Recubrimiento de muro exterior con conos vidriados hincados, IV milenio aC, Museo Nacional de Irak, Bagdad
Dù, gar y dim son los tres verbos sumerios más usuales que se traducen por hacer o construir. Nombrar, habitualmente, el trabajo del arquitecto o del constructor, tanto humano cuanto divino. presentan matices: gar se utiliza sobre todo para nombrar el trabajo preparatorio, por ejemplo, colocar los cimientos de un edificio, dù para moldear (además de para construir), y dim para manufacturar (junto con el más genérico de construir o edificar -sidim se suele traducir por arquitecto o constructor-, un significado que dù cubre igualmente).
Sin embargo, dim aporta un matiz interesante: significa también ornar. El embellecimiento (si es que la ornamentación, como, por ejemplo, el recubrimiento de los muros de las fachadas de los templos con diminutos conos de pasta vidriada de distintos tonos tornasolados, tiene como finalidad expresa una mejora de las cualidades estéticas) se obtiene mediante el trabajo, el "arte".
No parece que exista un término sumerio equivalente a nuestro concepto moderno de belleza. El que suele traducirse por bello o hermoso es galam-kad5, que literalmente significa (adaptando su significación a nuestros parámetros): trabajar artísticamente, o artísticamente elaborado. También podríamos decir: "bien" hecho. Lo que la expresión galam-kad5 podía evocar a los sumerios podemos eventualmente intuirlo si sabemos que kad5 significa atar, ligar, trenzar. Un objeto galam-kad5 es una obra "bien" trabada, organizada, compuesta, en la que todos los elementos están en su sitio. El modelo de obra galam-kad5 debía ser, posiblemente, el tejido (en el que trama y urdimbre están fuertemente unidas), y también la arquitectura: las "primeras" construcciones, en la realidad o el imaginario sumerio, eran construcciones hechas de cañas entrelazadas, cuyos paramentos entretejidos se asemejaban a alfombras. Y galam-kad5 califica sobre todo obras arquitectónicas como templos, en particular su planta -bien articulada (un matiz que también existe en el latín ars, ya que procede de un radical indo-europeo que significa primeramente articular, precisamente, trabar correctamente).
De algún modo, galam-kad5 se aplicaba a una obra en la que se percibía un trabajo de puesta en orden, de "confección", en el que se "facía" que elementos independientes se dispusieran aplicadamente conformando superficies que entretuvieran la vista con una multitud de motivos coordinados.
La traducción acadia del verbo sumerio dim incide en la línea apuntada: banû se traduce por crear, construir, erigir. La creación artística, al igual que en sumerio, tiene como referente o modelo la propiamente arquitectónica. Crear es edificar una ciudad. Pero banû tiene más significados. Se puede traducir también por obrar bien, así como por obrar el bien. Esta asociación entre el arte y la moral queda corroborado por un tercer significado de banû. En este caso, ya no se trata de un verbo, sino de un adjetivo: bello, así como bueno. Ética y estética eran campos unidos. Lo seguirán estando durante milenios. Tanto en Grecia como en la posterior Roma, agathos (hermoso, noble) y bonus (bonitas, en latín, adjetivo que hoy en día se refiere al aspecto de un ente, deriva de bonus: bueno, de buena calidad) se aplicaban tanto a la apariencia de una cosa como a la finalidad de una acción.
La belleza, o lo que podemos equiparar a nuestro concepto de belleza (si es que dicha comparación es posible), en Mesopotamia, no era natural, sino que resultado de un trabajo. Se trataba, hoy diríamos, de una belleza artística. El trabajo dignificaba la naturaleza. La naturaleza era buena, pletórica, vital, "abundante"; placía a los sentidos; pero no era propiamente "bella". La belleza era fruto del trabajo. Se trataba de una cualidad compleja, que no se daba "naturalmente".
La concepción occidental de la belleza y del arte es muy distinta en Occidente. Es deudora del juicio que el obrar humano merece en la Biblia, y que el estatuto servil del artista o el artesano en la Grecia clásica y en Roma corrobora (en la Grecia arcáica, descrita por Homero, por el contrario, el artesano y aún más el músico y el poeta estaban socialmente reconocidos, al menos en el mito; algunos de los mismos dioses olímpicos y héroes griegos -Prometeo, Apolo, Atenea, Hefesto, Poseidón; Aracne, Dédalo, Zeto y Anfión, Cadmo, etc.- asumían tareas artesanas sin que su crédito menguara).
En la Biblia, Yavhé y los hombres creaban. Pero la religión hebrea es la única en la que el obrar divino y humano recibe un nombre distinto. El sumerio dim, el acadio banu, el griego technao, se aplicaban tanto para describir el hacer divino cuanto humano. Mientras que Yavhé barah - crea, engendra-, los hombres (o incluso Dios cuando crea obras "menores" como Eva), por el contrario, bana (un verbo emparentado con el acadio banû) -fabrica-. Y el hacer humano es visto con suspicacia. Fruto de dicho trabajo son la Torre de Babel y los palacios y ciudades asirios denostados. La pintura se asemeja al maquillage, al que recurren las prostitutas. La estatuaria produce ídolos que deben ser derribados. Los juicios negativos, las advertencias en contra del hacedor y de su obra se acumulan en la Biblia.
Y, pese a que Jesús era hijo de un carpintero, pasarán en gran parte al mundo cristiano, que también recogerá el descrédito del artesano del mundo clásico y la condema platónica del arte mimético (poesía, tratro, música, pintura, estatuaria).
La belleza existe, cietamente. Pero es "natural". Es "obra de dios". Los seres humanos mancillan, desdibujan o incluso destruyen la creación divina. Los mismos grandes constructores, incluso de catedrales, son sospechosos de haber trabado pactos con el diablo que, como su nombre indica -diabole, en griego, significa romper-, solo sueña con reducir en mil pedazos lo que dios ha confeccionado.
La belleza "artística", "manufacturada" recuperará el estatuto que gozaba en Mesopotamia, en occidente, en el siglo XVIII -tras un par de siglos durante los cuales competirá con la belleza natural-. Sin embargo, el siglo de las Luces es cuando el arte pierde su capacidad para revelar los misterios del hombre y del mundo, convirtiendose en un trabajo decorativo, prescindible, cuya función cognoscitiva es asumida por la ciencia.
La supuesta ascención de la belleza artística, entonces, no es tal. Bellas son las obras de arte, ciertamente, pero éstas no sirven para nada. Por tanto, podríamos vivir sin arte, sin belleza (el mismo Kanbt sospechaba de la banalidad de la belleza artística, cuyo máximo exponente era la belleza de los jardines. El arte era la orticultura, una tarea de ociosos.
La sospecha sobre la inutilidad, o la malignidad de la belleza, de raiz judeo-griega, seguiría entonces vigente, algo que los artistas contemporáneos se esfuerzan en recordarnos cada día.
La suerte de Occidente hubiera sido muy distinta si la visión mesopotámica del obrar humano hubiera seguido. Un lamento inútil, sin duda. Sobre todo ahora que, entre todos, hemos borrado toda huella de "nuestro" pasado mesopotámico.