Uno de los epítetos de Enki, el dios de la arquitectura en Mesopotamia, era Mummu.
Mummu significa molde, y aludía a la capacidad creativa de Enki.
Pero no solo creativa. La palabra sumeria
mummu estaba relacionada con la acadio
ummu. La traducción es casi redundante:
ummu es madre.
Ummatum, en acadio, significa hijo.
Los moldes eran muy importantes el Mesopotamia: el pan de cada día se fabricaba en un molde. La mayoría de las "obras de arte" no eran originales. Innumerables estatuillas, fetiches, amuletos de barro se fabricaban en grandes cantidades gracias a moldes. Incluso textos que se repetían, como incantaciones, plegarias y maldiciones los que se inscribían en ladrillos fundacionales, eran impresos mediante estampillas.
Pero, por otra parte, la marcada diferencia que establecemos entre un original y su réplica no existía. La teoría de la imagen avalaba la identidad.
Las obras moldeadas eran extraidas de un cuenco. Éste era similar a una vagina (Nammu es el nombre de la diosa-madre, madre de Enki, y significa, precisamente, vagina). Se pensaba, entonces, que las figurillas hechas con molde no habían sido simplemente creadas, sino engendradas.
El parecido que mantenían con el molde original era similar al que un hijo mantiene con sus progenitores. Al mismo tiempo, esta consideración revela que la relación paterno- o materno-filial se erigía como el modelo de cualquier relación artística, entre una imagen y un modelo, o una pieza producida en serie y un prototipo o un molde.
La obra de arte, o la imagen, no solo mantenía un fuerte parecido con lo que reproducía, sino que, directamente, derivaba del modelo cuyos rasgos retrataba. Había sido producida por la actividad generadora de la realidad, como si ésta hubiera emitido dobles o duplicados suyos.
Por este motivo, una imagen no era algo insustancial, sin relación alguna con lo que representaba, sino que estaba íntimamente conectada a la realidad, una relación similar a la que un niño pequeño mantiene con su madre, que lo ha engendrado, lo cuida y lo alimenta.
Eso explica el valor fetichista, mágico, que los antiguos concedían de las imágenes (estatuas, pinturas, etc.). Estaban íntimamente conectadas con lo que figuraban, en particular, con los poderes invisibles, con los que el hombre sólo se podía contactar a través de sus imágenes.
No todas las copias estaban hechas con un molde, pero este hecho no desvalorizaba, platónicamente, la exactitud o bondad de la copia. Éste no sufría en comparación con el original. Las imágenes destacables parecían hechas con un molde: el acadio
tamsilu, que significaba imagen o parecido (el parecido era consustancial a la imagen), estaba relacionado con
tamsiltu, molde.
Del mismo modo, los templos eran una "réplica" del templo originario de Enki (las aguas primordiales concebidas como un espacio matricial). El término utilizado,
gaba-ri (de
gaba, frente a, cara a, y
ri, emplazado) significaba, literalmente, copia conformada de un documento; también rival. Sabemos que los rivales dignos de ese nombre son unos iguales. Al mismo tiempo, la imagen de unos entes que se miran y son el reflejo el uno del otro, que la noción mesopotámica de imagen o copia implica, permanece incluso cuando la copia está hecha "a mano".
La relación entre la imagen y el modelo, basada en la relación familiar (la imagen "hija" del modelo cuyos rasgos se miran en los de aquélla), se mantuvo en Grecia y especialmente en el Cristianismo primitivo, para el que el dios, Jesucristo, era el hijo del dios-padre y estaba hecho a su imagen.
Typos, en griego, significaba hijo, pero también imagen, en especial imagen parecida al modelo, como la imagen que un molde o un prototipo produce. El typos y el prototipo eran idénticos. Por ese motivo, el Padre y el Hijo, todo y siendo personas distintas, eran una misma entidad. Y esta relación se mantenía (prácticamente) entre el Hijo y su imagen icónica, entre Él y su retrato pintado que debía ser, pues, venerado.