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Los edificios son como los icebergs. La mayor parte de ellos son invisibles. No solo pueden poseer plantas subterráneas (almacenes, aparcamientos), sino que, aún más profundamente, adentrándose aún más en lo hondo de la tierra, la construcción se sustenta sobre cimientos (pilares, pilotes, zapatas, etc.).
La instalación de estos fundamentos, que vienen precedidos, simbólica y ritualmente, por la ceremonia de la colocación de la primera piedra en una zanja o un foso abierto en la tierra, requiere, precisamente, la apertura de hondonadas más o menos profundas que se adentran hasta alcanzar las capas más resistentes del subsuelo. Los arquitectos, los constructores y los estudiantes bien lo saben y lo sufren. La tierra no siempre resiste la presión, física y moral, del peso que descansa pesadamente sobre ella. A veces, la tierra trata de sacudirse lo que la oprime. De ahí los rituales para congraciarse con ella.
Las revueltas de la tierra tienen otra razón de ser: las zanjas en las que se hincan los cimientos de una construcción son cortes profundos que se practican en el cuerpo de la tierra. Se delimita, se marca , se deslinda, se adentra, se corta y se vacía: una poderosa y dolorosa operación, una herida que se hunde en la tierra, un tajo seco e inmisericorde que no se soldará nunca.
La palabra cimiento no deja lugar a dudas sobre las intenciones y las consecuencias de acto fundacional. Caementum, en latín, designa la piedra desbastada: un bloque arrancado, escindido de una montaña. Ésta queda mutilada para siempre. La operación requiere cortes, presiones, inyecciones, y la dolorosa presión para extraer -traer fuera, romper- un sillar.
El verbo caedo -del que deriva caenentum y, por tanto, cimiento- es devastador: se traduce, en una progresión que sin duda habría fascinado a los surrealistas, por golpear, abatir, hendir, para acabar por señalar la matanza, peor, masacrar. Caedo se refiere a una acción intencionada destructiva, que persigue la aniquilación -el sometimiento, romper espinazos, anular vidas, lograr la desaparición de la víctima. Esta palabra no es gratuita. Los sacrificios, como bien eran conscientes los griegos, eran asesinatos que transferían las vidas de animales o de humanos a los dioses y los poderosos para que se hicieran con tantas vidas que devinieran inmortales. El verbo caedo también se aplicaba para designar la sangrante y mortífera acción de ejecutante de un ritual.
Los mitos bien recogen el carácter ambivalente de la construcción y la edificación, que requiere un crimen primigenio. El primer fundador de ciudades el fue Caín, tras asesinar a su hermano Abel. Roma pudo ser fundada por Rómulo después de que hubiera sacrificado a su hermano gemelo Remo. Y todos los fundadores habían cometido crímenes, lo que les autorizaba para proseguir su carrera criminal apoderándose de tierras, hiriéndolas para siempre para hincarles, como lanzas y flechas, los cimientos de los edificios. La arquitectura requiere una previa mutilación, un primer crimen. Quizá por eso sea un arte tan fascinante -y tan discutido-, que no podemos dejar de ejecutar. La vida que la arquitectura protege requiere una primera aniquilación. La vida se transfiere.
La frase fue escrita por el pintor francés Matisse en 1947, al concluir la Segunda Guerra Mundial. Forma parte de las reflexiones que componen el libro de artista ilustrado, compuesto por litografías a color, titulado Jazz.
Breves textos e imágenes se despliegan en dobles páginas.
La frase se ilustra con la imagen del héroe mitológico griego Ícaro.
Ícaro era hijo del patrón de los arquitectos en la Grecia antigua -y posteriormente en la Edad Media Cristiana, junto con el apóstol Tomás.
Dédalo e Ícaro huyeron por los aires del Laberinto, que Dédalo proyectó, por encargo de Minos, el rey de Creta, para encerrar al Minotauro, un monstruo mitad humano mitad animal, que Parsifae, la reina de Creta y esposa de Minos, alumbró, tras satisfacer su deseo de copular con un poderoso toro, un regalo bestial y envenenado que Poseidón envió a la Reina para desacreditar a Minos, después que el Rey dejara de honrar al Dios.
La cárcel era segura. Pero el príncipe ateniense Teseo logró sortear todas las dificultades, acceder al Laberinto y salir con vida, después de haber liberado a las víctimas humanas atenienses (siete muchachos y siete muchachas) ofrecidas como alimento al monstruo y matar a éste.
El fallo en la seguridad llevó a Dédalo y a su hijo Ícaro a ser condenados por Minos a ocupar el sitio que el monstruo había dejado vacante.
Mas, Dédalo era ingenioso. Padre e hijo consiguieron escapar por los aires portando una alas artificiales compuestas con plumas unidas con cera a una estructura libera.
Dédalo, prudente, volaba temerosa y sabiamente a baja altura. El joven Ícaro, desoyendo los consejos de su padre, ebrio de libertad, descubriendo el mundo, alzó el vuelo y ascendió hacia el sol.
La cera se fundió. Ícaro se precipitó desde lo alto en las profundidades del mar.
Un ambiguo (acertado o no) consejo de Matisse -anciano, enfermo, postrado en una silla de ruedas- a los jóvenes, combinando el deseo de aventura y conocimiento, la necesidad de saltarse las normas sin miedo, de explorar por sí mismo sin hacer caso de medrosos avisos, y las consecuencias de la exploración sin límites.
Este libro de artista, que apenas se vendió cuando su publicación, es una de las joyas de la exposición sobre libros de Matisse en el museo Matisse, rehabilitado y reabierto, de su ciudad natal francesa, Le Cateau-Cambrésis:
https://museematisse.fr/exposition-matisse-comment-jai-fait-mes-livres
Mas, la palabra grimorio deriva de la palabra gramática, que designa el arte o las normas de la escritura correcta, es decir comprensible. Las gramáticas, con las que se regulaba el aprendizaje del latín y de los textos latinos, en la edad media, parecían, para los iletrados, fórmulas incomprensibles, es decir, conjuros, sin duda maléficos.
Grimorio devino, ya en la edad media, una palabra que designaba un libro voluntariamente oscuro: un texto con encantamientos y fórmulas mágicas, necesariamente maléficas, contrarios a los breviarios que comprendían oraciones. Un libro que no se podía abrir so pena….
Un grimorio era pues un libro de magia negra. Algunos eran traducciones de textos esotéricos árabes. Entre los más conocidos se halla el libro de San Cipriano, supuestamente escrito en el año mil, y muy utilizado en los valles pirenaicos.
Los efectos destructivos o mortales de los conjuros contenidos en este libro se podrían contrarrestar, sin embargo, con la erección de un pilaret.
Se trata de un monolito, muy común en la sociedad agraria española, especialmente pirenaica. Quizá derive de las piedras sagradas hincadas en la edad de bronce (los menhires, invocaciones a icónicas de potencias sobrenaturales).
Los pilarets se presentaban como pequeñas torres, algunas de varios metros de alto, empero, coronadas por una hornacina dedicada a un santo.
San Sebastián, protector contra la peste, que los conjuros maléficos activaban -un santo particularmente activo en Barcelona, incluso en el siglo XIX cuendo los primeros baños de mar públicos se acogieron bajo su protección- era casi el santo de los pilarets-. En algunos casos, dos hornacinas permitían compartir la invocación a dos figuras sobrenaturales.
Los pilarets se erigían en cruces de caminos, para evitar la desorientación y la pérdida que el mal causa. En ocasiones su implantación en el territorio atendía a la presencia de hitos naturales destacados, como picos montañosos. Hitos en el paisaje guiaban y protegían a los viajeros. La planificación del territorio requería la presencia de dichos monolitos que conjuraban las nefandas invocaciones que buscaban la perdición del viajero o de toda una comunidad.
Muchos pilarets fueron destruidos durante la Guerra civil. Quizá por eso, la postguerra estuvo tan alentada por el Libro de San Cipriano.
Debo esas oscuras luces a la hermosa tesis doctoral que el arquitecto Gerard Romeu -con una beca de investigación- prepara con mucho cuidado.