domingo, 2 de marzo de 2025

Mandala (o la arquitectura del alma)

 





Fotos: Tocho, Victoria y Albert Museum, Londres, marzo de 2025


Un mandala -la palabra en sánscrito (lengua originaria de la que deriva el hindú, con influencias en leguas antiguas como el griego y el latín) significa círculo- es un mapa  que figuran el cosmos. Está configurado por una serie de palacios ideales alrededor de una estructura central donde mora la divinidad principal.

La función del mandala en el budismo es similar al de una imagen religiosa o un rosario: sirve para activar la mente, invitar a la plegaria con voz interior, y facilitar el encuentro con la divinidad a través de un recorrido circular o en espiral durante el cual el alma o la mente del fiel se detiene en los distintos palacios en su avance hacia la luz. Éstos constituyen estaciones en los que el viaje interior, emprendido por la imaginación, descansa temporalmente antes de volver a emprender la ruta hacia el centro. 

Estas obras cumplen una función similar a la de las moradas o castillos interiores que constituyen el alma según la mística sufí y Teresa de Jesús, y desde luego son activadores de la imaginación, lo que aparece como una de las primeras muestras del poder de esta facultad anímica, esencial en la estética. La imaginación era habitualmente denostada en la teoría del arte anterior a la ilustración porque se consideraba que ponía ante los ojos del alma seres, enseres y lugares inexistentes. Esto conducía a equívocos sobre la realidad de la corte celestial inevitablemente desmaterializada y, por tanto, invisible a los ojos físicos.

Los mandalas suelen ser pinturas: representaciones planas del universo que quien reza recorre con vista que, ante todo, despierta la mirada interior.

Existen también mandalas tridimensionales, quizá menos conocidos. Se asemejan a maquetas de construcciones que componen una gran obra de planta circular. El conjunto se alza como un tronco de cono, y suele estar coronado por una cúpula. La vista de varios pisos compuestos por distintas estancias en las que se accede mentalmente ayuda a elevar el ánimo y emprender la ascensión que requiere un mayor esfuerzo de introspección. El mándala también contribuye  a visualizar el camino y a tener en cuenta los obstáculos y las dificultades.

Estas maquetas no representan templos sino que son templos que, a su vez, son el mundo. Su tamaño está de acorde con el espíritu desmaterializado. Es una obra en la que se sueña morar; miradas que constituyen etapas procesionales que tienen como fin depurar y elevar el espíritu. 

Al contrario que en el cristianismo en el que la procesión se organiza según un eje recto, el viaje mental al que el mandala invita es circular, por lo que se puede emprender tantas veces como se quiere. No tiene principio ni final. Apenas se alcanza el centro, el viaje reemprende sin abandonar el alma a su suerte.

Quizá el mandala debiera ser la tipología arquitectónica que se explicara en primer lugar en las escuelas de arquitectura. 

sábado, 1 de marzo de 2025

Cementerio -o al final de la carrera de arquitectura






Fotos: Tocho, febrero de 2025
 

Llegó la hora. Inmisericorde. Desinfección. El pasado, barrido. Los trabajos, al cubo de los despojos.

Los estudiantes de arquitectura pasan seis años como mínimo produciendo maquetas para distintas asignaturas de la carrera: felices o desafortunadas, torpes o casi demasiado perfectas, faltando al gusto o zalameras, imprecisas o montadas al milímetro, de cartón o de materiales más duraderos -pero cuyo vida y cuyo destino acaba en un cubo. Horas, días de trabajos manuales, que no solo dan lugar a veces o a menudo a obras atractivas, sino a obras que traduzcan o visualicen ideas o contenidos, maneras de concebir y plasmar espacios.

Son centenares de maquetas, algunas de gran tamaño que se tienen que preservan durante un curso o dos, por si se fueran reclamaciones y peticiones de revisión de resultados académicos. Ocupan mesas, estanterías, sillas y taburetes. Conquistan poco a poco o de súbito el espacio de las salas y los despachos.

Y llega la hora de hacer tábula rasa. Las maquetas se echan al suelo. Se desparraman o montan piras. Se pisan, se pisotean descuidadamente, o no. Molestan. Sin testimonios a los que no se concede valor alguno. Tan solo alguna maqueta, algún año, como en las fallas de Valencia, es perdonada y guardada. Seguramente hasta nueva orden.

Años de trabajo condenados. Olvidados, o echados  por la borda antes de que el polvo recubra las maquetas malheridas.

Y lo estudiantes devienen arquitectos.

Sus trabajos, a los sumideros. 

Sin contemplaciones.

La educación tiene algo de producción en serie donde no cabe la clemencia y la añoranza.

Quizá esta frialdad -la ausencia de sentimientos, quizá cierto sentimentalismo- explica que algunas construcciones se alcen como lo hacen en la vida real. Sin miramientos por lo que las rodea. Pisoteando. 


viernes, 28 de febrero de 2025

Cementerio

Buen podría ser el cementerio el ejemplo perfecto de lo que es una obra de arte: un objeto inútil y sin embargo emocionalmente necesario.

Lo que es imprescindible es apartar a los cadáveres del contacto físico con los seres vivos. No pueden compartir un mismo espacio por razones de salubridad. Los rituales funerarios zoroástricos exigían que los muertos fueren depositados en lo alto de torres para que los buitres limpiaran los huesos, posteriormente recogidos. Un entierro es siempre conveniente para evitar infecciones.

Mas, pirámides, tumbas como las de los emperadores chinos o romanos, ciudades de los muertos para albergar a un solo muerto, túmulos, círculos de piedras descomunales no son funcionalmente necesarios. No tienen prosaicamente sentido.

¿Por qué, entonces, gastar y pasar vidas levantando monumentos que nadie podrá disfrutar en vida?

La palabra cementerio viene del griego a través del latín. El verbo griego koinaoo, de donde deriva la palabra cementerio, significa descansar, apaciguar, calmar. Se trata de una acción que devuelve el orden perturbado, la calma tras una convulsión, un trastoque o un choque. Las aguas vuelven a su cauce. La serenidad se impone. El temor se disipa. El descanso permite que el ritmo de la vida se recupere. El órdago cesa. 

En el imaginario antiguo, durmientes y muertos no se diferenciaban. No participaban, temporal o definitivamente, de la vida cotidiana. Estaban apartados, ensimismados, encerrados en su mundo. Era imposible o difícil al menos llegar a ellos y establecer un contacto. ¿Quién se atrevería a despertarlos? Un súbito abrir de ojos, en un primer momento, causaría una mezcla de incredulidad, sorpresa, miedo y quizá alegría. Los que se alzaban regresaban de no se sabía dónde. Su experiencia ya no era la de los vivos. Sabían algo más, algo distintos. Se les suponía más sabios.

El dios griego del sueño, Hipnos, era hermano de Tánato, el dios de los muertos, la muerte personificada. Ambos no eran de este mundo, al menos durante un tiempo. Los sueños que les habían poseído les otorgaban una visión del mundo que la vida diurna no proporciona. Era necesario, pues, escucharles, desde una distancia prudencial. De algún modo, un ser que se despierta y recupera la visión y la razón es un resucitado. Causa admiración, respeto -quizá escepticismo - y desde luego impresiona. E inquieta.

La palabra cementerio también se relaciona con el griego sema -y éste con soma: cuerpo. Sema se traduce por señal. Apunta a que algo, un ser, un ente, un lugar, son significativos. Tienen algo inusual que comunicar. Uno tiene que acercarse con precaución . La revelación que aportan puede ser perturbadora. Lo que se anuncia sabe lo que no es sabido. Una señal siempre indica que algo va a acontecer que cambiará el curso del tiempo. Las señales son anuncios que deben ser tenidos en cuenta, anuncios de los que no se puede prescindir.

Los cementerios son espacios portadores de sentido. Su significación o su función es compleja. Atiende a los requerimientos que suponemos tienen los difuntos -que les atribuimos- así como a los nuestros. Por un lado ofrece un espacio digno para descansar para siempre (porque queremos creer que necesitan descansar). Mas, este refugio que los acoge también los entierra, los encierra. Los difuntos no saldrán nunca más. Un cementerio es también una cárcel. Al mismo tiempo que protege a los muertos, nos protege de éstos. Los agrupa, y marca las distancias entre los vivos y los muertos. Mantiene a éstos a buen recaudo, a distancia de nosotros. De este modo, los espectros no rondarán nuestras casas haciéndonos la vida imposible. 

El cementerio, en verdad, está pensado no tanto para los muertos sino sobre todo para los muertos. Estos no son desatendidos -podrían volverse contra nosotros, tememos. Pero tampoco se les deja sueltos, incordiando y asustando. Un cementerio es una jaula dorada, para nuestra tranquilidad física y anímica.

No sé lo que “pensaremos” cuando nos trasladen  allí. 






martes, 25 de febrero de 2025

Partir la cara


 

Lo hemos visto en los medios: un representante político rompiendo un retrato fotográfico en un Parlamento hace unos pocos días.

Romper una foto en pedazos: un gesto que se ha practicado y se practica en contextos distintos, desde artísticos hasta políticos.

Esta destrucción no muy habitual recuerda la más común destrucción, mutilación o desfiguración de estatuas, en general religiosas o de figuras políticas. Al igual que en el caso que comentamos, el daño se centra en el rostro. La foto no se rompe por una esquina, sino que se rasga de manera que el corte atraviese la cara de la persona retratada. Su restauración no podrá nunca recomponer el rostro ni borrar las huellas, por finas que sean, que lo desgarran.

Cabría preguntarse por el alcance del daño. 

Una escultura naturalista conmemorativa reproduce la forma, el cuerpo, el envoltorio, la apariencia de una persona. Es decir, imita su exterior. El volumen está plenamente plasmado. Su porte, su prestancia están ante nosotros. Mas, ¿una estatua nos mira? Cuando nos desplazamos ante ella, la figura reproducida ¿nos sigue con la mirada, o, más bien, mira -o se diría que mira, hacer ver que mira- a un punto indeterminado ante ella, con una mirada insistente y, se diría, ciega?. Mira sin mirar, simula mirar.

Una fotografía, al igual que cualquier imagen bidimensional, no puede dar las medidas de un cuerpo. No da la talla. Pero tampoco parece buscarla. Lo que se percibe, en lo que la fotografía se centra, es en la cara y, en particular en los ojos. Estos son expresivos, y dan la sensación que traducen la vida interior, los pensamientos y sentimientos de la persona. Su mirada lo es todo. Simboliza o expresa lo más valioso , lo que identifica y personifica a una persona. De algún modo, su cuerpo, las hechuras del mismo, no son necesarios para entender y ahondar en una personalidad.

La destrucción de una estatua quiebra un cuerpo pero no una vida. Rompe sus conexiones pero no atenta sobre su mundo.

La ruptura de una fotografía, o el lacerar un retrato, en cambio, ahonda en el atentado, pues alcanza lo que no se ve, su interior. Lo que queda es un cuerpo inerte, vaciado, vacío: una personalidad rota por dentro, doblada, quebrada. Una ruptura que no se podrá suturar.

En cierta medida, el rasgar una fotografía es un atentado mas certero y más cruel que el derribo de una escultura, pues destruye el alma. Ls figura podrá sobrevivir, con una vida vegetativa; un muerto en vida.

El político que rasgó la fotografía sabía lo que hacía; se ensañó. Borró a una persona. Ésta ya no sería la misma. Ya no sería.

Cabe preguntarse si este político, dotado del poder de anular a una persona, puede seguir representándonos.




AMY SILLMAN (1955): AFTER METAMORPHOSES (2015-2016)


 https://www.amysillman.com/video/

En este enlace legal se puede encontrar la versión completa de este corto de animación de la pintora norteamericana Amy Sillman -nos parece una de las mejores hoy en día, combinando humor y referencias plásticas e históricas, sin pedantería- basado en Las Metamorfosis de Ovidio. La animación cinematográfica casa perfectamente con lo que Ovidio cuenta, la historia de un permanente cambio, haciendo que seres nunca sean lo que fueron ni lo que serán, siendo su estado un entre dos estados, guardando el recuerdo de lo que fueron en su nuevo estado que ya se proyecta en uno diferente que despunta, anulando la diferencia entre la vida y la muerte.



sábado, 22 de febrero de 2025

Bulo

 En la Grecia antigua, se distinguía cuidadosamente entre la mentira y el engaño. Pseudos era una mentira piadosa. Pese a la condena de la mentira y del ocultamiento de la verdad, Platón era consciente que no toda verdad debía ser divulgada, sino que sólo podía ser compartida por un reducido círculo de elegidos que decidían entonces acerca de lo que se podía anunciar como, por ejemplo, el dudoso comportamiento de dioses como Zeus, aficionado al rapto, el estupro  y el asesinato, al igual que se hijo predilecto, el dios Apolo. Muchachos y muchachas debían cuidarse mucho de mostrarse excesivamente en público, so pena que los dioses se fijaran en ellos. Y no digamos de la ansiosa Afrodita, que no hacía sino seguir la senda de la diosa mesopotámica del deseo creativo y destructivo, la diosa Inanna o Ishtar. Caer en sus redes era fatal. No se contaba el número de amantes a los que llevaron a la muerte tras haberlos utilizado.

En estos casos, era mejor que los ciudadanos no supieran nada o creyeran en el (incierto) comportamiento ético de los dioses, y los consideraran como figuras modélicos, ejemplos de sobriedad, contención y lucidez.

La defensa de la mentira política, a cargo del gobernante ilustrado, se basaba en la necesidad de mantener el orden público y de evitar el desánimo o la furia ante la divulgación de ciertos comportamientos de figuras sobrenaturales que se suponía debían dar el ejemplo de cómo actuar ante la turbación de los sentidos, hechos perturbadores como la excesiva belleza de Semele o de Ganímedes, o las bravuconerías de Niobe jactándose de ser más prolífica que la austera diosa Leda que solo tuvo dos hijos.

Por el contrario, el engaño -apate, en griego- era despreciado. Era la actitud del que miente para hacer daño. Insulta, ridiculiza, sin base alguna, solo para desprestigiar, o vanagloriarse. El engaño era despreciable porque no beneficiaba a nadie. Antes bien, solo sembraba la cizaña. Despertaba sospechas, causaba recelos, incitaba a la murmuración y la maledicencia, y, en suma, así como pseudos ocultaba lo que podía dañar la convivencia en el seno de una comunidad, apate ere el germen de lo que acabaría por disolver las buenas relaciones en un grupo y enfrentar entre sí a sus miembros.

Siguiendo en esta línea, inspirado en reflexiones de la antigüedad, el ensayista francés Montaigne, en el siglo XVI, distinguía entre la mentira y la acción de mentir. Una mentira, sostenía, aportaba, de buena fe, una información errónea. Quien decía mentiras no actuaba a sabiendas de la falsedad de lo enunciado. Él era la primera víctima del error -que arrastraría a toda una comunidad, sin quererlo ni pretenderlo. Creía en lo que comunicaba, y creía en la necesidad de divulgar una información que había aceptado. Esta equivocación podía ser dañina, pero no había sido enunciada para hacer daño algunos 

Mientras que quienes mienten, mienten a sabiendas, continúa Montaigne. Conocen la verdad, que Montaigne no concibe como dañina o perturbadora, pero no la comunican. Saben que lo que cuenten no es cierto. Solo pretender confundir, alentar en falsas esperanzas, despertar ilusiones infundadas. Un bulo es, literalmente, una bola: una pompa de jabón henchida de aire, fascinante por irisada, liviana y perfecta, pero vacía: no contiene nada, o solo la nada. Los mentirosos juegan con la credulidad del público. Lo embaucan, lo desprecian. Manipulan y se burlan de él. Actúan como si fueren superiores y la comunidad ciega, incapaz de discernir la verdad, y solo digna de ser utilizada en beneficio de quien la seduce y le hace creer en lo que no es.

No, Montaigne no era un adivino que pronosticó lo que acontecería en el primer cuarto del siglo veintiuno -lo que quizá siempre ha ocurrido, ya sea en el cielo o en la tierra. Solo no se miente ni se cuenten mentiras en el infierno; quizá por eso el Hades sea un infierno. 







jueves, 20 de febrero de 2025

Tras la estela de Alejandro














 Fotos: Tocho, Musée Guimet, París, febrero de 2025


Estas estatuillas -estas cabezas y bustos de estatuillas o relieves- de los siglos tres y cuatro, o séptimo, de nuestra era- no causan problemas de identificación: asumimos que son figuras de la antigüedad, helenísticas, romanas e incluso de un primer cristianismo aún marcado por el arte clásico, griego o romano.

La pertenencia al museo Guimet de París podría provocar quizá un leve arqueo de cejas, una cierta expresión de incredulidad. Estas obras no estén expuestas en el museo del Louvre, que incluye el departamento de Antigüedades Griegas, Etruscas y Romanas, con la mayor colección de obras clásicas, fuera de Roma, Atenas e Istanbul. 

La duda o la sorpresa pueden provenir del tipo de museo al que pertenecen estas figuras. El museo Guimet está dedicado exclusivamente a obras de Extremo Oriente.

Mas, bien pudiera ser que también acogiera algunas obras clásicas.

Una visita a las colecciones disipa, sin embargo, esta duda. El museo se caracteriza por obras de iconografía muy alejada de motivos, cultos y creencias dominantes en el Mediterráneo occidental, central  y oriental en la antigüedad, pagano o no.

Budismo, hinduismo. Taoísmo, entre otros cultos y saberes, determinan los motivos representados.

En el caso de las figuras fotografías, no se falta a los objetivos y del museo ni a las características de las obras albergadas.

Dichas estatuillas proceden de dos yacimientos, Hadda y de la provincia de Gansu. El primero se ubica hoy en Afganistán; el segundo en el noroeste de China, en Dunhuang, ubicado, entre los siglos IV y VII, en la ruta de la seda.

En ambos casos, las figuras, unas del siglo III, otras del VII,  pertenecen a santuarios budistas. Son un eco, en algunos casos nítido, del primer arte naturalista budista del siglo tercero AC. 

Hasta entonces, no existía figuración budista alguna. A Buda y a sus seguidores no se les podía representar, pese a que no eran divinidades, sino tan solo humanos iluminados gracias a la reflexión propia, a la introspección y la prosecución de la sabiduría en ausencia de cualquier guía sobrenatural.

Las primeras representaciones del príncipe Siddarta, haya existido o no, tras su revelación interior ( Buda significa iluminado o ilustrado), no se fueron hasta el siglo III AC. 

La fecha y la figuración naturalista, inexistente hasta entonces, no son casuales. Son la consecuencia de la conquista alejandrina y de la presencia de escultores y tallistas helenísticos en las huestes de Alejandro, tras alcanzar lo que hoy es Paquistán y Afganistán, una figuración que se extendió por santuarios budistas en China a través de la ruta de la seda.

Esta figuración es fruto del sincretismo: la equiparación de figuras orientales con personajes occidentales. La iluminación del príncipe Siddarta  y su condición de guía espiritual se asoció al guía griego, que respondía a las expectativas humanas, y se asociaba tardíamente al sol, un astro real pero también metafórico: el dios Apolo, que había ordenado el mundo y trazado las primeras vías que los humanos seguirían para no perderse, y que, desde el centro del mundo, que era su santuario de Delfos (Grecia), indicaba a los humanos cuál era su destino y el recto camino que debían emprender, Apolo que se expresaba y respondía  por boca de su sacerdotisa iluminada y conocedora de las revelaciones apolíneas.

Los griegos no concebían que los dioses ni los sabios no pudieran representarse. En ausencia de cualquier figuración sensible, los humanos no habrían podido estar en contacto con ellos. Habrían tenido la sensación de hablar en el vacío, de estar desamparados, solos ante la nada. La figuración reconfortaba. Los dioses, aunque alejados y distantes habitualmente podían mostrarse y dar una imagen de ilusoria cercanía. Ésta es la que los escultores griegos trataron de figurar. El príncipe iluminado, Buda, alentaba y aconsejaba a los humanos con los que se mostraba próximo. No los abandonaba. 

Una muestra de las relaciones culturales y creativas tejidas en la antigüedad que hoy algunos denuncias como atentados a la “identidad” de los “pueblos” y “naciones”. Como si el “otro” no fuera como “yo”.

Como si la iluminación se hubiera apagado. Y la oscuridad o ceguera hubieran regresado.