La monarquía tiene ventajas. Se mantienen nombres célebres, a los que solo cabe cambiar una cifra (Luis XIII, XIV, XV, XVI, en Francia), y se supone que el saber se transmite. La transición es menos costosa y dolorosa. No implica ni siquiera un cambio de domicilio. En algunos casos, la monarquía no es hereditaria, como n el Imperio Romano (Augusto insistió en nombrar al mejor gobernante y no necesariamente a un descendiente suyo), pero, en general, la sucesión se simplifica si se estipula que es el hijo mayor es más capaz de ejercer las tareas para las que se le ha intentado preparar.
Este interesante sistema se ha extendido a gobiernos republicanos. Se conocen monarquías presidenciales (Siria, Corea del Norte, por ejemplo), en las que los hijos han sido designados por el padre, y no elegidos (como en los Estados Unidos), con resultados curiosos.
En el mundo de las artes plásticas y arquitectónicas, la delegación del taller en un hijo es o era moneda común desde la antigüedad. La existencia y exigencias del secreto profesional (aplicado a fórmulas de fabricación de tintes, pinturas, etc., utilizados en talleres de tallistas, pintores, etc.) conllevaba la prudencia. El hijo, formado por o en contacto con el padre, era el mejor preparado, el que estaba en posesión de todos los trucos y secretos requeridos, para que el taller siguiera funcionando. Éste podía o no cambiar de estilo o de temas. Habitualmente la línea se mantenía. Los clientes quedaban satisfechos. Los temas de más éxito se seguían tratando. Se crearon verdaderas sagas, que implicaban no solo a hijos, sino a nietos, hermanos, cuñados, suegros, etc.) Toda la familia vivía del taller, transmitido de generación en generación. De algo había que comer. El talento, empero, no necesariamente se transmitía. Hoy, no cuesta demasiado, pese a la pervivencia de unos mismos temas y de un modo de pintar muy parecido, distinguir entre las obras de El Greco padre e hijo (Doménico, y Jorge), como tampoco entre las de Zurbarán padre e hijo (Francisco, Juan), o entre las de "los Goya (Francisco, Javier), por no mencionar las diferencias entre las pinturas de Velázquez y de su suegro Pacheco. Pero, si no uno no presta demasiada atención, lo importante es el apellido, y museos y exposiciones -ocurre hoy en Barcelona- pueden lucir a "un" Zurbarán -aunque, de cerca, sin leer la cartela, se descubre que se trata de un Zurbarán diríamos que menor: su hijo ya lo intentaba, pero...
En arquitectura, el nuevo edificio de la facultad de arquitectura de Barcelona, construido hace unos veinticinco años, es un ejemplo modélico: se encargó a un prestigioso arquitecto ya mayor, fallecido antes de que el proyecto y las obras se llevaran a cabo. Pero éstas se construyeron. El edifico consta como la última obra del arquitecto. La Escuela puede contar un origen prestigioso. Obtuvo incluso un premio.
Desconozco si este trabajo familiar ha ocurrido en las artes literarias, aunque se sabe de hijos o familiares que han concluido obras inacabadas del padre. Nadie puede dejar pasar alguna buena ocasión.
Desde hace unos pocos años, ha aparecido una nueva e interesante modalidad de saga familiar: la monarquía profesoral. Así, en algunos departamentos universitarios, los hijos -incluso sus parejas- son contratados como profesores junto a, o en sustitución de, sus padres. Los beneficios son enormes. Si una escuela es conocida por el prestigio de determinados apelllidos, éstos perviven. Hay que ser ruin para leer la letra pequeña o fijarse en el nombre y no solo en el apellido. Por otra parte, ¿quién está mejor dispuesto para seguir las brillantes enseñanzas del padre que un hijo? Los alumnos no se despistan. Conocen los mejores apellidos. Inspiran confianza, seguridad, constancia. Aquéllos pueden confiar en las enseñanzas que se les van a impartir. Finalmente, dichos nombramientos son un ejemplo: en un momento en que los jóvenes tienen tantas dificultades para entrar en la Universidad como enseñantes - lo que cortaría de inmediato la inevitable fosilización y "gerontocratización" del cuerpo de profesores-, admira que los hijos consigan que se abran las puertas: no todo está perdido. Y a confiar en los nietos
jueves, 7 de abril de 2011
miércoles, 6 de abril de 2011
martes, 5 de abril de 2011
El mejor libro de arquitectura del año (.........aunque trate de la obra de Enric Miralles)
David Bestué es un artista que trabaja principalmente con fotografías y videos. Suele trabajar con Marc Vives. Pero también solo.
Sus obras en solitario suelen tratar temas arquitectónicos.
Pero también actúa de teórico. Ha escrito un voluminoso ensayo sobre la obra de Enric Miralles, ilustrado con numerosas fotografías del estado actual de las obras. David Bestué no es arquitecto. Se trata del mejor ensayo de arquitectura en muchos años.
Enric Miralles a izquierda y derecha (también sin gafas) -un título que alude al de la tesis doctoral del arquitecto-(edición bilingüe, Tenov, Barcelona, 2011) recorre toda la obra, incluso la que no se ha construido o concluido, de Enric Miralles. David Bestué ha visitado, recorrido, explorado toda y cada una de las obras.
El libro refleja lo que las obras son ahora: edificios ocupados, vividos, a veces modificados, casi siempre degradados. Pero edificios vivos, vitales.
Los textos de David Bestué reflejan sus impresiones y descubrimientos: se fija en detalles, a veces obviados o imperceptibles. La descripción de cada edificio es precisa. David Bestué actúa casi como un etnógrafo, o un detective. Anota cuanto descubre.Se centra en las opiniones de los que habitan o trabajan en las obras; opiniones positivas y negativas; opiniones que reflejan como los usuarios se han adaptado al edificio -a menudo poco funcional o no concebido para la función que cumple-, y lo han adaptado a las necesidades de los usuarios. El edificio cambia a veces no solo de función, sino de forma, como si se disfrazara, y decidiera ser otra edificio; posibilidad que el edificio favorece y permite, como si quisiera tener otra vida. "Como si": una expresión que David Bestué utiliza a menudo. Se diría que los edificios son imágenes poéticas proyectadas por el arquitecto, e imágenes en tránsito elaboradas por los usuarios, imágenes que brotan del encuentro entre la visión del arquitecto y las esperanzas y decepciones del habitante. Los edificios no son estáticos -una paradoja, hablando del arte más estable y perenne que quepa imaginar: reflejan el cúmulo de imágenes, a veces contradictorias que Enric Miralles manejaba, imágenes a veces incompletas o inconclusas, imágenes dispuestas para ser manipuladas y transformadas por los usuarios. Imágenes en mutación. Fragmentos de vida, siempre a punto de mutar, o de caer. Edificios que viven y, por tanto, decaen. Los edificios son organismos vivos. En ocasiones parecen no gustarse y se diría que escapan de sí mismos, buscando o apelando a las transformaciones que quienes los ocupan, o los sufren, practican.
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domingo, 3 de abril de 2011
sábado, 2 de abril de 2011
Hermes, explorador espacial
Como un ave de centelleante plumaje de fuego, como el brillante ojo de Horus, desde el horizonte, se alza, cuando el alba despunta apenas: Hermes, el benjamín, el hijo predilecto de Zeus, surca el empíreo desde el amanecer hasta que la luz declina.
Su despuntar anuncia el día. Hermes es el mensajero de los dioses, su portavoz. Las decisiones divinas, y el fruto de las acciones del cielo -activando, por ejemplo, la rueda del tiempo- llegan a los seres humanos gracias a la mediación de Hermes. No existe frontera que se interponga en su veloz desplazamiento; ni siquiera la falla entre el mundo de los vivos y el abismo de los muertos, ante la que todos los dioses, ya provengan de lo alto, ya asciendan de los infiernos, se detienen inexorablemente. Hermes franquea los límites del mundo sin detenerse ni perderse.
Su sentido de la orientación es prodigioso. El alba que arrastra ilumina su camino. Serpentea en las tinieblas. Las alas de su calzado y las que despuntan del casco le ayudan a surcar los espacios vacíos. La oscuridad ni los misterios no le frenan, porque sabe hallar el camino hasta lo más hondo del mundo infernal, y encontrar la senda de vuelta hacia la luz. Por eso, las almas de los difuntos le siguen presurosas a fin de no perderse en su descenso hacia el Hades, su nueva y postrera morada.
Los caminos que unen las ciudades y organizan el territorio están punteados por unos mojones de piedra coronados por el busto del dios, llamados precisamente hermai. Pautan el espacio, impidiendo que los viajeros (comerciantes, ladrones, viajantes) se pierdan o no sepan qué dirección tomar. Con la protección de Hermes la senda es segura.
Siendo así que Hermes está familiarizado con lo ignoto, una segunda barrera, quizá incluso más infranqueable, que separa el mundo real del mundo de la ficción -barrera que un espejo dibuja-, salta al paso de Hermes. Detrás de él, los hermeneutas (los intérpretes del arte) se adentran en las profundidades del texto o de la imagen. Ésta aparece como un mapa que Hermes recorre en profundidad. Circula por la carta de las imágenes ayudándose de las mismas. Son las imágenes quienes lo orientan, ya que es capaz de percibir señales, que le indican el camino hacia los mensajes más inexpugnables, con la ayuda sola de su luz. Desde la superficie de la imagen, se adentra en los incontables significados de la obra de arte. Ésta constituye un espacio arquitectónico, compuesto de una infinidad de estancias, cada más oscuras puesto que cada vez más alejadas de la luz que reverbera en la superficie del espejo, la apariencia, imagen o forma de la obra de arte. Todos los cerrojos que el creador ha dispuesto saltan. Hermes prosigue su camino. La luz que trae ilumina las más recónditas esquinas. La imagen adquiere profundidad. Los sentidos, que habitan en la obra, fluyen a la superficie. Hermes en un arqueólogo del sentido, un explorador de la cara oculta de la imagen -por eso mismo, Hermes ayuda a cifrar los mensajes que no se quieren divulgar gracias a una apariencia o imagen engañosa. Sin duda, Hermes aún se ríe de las cadenas que dispuso en las Meninas de Velázquez.
Toda imagen es un mapa de un mundo, interno o externo. Mapa que se tiene que leer. Los signos que lo pueblas, las líneas que lo recorren son indescifrables a primera vista. Como Beatriz -guiando a Dante por los enrevesados caminos que atraviesan el cielo y los infiernos-, Hermes es la única divinidad capaz de ayudar a explorar los múltiples niveles del sentido de la obra de arte, las capas sucesivas de mensajes, las distintas grafías, el sin número de pliegues que se interponen al avance del intérprete -protegiendo aquellos sentidfos que no pueden ser desvelados impunemente, y que solo la luz de Hermes desgarra o disipa. Hermes ve en la imagen un mundo estructurado -pero inexpugnable- allí donde solo percibimos superficies vanas o planas. Gracias a Hermes, el mundo del arte se dota de sentido, de espesor. Se configura como un universo complejo cuyos secretos no podrán ser desvelados nunca.
Porque Hermes es también un dios burlón. Así como engañó a Apolo (el dios de la poesía y la arquitectura, dios que levanta los mundos que poesía y arquitectura definen), haciéndole creer que iba en una dirección cuando caminada -de espaldas- en dirección contraria, así puede llevarnos hacia el abismo, dejándonos que nos abisbamos en las profundidades, oquedades u oscuridades de un texto o una imagen, y ya no sepamos hallar el camino de vuelta hacia ese lado del espejo. Por eso, las sendas que Hermes traza no son siempre seguras. Llevan a la verdad -o a su negación. La misma verdad de la obra puede ser tan luminosa que nos ciegue. Con hermes quizá acabemos confundiendo la realidad y la ficción; mas sin él, el mundo se amputa de la ficción, en la que el mundo se transfigura. Y la vida, entonces, deja de ser esperanzada. Hermes construye espacios dotados de sentido. Mas que pueden dejarnos sin sentido. Las obras de arte´y, más precisamente, las de arquitectura, han sido siempre castillos encantados. Habitados por hadas. Y ogros.
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