Los griegos de la Antigüedad, como sin duda todos los pueblos arcáicos, consideraban que eran unas marionetas cuyos hilos manejaban los dioses, especialmente, las diosas del Destino que tejían y deshacían la vida de cada ser vivo (hasta los mismos Olímpicos temían a las Moiras).
Los hombres no eran responsables de sus acciones. Siempre existía una divinidad que quería el bien o el mal de un humano. La misma "primera" guerra, que forjó el destino de la humanidad, fue causada por el cielo. Si el troyano Paris raptó a la griega Helena y se la llevó a Oriente (sin que ésta opusiera resistencia, pese a estar casada con Menelao), desencadenando la casi eterna guerra de Troya, no fue por un capricho o un deseo suyo, ni por la inmoralidad de Helena, sino a causa de Afrodita. El conflicto había empezado mucho antes, en el cielo, y fueron los mortales las víctimas de las disensiones en lo alto: un oráculo había advertido a Zeus que un hijo suyo lo suplantaría en el Olimpo. Ante el deseo que sentía por la diosa Tetis, decidió rebajarla entregándola a un humano, anciano y débil, Peleo. El día de la boda, los dioses no invitaron -lógicamente- a Eris, la diosa de la discordia. Despechada, dejó caer una manzana de oro en la mesa del banquete, anunciado que iba destinada a la diosa más hermosa. Hera, Atenea y Afrodita se tiraron de los pelos. Eran diosas. Y, por tanto, igualmente hermosas. Nada podía distinguirlas. Acudieron entonces a un pastor, Paris, para que decididiera quien merecía el preciado fruto. Cada diosa le prometió regalos deslumbrantes: el poder político (con el que Hera tentó a Paris); la sabiduría o el poder técnico (que Atenea se ofrecía a entregarle si ganaba); o la belleza, con la que Afrodita deslumbró a Paris. Tras su victoria, le entregó la mujer más hermosa de la tierra: Helena. Hasta Helena fue una víctima (y no una mujer fatal) de los dioses.
Las peores desgracias, las decisiones más equivocadas, los planes más arteros, las acciones más sanguinarias: de ninguno de esos males los mortales eran responsables. Eran los dioses, por el contrario, quienes insertaban severas disensiones entre los humanos.
Por eso mismo, maravillan algunas pocas situaciones en las que los hombres se responsabilizan, aunque sea parcialmente, de sus actos (casi siempre desgraciados), sin culpar al cielo. El mal que han causado solo es imputable a ellos. Nadie les ha forzado o cegado.
Así, Elpénor, el más joven grumete de la nave de Ulises, muere al despeñarse de un tejado. Era de noche y, por fin, la maga Circe autorizaba a Ulises y a sus compañeros a abandonar su palacio, sin retenerlos más. Todos bajan a la playa. Elpénor, borracho, se despierta demasiado tarde en la parte alta de la msansión de Circe y decide correr de terraza en terraza hasta la nave. Resbala sin que nadie se de cuenta. La nave parte sin saber que Elpenor no ha subido.
Cuando, meses más tarde, Ulises desciende a los infiernos (para encontrarse con el espectro del adivino Tiresias a fin que le comunique si llegará un día a Itaca), se halla con la sombra de Elpénor. Éste le narra lo que le había ocurrido la noche aciaga. Culpa al "Destino funesto de la divinidad", ciertamente, pero sobre todo a la bebida (que tomó libremente): ambos le enloquecieron, impidiéndole calibrar lo que tenía que hacer. Y la borrachera no fue una imposición sobrenatural, sino una acción, enteramente humana, equivocada..
Fue entonces cuando Elpénor se dió cuenta de su condición humana, como también la descubrieron otros compañeros de Ulises quienes, movidos por la codicia, sin que ningún dios interviniera, abrieron, pese a las advertencias recibidas, la bolsa de los vientos (que los retenía, impidiéndoles que desataran vendavales que hubieran solivantado el mar, haciendo inútil la navegación): en este caso, no era la cólera de Poseidón para con Ulises la que hundió la nave, sino un sentimiento enteramente humano: el deseo casi infantil de conocer.
Ya el héroe mesopotámico Gilgamesh, hasta entonces víctima de los caprichos de los dioses, había cometido una falta que cambió la vida de los hombres. Desesperado por la muerte de su escudero Enkidú, partió hasta los confines del mundo en busca de la planta de la inmortalidad, que crecía en lo hondo del océano. Cuando logró descubrirla, arrancarla y subirla hasta la tierra, agotado tras la inmersión, dejó la planta en la orilla y se estiró. No se dió cuenta que una serpiente se acercaba y engullía el remedio. Cuando despertó, vió lo que había hecho. Descubrió entonces que no lograría la inmortalidad, al igual que todos los humanos. La vida eterna estaba vetada a los mortales. Y decidió, sereno, retornar a su ciudad, Uruk, asumiendo que la vida es fugaz, sin que este descubrimiento fuera un impedimento para dejar una huella benéfica en la tierra: en este caso, unas espléndidas murallas que edificó tras las cuales la vida podía cobijarse segura.
Son pocos los casos en los que los hombres de la antigüedad se dieron cuenta que el destino estaba en sus manos. Pero solo entonces descubrieron su verdadera condición: eran libres. No dependían de nada. Nadie les mandaba. Sus acciones solo les incumbían.
Los hombres no eran responsables de sus acciones. Siempre existía una divinidad que quería el bien o el mal de un humano. La misma "primera" guerra, que forjó el destino de la humanidad, fue causada por el cielo. Si el troyano Paris raptó a la griega Helena y se la llevó a Oriente (sin que ésta opusiera resistencia, pese a estar casada con Menelao), desencadenando la casi eterna guerra de Troya, no fue por un capricho o un deseo suyo, ni por la inmoralidad de Helena, sino a causa de Afrodita. El conflicto había empezado mucho antes, en el cielo, y fueron los mortales las víctimas de las disensiones en lo alto: un oráculo había advertido a Zeus que un hijo suyo lo suplantaría en el Olimpo. Ante el deseo que sentía por la diosa Tetis, decidió rebajarla entregándola a un humano, anciano y débil, Peleo. El día de la boda, los dioses no invitaron -lógicamente- a Eris, la diosa de la discordia. Despechada, dejó caer una manzana de oro en la mesa del banquete, anunciado que iba destinada a la diosa más hermosa. Hera, Atenea y Afrodita se tiraron de los pelos. Eran diosas. Y, por tanto, igualmente hermosas. Nada podía distinguirlas. Acudieron entonces a un pastor, Paris, para que decididiera quien merecía el preciado fruto. Cada diosa le prometió regalos deslumbrantes: el poder político (con el que Hera tentó a Paris); la sabiduría o el poder técnico (que Atenea se ofrecía a entregarle si ganaba); o la belleza, con la que Afrodita deslumbró a Paris. Tras su victoria, le entregó la mujer más hermosa de la tierra: Helena. Hasta Helena fue una víctima (y no una mujer fatal) de los dioses.
Las peores desgracias, las decisiones más equivocadas, los planes más arteros, las acciones más sanguinarias: de ninguno de esos males los mortales eran responsables. Eran los dioses, por el contrario, quienes insertaban severas disensiones entre los humanos.
Por eso mismo, maravillan algunas pocas situaciones en las que los hombres se responsabilizan, aunque sea parcialmente, de sus actos (casi siempre desgraciados), sin culpar al cielo. El mal que han causado solo es imputable a ellos. Nadie les ha forzado o cegado.
Así, Elpénor, el más joven grumete de la nave de Ulises, muere al despeñarse de un tejado. Era de noche y, por fin, la maga Circe autorizaba a Ulises y a sus compañeros a abandonar su palacio, sin retenerlos más. Todos bajan a la playa. Elpénor, borracho, se despierta demasiado tarde en la parte alta de la msansión de Circe y decide correr de terraza en terraza hasta la nave. Resbala sin que nadie se de cuenta. La nave parte sin saber que Elpenor no ha subido.
Cuando, meses más tarde, Ulises desciende a los infiernos (para encontrarse con el espectro del adivino Tiresias a fin que le comunique si llegará un día a Itaca), se halla con la sombra de Elpénor. Éste le narra lo que le había ocurrido la noche aciaga. Culpa al "Destino funesto de la divinidad", ciertamente, pero sobre todo a la bebida (que tomó libremente): ambos le enloquecieron, impidiéndole calibrar lo que tenía que hacer. Y la borrachera no fue una imposición sobrenatural, sino una acción, enteramente humana, equivocada..
Fue entonces cuando Elpénor se dió cuenta de su condición humana, como también la descubrieron otros compañeros de Ulises quienes, movidos por la codicia, sin que ningún dios interviniera, abrieron, pese a las advertencias recibidas, la bolsa de los vientos (que los retenía, impidiéndoles que desataran vendavales que hubieran solivantado el mar, haciendo inútil la navegación): en este caso, no era la cólera de Poseidón para con Ulises la que hundió la nave, sino un sentimiento enteramente humano: el deseo casi infantil de conocer.
Ya el héroe mesopotámico Gilgamesh, hasta entonces víctima de los caprichos de los dioses, había cometido una falta que cambió la vida de los hombres. Desesperado por la muerte de su escudero Enkidú, partió hasta los confines del mundo en busca de la planta de la inmortalidad, que crecía en lo hondo del océano. Cuando logró descubrirla, arrancarla y subirla hasta la tierra, agotado tras la inmersión, dejó la planta en la orilla y se estiró. No se dió cuenta que una serpiente se acercaba y engullía el remedio. Cuando despertó, vió lo que había hecho. Descubrió entonces que no lograría la inmortalidad, al igual que todos los humanos. La vida eterna estaba vetada a los mortales. Y decidió, sereno, retornar a su ciudad, Uruk, asumiendo que la vida es fugaz, sin que este descubrimiento fuera un impedimento para dejar una huella benéfica en la tierra: en este caso, unas espléndidas murallas que edificó tras las cuales la vida podía cobijarse segura.
Son pocos los casos en los que los hombres de la antigüedad se dieron cuenta que el destino estaba en sus manos. Pero solo entonces descubrieron su verdadera condición: eran libres. No dependían de nada. Nadie les mandaba. Sus acciones solo les incumbían.
Eran, pues, humanos. Ni títeres ni dioses, sino responsables (lo que no son ni los muñecos ni los dioses, plenamente irresponsables, dominados éstos por sus pasiones inextinguibles). Podían, por tanto, equivocarse. Y aprender de los errores, incluso fatales. El hombre podía ser libre (de errar, siquiera, o sobre todo).
Descubrir que somos humanos porque asumimos que tomamos decisiones equivocadas, porque aprendemos a equivocarnos.
Desde finales del siglo XVIII, los dioses han muertos. El Destino ya no nos marca. Los destellos de libertad que, aún a costa de su vida o sus esperanzas, Ulises, Elpénor o Gilgamesh, descubriellos, debían convertirse en una potente y constante luz.
Y, sin embargo, nunca como ahora echamos la culpa al otro. No a un dios, ciertamente, sino al inmediatamente superior. Y, así, por ejemplo, si hay putas en las calles de Bacelona, es culpa del ayuntamiento, quien culpa a la Generalitat, quien culpa a la Diputación, quien mira acusadoramente hacia el Gobierno, quien...
Y así nos va. Hemos dejado (hace tiempo) de ser plenamente humanos. Pero los dioses ya no volverán (a preocuparse por nosotros).
Descubrir que somos humanos porque asumimos que tomamos decisiones equivocadas, porque aprendemos a equivocarnos.
Desde finales del siglo XVIII, los dioses han muertos. El Destino ya no nos marca. Los destellos de libertad que, aún a costa de su vida o sus esperanzas, Ulises, Elpénor o Gilgamesh, descubriellos, debían convertirse en una potente y constante luz.
Y, sin embargo, nunca como ahora echamos la culpa al otro. No a un dios, ciertamente, sino al inmediatamente superior. Y, así, por ejemplo, si hay putas en las calles de Bacelona, es culpa del ayuntamiento, quien culpa a la Generalitat, quien culpa a la Diputación, quien mira acusadoramente hacia el Gobierno, quien...
Y así nos va. Hemos dejado (hace tiempo) de ser plenamente humanos. Pero los dioses ya no volverán (a preocuparse por nosotros).