido las palabras de maestro y discípulo: palabras que se refieren a quienes aceptan debatir, que gustan aprender y enseñar, sin imponer nada. Que se aceptan como iguales, deseosos de aprender y de intercambiar saberes. Que aprenden para de inmediato comunicar lo que han aprendido.
Si solamente esta consideración pudiera a veces ser compartida en los departamentos universitarios…
Agradecimientos a Z. M.





















