miércoles, 2 de septiembre de 2009

Danto y el arte contemporáneo (parte 2 y fin)


Andy Warhol: dos versiones de Brillo Box


Anuncio actual de una caja de productos de limpieza Brillo

La existencia de obras de arte indistinguibles de otras que no lo son no es nueva. Danto ya lo menciona. Destaca el ejemplo de una estatua manierista de un esclavo. No se sabe (nada permite saberlo) si la cadena que lo retiene es una fiel imitación en bronce de una cadena, o si es una cadena verdadera introducida en la obra. Pero este ejemplo antiguo no es excepcional.
Los ajuares funerarios antiguos comprenden objetos aparentemente de uso: armas, útiles, etc. Nada, salvo el material empleado los distingue. Pero, incluso el material es indistinguible en ocasiones: la cerámica pintada imita a la perfección el bronce; la madera pintada al marfil. Sin embargo, la función de las obras es muy distinta en uno y otro caso. La razón del útil es su manejo; está hecho para ser usado físicamente; la del objeto votivo es de orden simbólico: está al servicio de los espíritus. Su función, por tanto, de orden mágico o religioso, es similar al de las obras de arte (que, a diferencia de las piezas industriales no pueden ser manipuladas: solo contempladas para el disfrute del ánimo).

Estas observaciones, ¿invalidan la tesis de Danto? El arte contemporáneo puede ser ciertamente cualquier cosa. Una visita a un museo o una galería de arte contemporáneos lo confirma. Por otra parte, como ya había pronosticado Hegel, a quien Danto sigue de muy cerca, el arte ya no cumple un papel central en la vida humana. Otras ciencias se encargan de explicar mejor el mundo, de aproximarnos a él. Sin embargo, Hegel fechaba el fin del arte (como mediador con el mundo) en su época, a principios del siglo XIX –o antes-. Danto, por el contrario, lo fecha en 1964, a partir de unos datos cuestionables.
El arte es cada vez más irrelevante (aunque nunca hubo tantos artistas y tantas obras como ahora), pero ¿le ha llegado ya su hora? ¿Ha dejado de tener sentido?






(fin)

Danto y el arte contemporéneo (parte 1)

Arthur Coleman Danto es uno de los teóricos del arte contemporáneo (principalmente norteamericano) más influyentes y reconocidos, especialmente hace unos pocos años. Su "trilogía" La transfiguración del lugar común (1983), Después del fin del arte (1997) y El abuso de la belleza (2004), junto con otros títulos, ha tratado de entender y justificar la producción contemporánea, mostrando tanto lo que la une como lo que la distingue del arte del pasado (occidental, mayoritariamente).

Danto ha trabajado dos temas: qué criterios permiten saber cuando un objeto es una obra de arte pese a que visualmente no se distinga de uno que no lo es (por ejemplo, la escultura Fuente, de Duchamp, consistente en un urinario industrial, que nada permite diferenciarla de un urinario en uso), y cómo estos objetos han acarreado el final de la historia del arte.

Según Danto, a partir del Renacimiento se genera un discurso que dictamina qué obras son relevantes y cuáles son prescindibles, cuáles tienen cabida en la historia y cuáles no. Este discurso, sostiene Danto, cesa en 1964. Esta historia lineal del arte verdadero presenta dos partes: una primera, cuyos fundamentos establece el manierista Vasari, empieza en el siglo XII, con Cimabue, y acaba a principios del siglo XX. El arte tiene que ser una imitación, lo más fiel posible, de la naturaleza. A partir de las primeras tentativas hieráticas medievales, el arte pictórico se convierte en un reflejo cada vez más fiel del mundo. Las obras que no siguen este proceso, que no mejoran conquistas anteriores, que no producen una ilusión de realidad cada vez más convincente, son dejadas de lado.

Danto sostiene, a partir de las observaciones de los propios artistas decimonónicos, que la aparición de la fotografía, a mediados del siglo XIX, deja al arte sin razón de ser. Empieza entonces una nueva historia. La pintura deja de mirar al mundo exterior para mirarse a sí misma. Ya no se preocupa del tema (la naturaleza de la que tiene que ofrecer una imagen convincente o ilusoria), sino de los medios empleados, de sí misma. La línea, el plano y el color pasan a ser los temas del arte. El cuadro cesa de ser una ventana y se convierte en una superficie. La composición se vuelve ensimismada, abstracta. Esta lectura del arte del siglo XX relevante (y que excluye, por tanto, el naturalismo y el surrealismo), fijada por Greenberg –y asumida, por ejemplo, por Eugenio Trías a principios de los 80-, deja también de ser verdad en 1964, según Danto, con la exposición de una escultura de Warhol, titulada Brillo Box, consistente en una caja de producto de limpieza comercial.

A partir de entonces, afirma Danto, todo es posible. Cualquier cosa puede ser arte, y ya no existen criterios que separan lo que es arte de lo que no lo es. Arte es lo que decide el artista. Saber, no obstante, cuando nos enfrentamos a un objeto industrial y cuando a una obra de arte indistinguible del anterior es fundamental ya que las obras son portadoras de sentido y deben ser, no usadas, sino interpretadas. La historia del arte, por tanto, cesa, como ya había pronosticado Hegel, aunque el fin no aconteció a principios del siglo XIX, sino en la mítica fecha de 1964.

Ameno, instructivo, irónico, claro y muy bien documentado (aunque un tanto reiterativo, ya que Danto ha escrito mucho sobre los problemas que el arte contemporáneo causa, abordándolos siempre desde un mismo ángulo y recurriendo a los mismos argumentos y ejemplos), la concepción de Danto se apoya sobre unos datos que no son siempre ciertos o que son, al menos discutibles.

Vasari no fue el primer historiador del arte, ni fue el primero que determinó que el arte que debía ser tenido en cuenta tenía que ser imitativo y que, además, la imitación fidedigna tuvo una historia. En efecto, Vasari se inspiró en varios modelos. El historiador romano Plinio fue quizá el primero (pero sin duda existieron autores helenísticos anteriores cuya obra se ha perdido). Mostró que la estatuaria y la pintura imitativas griegas tuvieron una historia en pos de un creciente naturalismo, desde los toscos fetiches del mítico Dédalo hasta las mórbidas estatuas realistas, casi humanas, de Praxíteles. En el siglo XVI, se escribieron varios tratados de poética, sin duda conocidos por Vasari, en los que la mímesis aristotélica constituía la finalidad de la poesía, que también evolucionaba hasta lograr una transcripción fiel de los acontecimientos narrados.
Al mismo tiempo, existían vidas de personajes ilustres (cuyo modelo se remontaba a Plutarco) y vidas de santos (como la medieval La leyenda dorada). Por tanto, la historia de Vasari se insertaba y se apoyaba en una sólida tradición.
Las Vidas de Vasari, por otra parte, narraban la evolución el arte de algunos centros italianos. Otros, al igual que del norte e Europa no fueron considerados (por desconocimiento, desidia o porque el arte de dichos centros no respondía al modelo de Vasari). ¿Fue éste el teórico o el crítico de arte más importante del Renacimiento? Otras historias, de autores norteños, o dedicados a otros géneros artísticos (poesía, arquitectura) fueron acaso tan destacables o influyentes como las de Vasari.
Considerar que Vasari fue el primero que narró la finalidad del arte es una opción (defendible, discutible, parcial) de Danto, pero no un hecho objetivamente cierto.

¿Acaso Brillo Box, de Warhol, señaló el final del arte, es decir de un relato que contaba lo que el arte tenía qué hacer, qué determinaba qué arte debía ser tenido en cuenta? El propio Danto destacó que la tan exageradamente comentada Fuente de Marcel Duchamp consistía en un objeto industrial trasladado al mundo del arte. Entre un urinario y Fuente no existía ninguna diferencia perceptible (entre otras cosas, porque Fuente se componía de un urinario). Pero el que Fuente sea una obra de arte implica que deba ser interpretado y no usado. Danto no aclara, sin embargo, cuál es su significado.

Si el final del arte, si el que una obra de arte pudiera ser cualquier cosa sin que aquélla tuviera ningún objetivo (más que dar forma a la idea del artista), ni pudiera ser mejorable (arte es lo que decide y presenta el artista, y él es el único que justifica la obra), hubiera acontecido en 1917, con Duchamp, y no en 1964, con Warhol, la explicación de Danto se derrumbaría, ya que el arte abstracto habría dejado de tener sentido.

Por eso, Danto explica de Duchamp y Warhol tenían distintos objetivos: Duchamp, ironizar sobre el arte mimético y sobre el buen gusto del espectador (obligándole a contemplar un urinario como obra de arte); Warhol, exaltar lo popular y lo comercial. Sin embargo, no todo el arte de Warhol se limita a imágenes de botellas de Coca-Cola, de latas de sopa Campbell, ni de cajas de productos Brillo. También incluye retratos, bodegones o vanitas (cráneos) y pintura “de historia” (la crónica de acontecimientos históricos, a través, so sí, de medios de información populares). Finalmente, Duchamp y Warhol se conocían y se admiraban: ¿pensaban qué perseguían objetivos distintos? El fin del arte, entonces, ¿aconteció de verdad en 1964? Duchamp, como siempre, es un grano en el zapato.

Como el mismo Danto sorprendentemente explica, Brillo Box no es una caja comprada en un supermercado y expuesta en una galería. Es una escultura, de madera laminada y encolada, pintada y serigrafiada, que reproduce una caja de productos de limpieza Brillo. Es, en verdad, un perfecto ejemplo de arte mimético. Pero este hecho no parece ser relevante para Danto, para quien Brillo Box es visualmente indistinguible de una caja Brillo: en verdad, quizá para quien contempla el arte a través de reproducciones fotográficas, la confusión pueda plantearse, pero “en directo” nadie puede llevarse a equívoco. Brillo Box puede parecer una obra insustancial (y, posiblemente, incluso Danto dude de la “sustancia de esta obra) -y su sentido, que ciertamente lo tiene, carente de interés o relevancia-, pero sí parece una obra de arte y no una caja como las que se hallan en venta en un estante de un supermercardo.
Exalta lo banal. Pero, algunos bodegones del siglo XVIII, y del puritanismo norteamericano del siglo XIX (que Warhol conocía), también exaltaban los objetos más cotidianos: útiles, armas, gacetillas, etc. Es cierto que no eran productos “industriales”, sino artesanales, y es posible que estos bodegones tuvieran una lectura simbólica, alegórica o ejemplificante, pero estas lecturas tampoco son descartables en el caso de Warhol. Warhol, entonces ¿abre una nueva era, o se inserta en una tradición conocida a la que aporte una nueva visión? ¿El arte acaba en 1964?

(seguirá)

viernes, 28 de agosto de 2009

Molinos de viento

El texto, o uno parecido, podría ser auténtico.

De un alcalde y de un ecologista del Ampurdán, pongamos que del alcalde de Torrecollons, y del responsable de Som i Serem Verds:

"De entrada, no a los pantanos, las centrales nucleares y las torres de alta tensión. Sí a las energías renovables. Siempre.

Pero, ¿qué es este nuevo plan de energía eólica para el Ampurdán? ¡Quieren plantar un tupido bosque de un par molinos bajos, separados quinientos metros, en cada pueblo! ¿Y los pajaritos, los grillos, las luciérnagas, las vistas y los turistas? ¿Querrían ésos estar en pueblos afeados, asesiados por molinos de viento? ¿Qué busca el turista? ¡Lo que no tiene en casa! ¡Cómo si no supieran lo que son las plantas eólicas los daneses o los holandeses, por ejemplo! Lo que les falta, por el contrario, y lo que les podemos ofrecen con garantías, son las granjas de cerdos, los campos regados de purines, las alegres construcciones del tres por ciento, los hoteles levantados en la arena, los bares musicales abiertos hasta el amanecer, los botellones, las paellas de oro, las playas y los vertederos que se reflejan, las casas pareadas que avanzan, como orugas, hasta las cumbres cercanas, los alcaldes ex-franquistas que hoy se unen y convergen y convergen.

Los turistas -y la mano de obra barata- no se lavan, no gastan energía. Para nosotros, los autóctonos, nos sobra. Que cada población consuma lo que produce. Si la energía eléctrica llega a faltar, la tomaremos de los vecinos en cuyos patios instalaremos los molinos.

En todo caso, éstos se deben colocar entre los carriles de la autopista, o en los polígonos industriales; ya se sabe que las vías rápidas y las fábricas se ubican siempre en los lugares más azotados por el viento.

Apoyemos, pues, a las energías renovables."

Recojamos firmas. ¿Firmas tú?

miércoles, 26 de agosto de 2009

Schopenhauer y la arquitectura

"Pocas veces vemos lo útil unido a lo bello (...) Los edificios más hermosos no son los más útiles; un templo no es una casa" (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, 43).

Una cita insólitamente clara y breve de Schopenhauer.

Schopenhauer distingue entre un templo y un hogar; es decir entre una obra de arquitectura (de arte, bella) y una obra carente de cualidades, una "simple" construcción. Un templo es hermoso (por el material empleado, las proporciones, la técnica aplicada y el destino) y, por tanto, no es útil. Es la casa de un dios: no es una casa "verdadera" (una casa humana). Los templos carecen de cuantas estancias son necesarias para la vida diaria (las alacenas y las cocinas para la preparación de las ofrendas alimenticias, y las zonas de agua para las las abluciones diarias de la estatua divina, siempre son áreas anexas, secundarias, fuera incluso del recinto templario, pero no hacen propiamente parte de la o las estancias de la o las divinidades). El tempo posee habitualmente un único espacio, con la posible inclusión de un "sancta santorum" en la que se ubica la estatua divina. La estatua (o el cuerpo visible de la divinidad) no se desplaza (salvo cuando es sacada en procesión), no se acuesta, y sus necesidades básicas son, en verdad, mínimas o inexistentes. El templo es, desde un punto de vista humano, una imagen o un amago de hogar, al igual que una tumba (como las egipcias o las etruscas). Y, en este caso, sorprendentemente, la imagen es superior al modelo: el templo, imagen de un hogar -y no una casa verdadera-, es superior a la casa de la que es, en verdad, una copia.


Las casas de los hombres, por el contrario, sí son habitadas. Las estancias deben atender a diversas funciones. Su razón de ser, su justificación, no son de orden "artístico" o estético, sino funcional. Deben satisfacer necesidades básicas, vitales, y no la vista, los sentidos. No tienen que placer o gustar.
Por tanto, la belleza no es una cualidad que la casa persiga. Una casa, en tanto que se preocupa por usuarios de carne y hueso, no puede aspirar al ideal. Está al servicio de -es decir, se subordina a - lo material, lo contingente: los deseos y necesidades cotidianos, ligados a la vida de los mortales.

Para Schopenhaeuer, los arquitectos, en tanto que artistas en pos de la belleza, no podían hacer casas sino templos. Posiblemente Adolf Loos, medio siglo más tarde, para quien los hogares no hacían parte de la arquitectura sino que ésta solo se refería a los monumentos (inútiles, ensimismados, al servicio de nadie, de un sueño, quizá; templos, pues), había leído a Schopenhauer. Pero, a diferencia de éste, Loos sostenía que los arquitectos no debían hacer arquitectura (es decir, monumentos o templos) sino casas, formas creadas no para ser vistas distanciadamente sino para ser usadas, debías ponerse al servicio de los hombres y no de los dioses. Sin duda éste fue el fin de la arquitectura (como de todo el arte).

martes, 25 de agosto de 2009

El origen (soñado) de la ciudad (mesopotámica)

Los estudiosos siguen inquiriendo sobre las razones que llevaron a que la ciudad apareciera en el IV milenio aC en un territorio tan inestable como el delta del Tigris y el Eúfrates.

Se ha intentado mostrar que la estructura urbana también se dió, casi simultáneamente, en el valle del Indo, en Irán, en Centroasia, pero los resultados no son concluyentes. Además, la cultura sumeria es la primera en la que la ciudad constituye el centro de la vida tanto en el mito como en la realidad.

Dado que la irrigación, mediante la construcción y el mantenimiento de canales, la escritura, la realeza, y el ejército estable, son realidades o instituciones, creadas simultáneamente con la vida urbana, que también se dieron por primera vez en Sumer, se ha intentado demostrar que están relacionados. La agricultura, en un territorio desértico (fuera de los estrechos márgenes fértiles de los ríos), carente de lluvias, necesitaba irrigación; el trazado de canales era imprescindible, por lo que se requería un gobierno fuerte, capaz de planificar un territorio extenso, llevar a cabo las obras y defenderlas de los atacantes que descendían de las altiplanicies asiáticas. Al mismo tiempo, el reparto justo del agua y de las cosechas necesitaba de un sistema de cálculo y de anotación.

Sin embargo, todas estas teorías, convincentes, han sido desmontadas. No se logra hallar una única causa a la aparición de estructuras sociales y espaciales, aún vigentes en las sociedades humanas.

Los primeros mitos de los que se tiene constancia son, lógicamente (dada la existencia primeriza de la escritura), sumerios (y, un poco más tarde, egipcios -la cultura egipcia, por cierto, salvo en períodos tardíos, quizá por influencia de las colonias griegas en el delta del Nilo, no poseyó ciudades). Los mitos cuentan la vida de los dioses (los primeros panteones de la historia conocidos son también sumerios).

Se ha pensado a menudo que los panteones, encabezados por dioses superiores, bajo el mando de los cuales se disponían divinidades menores o a quienes se encomendaban tareas muy específicas, reflejaban la organización social humana bajo el mando de un rey, de una casta sacerdotal, y de un ejército. De algún modo, el mundo de los dioses sería una imagen ideal (distorsionada) de la vida de los hombres, forjada para legitimar las estructuras sociales.

Los mitos sumerios cuentan la vida de los dioses encabezados por An. Éstos moraban en palacios y ciudades. Estas estructuras tienen un gran protagonismo en los mitos. Todo acontece en ciudades (reales), en un tiempo anterior al de los hombres. Son construcciones magníficas, complejas, imposibles de hallar en la tierra. Palacios aéreos o submarinos, construidos con materiales preciosos (metales, marfil, maderas nobles) y ornados con gemas deslumbrantes; torres altas como montañas; intrincados interiores, perfectamente articulados, mágicamente iluminados; plantas laberínticas como tejidos minuciosamente urdidos; jardines lujuriantes; el hábitat de las divinidades no tenía nada que ver con el de los humanos. Su perfección y su complejidad eran imposibles de alcanzar en la tierra. Los palacios de An, Enlil, Enki recuerdan las construcciones futuristas de las novelas de Julio Verne.

Las ciudades del futuro, que los novelistas de los siglos XIX y XX han descrito reiteradamente, están basadas en las ciudades reales. Pero también poseen elementos imposibles de construir en el presente: una pléyade de vehículos que surcan el cielo, autopistas sobre varios niveles, dispuestas en alturas vertiginosas, edificios prodigiosamente altos, etc... Años o siglos más tarde, estas ensoñaciones (o estas pesadillas) acaban haciéndose realidad. Los rascacielos de mil metros de altura, que hoy se pretenden construir en Dubaï, Shanghai o Chicago, habrían satisfecho a los más enloquecidos autores de ciencia-ficción del siglo pasado.

¿Qué fue, entonces, lo primero? La ciudad "terrestre", a partir de la cual se concibió la ciudad de los dioses, o fueron las moradas divinas, descritas por los poetas (quizá como un medio para invocar la buena suerte, para soñar en una sociedad organizada, pese a las dificultades del entorno, para huir de una realidad hosca y descontrolada), las que, posteriormente, fueron "imitadas", con los medios disponibles, en la tierra?

Varios mitos y crónicas coincidentes sumerias contaban que la ciudad (cinco ciudades, en verdad, entre ellas la ciudad santa de Eridu, de la que Enki era el dios protector) y la realeza habían descendido (en tiempos antediluvianos) del cielo. Los mitos suelen decir, de manera más o menos imaginativa, la verdad.

Entonces, la razón que llevó a la aparición de la ciudad y de todas las estructuras necesarias para el control del entorno, ¿no podrían haber sido los mitos, las epopeyas y las leyendas, forjadas durante milenios o siglos, oralmente -la necesidad de cuya permanencia habiendo requerido la invención de algún sistema de transmisión y fijación como es la escritura-, a causa quizá de un entorno hostil (que activaría la imaginación creadora de ficciones, de mundos luminosos y perfectos, para poder ser soportado)?
Es posible que un día el hombre se haya sentido capaz y seguro de construir en la tierra lo que los vates soñaban o imaginaban. La ciudad habría sido un sueño hecho realidad.
En los inicios fue la imaginación.

lunes, 24 de agosto de 2009

El puerto de Hvar (Croacia)


Dibujo a pluma de Pedro Lorenzo

La vida es bella


Regreso temporal de vacaciones: recorrido en goleta por algunas islas croatas vecinas a Split.

Escursión de un día, en un minibus, a Mostar, en Bosnia-Herzegovina.


Mostar fue severamente destruida durante las guerras yugoslavas. Junto con Sarajevo y Sebreniza se convirtió en un símbolo de los horrores de la contienda, en 1996, debido a la voluntaria voladura de su puente central, una obra maestra de ingeniería construida por un discípulo del "arquitecto" (un ingeniero militar, en verdad) otomano Sinan, en el siglo XVI.

En Mostar se dieron cita todas los rostros de la violencia. Musulmanes ybosnios católicos croatas se aliaron para matar o expulsar a ortodoxos serbios. Una vez concluida la limpieza étnica (o religiosa), los aliados iniciales -como "Los hombres luchando con palos", los pies hundidos en el lodo, de Goya- se masacraron. Los musulmanes bosnios perdieron. El puente, obra de un arquitecto musulman, saltó por los aires. Soldados españoles, enviados por la OTAN durante la guerra civil, tuvieron que defender la ruta que, de Sarajevo a la costa, pasaba por Mostar. Alguno ha muerto de cáncer. El gobierno español (al igual que cualquier gobierno, supongo) no puede reconocer públicamente que se emplearon bombas con uranio empobrecido.


Trece años más tarde, las huellas de la guerra son aún muy visibles. Viviendas unifamiliares abandonadas: quemadas, sin techumbre, con los muros exteriores carcomidos, como por una virulenta viruela, por la metralla; bloques de pisos, aún ocupados, con boquetes apresuradamente tapiados y muros que se abren peligrosamente apenas sostenidos por sarmientos metálicos retorcidos que asoman avariciosamente por los bloques de hormigón. Toda la ciudad está descolorida, lívida. Algún joven, con el rostro sucio y la expresión ida, pide limosna a quienes descienden de los autocares.


¿Toda? El puente, y el zoco que zigzaguea entre casones de piedra a lado y lado del puente, han sido reconstruidos por la Unión Europea. Algunas piedras fueron rescatadas del río, numeradas y remontadas. El pavimento presenta la gastada superficie de antaño. Gruesas grapas de bronce aún sostienen los bloques de la baranda maciza. Pero las piedras que componen el arco son nuevas, aserradas mecánicamente.

El puente, en verdad, es una ilusión, un decorado. O un símbolo. Hacía ya tiempo que no servía. El tráfico circulaba por un puente más reciente.

Igualmente, el zoco es una escenografía. Las tiendas están atestadas de recuerdos "orientales": bisutería; chillones disfraces, cargados de lentejuelas de hojalata, para la danza del vientre; teteras y bandejas repujadas; pipas de agua; ásperas alfombras granates; y de (supuestos) recuerdos de la o las guerras: cascos militares dañados, largos casquillos de bala, labrados para la ocasión, convertidos en bolígrafos o esbeltos floreros; alguna gastada cartera de cuero (con la cruz gamada estampillada). El bazar parece en ebullición. Los turistas desfilamos. Un sueño orientalizante. Suena el repiqueteo de un herrero martilleando un objeto de cobre. Pero ningún habitante de la ciudad, musulmán o cristiano, lo recorre ni compra allí. Las casas que lo bordean están casi todas vacías; es imposible vivir en ellas; las paredes, apresuradamente remozadas, pero los huecos carecen de marcos ni de cristales, y falta aún algún tejado (pero ya no hacen falta). Las mezquitas, restauradas y pintadas, convertidas en museos. Desde los patios ajardinados se disfruta de excelentes vistas fotográficas al puente. Lo que parece contar es la imagen de un modo de vida que ya no tiene razón de ser (algún vendedor porta un fez que le viene pequeño), compuesto para los visitantes, como si nada hubiera ocurrido. Por un momento, la ilusión se impone. Las árboles frondosos, en los márgenes del río, impiden ver qué es Mostar. Por suerte, posiblemente.