El arte contemporáneo es un misterio incesante. El del dios tres-en-uno cristiano es una adivinanza de niños en comparación.
El bar de la Bienal. Un lugar donde comer, beber, descansar. Necesita mesas, sillas y una barra. Lo podría haber proyectado y construido un arquitecto. Incluso un decorador. Y se valoraría en función de su imagen , su comodidad y su capacidad por dar cuenta del servicio para el que ha sido creado. Como cualquier máquina u obra de arquitectura.
Pero el bar está señalado en los prospectos en un lugar y con una tipografía distintos a la de los lavabos, y en por ejemplo (otro espacio que debería ser funcional -y funcionar). Se le indica del mismo modo que las obras de arte. Nada señala que no lo sea.
Además, justo antes de la entrada se halla una cartela. Indica, como cualquier otra cartela en el espacio expositivo de la Bienal, un nombre y un apellido (Tobías Rehberger, escogido, como -el resto de- los artistas por el comisario de La bienal Daniel Birnbaum), un título, una fecha, materiales y procedencia: se trata de una cartela convencional. Los interiores y las obras de arquitectura no se acompañan de cartelas. Salvo cuando se trata de interiores de época, reconstruidos en un museo, en los que no se puede entrar. Que solo se pueden contemplar desde el otro lado de la barrera. Una cinta o una tarima indica que no hacen parte del espacio cotidiano. Están del otro lado del espejo.
Espejos no faltan precisamente en el bar de la Bienal. Brilla como el camarín de una corista. Pero faltaría más que no se pudiera entrar. Nada lo impide. Al contrario, está bien abierto y aguarda a ¿los espectadores? o ¿los clientes? ¿Qué somos cuando estamos ante o dentro del bar? ¿bar o Bar? ¿Un bar real, o una obra que imita a un bar, o consiste en un bar?
Una de las obras de la Bienal , de Anawana Haloba, es -o consiste en- un mercadillo. Se puede incluso tocar. Pero no se puede tocar. Se trata de una obra "participativa". Pero sigue siendo una obra. Tiene un título: El Mayor Anuncio G8 de un Puesto de Mercado. Su precio supera con creces el precio que tendría un puesto en un mercadillo.
Toño Foraster contaba que en la pasada Bienal el artista italiano Maurizio Cattelan alquiló el espacio que los organizadores le atribuyeron para que expusiera sus obras a una casa de cosmética de lujo. Ésta podía vender sus productos sin problemas. Y vaya si vendió. La obra era... no era el tenderete, sin duda. Debía ser la idea que Cattelan tuvo. La materialidad siempre ha sido un problema en el arte pos-platónico.
Pero, en el caso del bar de la Bienal, ¿nos hallamos ante un caso" semejante? No parece un bar, sino que lo es. Se puede, de debe usar. Pero, por otra parte, no responde a una ocurrencia de un artista, sino a un encargo: construir un bar. Que funcione. Que sirva. En el que se pueda uno instalar y pueda comer.
Algunos teóricos del arte han sostenido que, puesto que el arte contemporáneo, poblado de latas de conserva, paquetes de detergente, o urinarios, no se distingue para nada del mundo de los objetos de uso, la presencia de una cartela, que nos invita, nos obliga a mirar y a no tocar, y a interpretar, y no a usar, es imprescindible. Es la cartela (la peana y el espacio expositivo) los que convierten un urinario en Fuente, la ocurrencia de Duchamp.
El bar está en un recinto expositivo prestigioso: El recinto de la Bienal de Venecia. La cumbre de los espacios dedicados al arte en el mundo. Se confunde con un entorno no artístico. Parece un bar. Lo es. Una cartela lo acompaña. Anuncia: bar. ¿Título? ¿Indicación? Por el contexto, la tipografía, el lugar debería ser un título. El anuncio es idéntico a una cartela. Lo es. Y los bares se indican. Pero no se titulan. Si es que bar -o Bar- es un título. Si lo es, o lo fuera, estamos ante o dentro de una obra de arte. Debería ser , entonces, interpretada. Y no usada. Algún tipo de impedimento físico debería evitar que nos sentáramos y esparzamos por las mesas bandejas más o menos limpias.
Es cierto que en las "performances", los "happenings", las acciones son reales: se come, se bebe, se vomita, se defeca "realmente". Pero quienes realizan los actos no son los espectadores sino los actuantes, los artistas, los ceremoniantes. Dichas acciones acontecen ante un público. Al que se le puede invitar a participar. Temporalmente. Y siempre bajo la dirección del artista o de quienes han sido facultados por el artista. Los espectadores no entran en el juego cuando quieren. Porque, además, se trata de un juego, aunque éste consista en comer o beber hasta caerse muerto. No se puede perder la conciencia que e está participando en una obra de arte.
Pero, ¿en el caso del bar de la Bienal? ¿Acaso alguien tiene la sensación de ser partícipe de una acción? ¿Algún cartel avisa de lo que ocurre? Los únicos carteles -que no cartelas- presentes anuncian los precios -abusivos- de la comida y la bebida.
¿Qué es, entonces, el bar -o El Bar? ¿Un misterio? ¿Un error? ¿La cartela no debería existir? Pero ha sido escrita y colocada intencionadamente -por una persona autorizada.
Los misterios teologales son, en efecto, una simple broma, ante los retruécanos que el arte contemporáneo plantea. Porque, quizá, no lo queda sino practicar dichos juegos. Guiños que, por otra parte, siempre han sido practicados. El Partenón, ¿no es un guiño perverso a los Persas? Si ¡hasta no era un templo aunque lo parecía -era el tesoro del Acrópolis-, (y acogía una estatua divina -que no era de culto, si bien no se distinguía de una efigie religiosa-)? ¿Cómo habrían tenido que relacionarse los atenienses con dicho edificio? ¿con respeto y devoción, o como cuando va al banco, con prisas y de mal humor? El bar, o Bar, ¿en el mismo grupo que el Partenón?
El bar, por cierto, era incómodo. Pero alegraba la vista. Entonces... (lo que place a los sentidos, ¿es útil?. Y vuelta a empezar)