miércoles, 23 de septiembre de 2009
¡Mi casa! , o ¿Mi casa? De magas y esposas (o El regreso al hogar en Homero)
George Romney: Lady Hamilton retratada como Circe, hacia 1792
La Odisea se construye a partir de la oposición de figuras y motivos, como sin duda ha observado hace ya tiempo la escuela de antropología estructural francesa: así, por ejemplo, el viaje de ida de Telémaco se opone al -pero se relaciona o se equilibra con el- regreso de Ulises; Telémaco es la contrafigura de los pretendientes; Clitemnestra (más que Helena, curiosamente), de Penélope; la civilizada ciudad de los feacios es descrita como el anverso de los ariscos cobijos de los Cíclopes; el incierto mundo de los muertos no es sino un pálido y desdibujado reflejo del de los vivos, siendo los muertos desvaidas imágenes de los mortales, etc. Y Odiseo (o Ulises), "fértil en ardides", navega entre unos y otros extremos, ligándolos -y exponiendo las oposiciones.
Este juego de motivos antitéticos, que se oponen y se responden, como imágenes reflejadas, se construye mediante una narración dentro de la narración. Homero no describe lo que acontece -salvo cuando Ulises llega al fin a Itaca- sino que el texto se arma a partir de los relatos de quienes tuvieron noticias de lo que aconteció o de quienes vivieron lo que cuentan, siempre como un recuerdo, doloroso o no. La Odisea es un conjunto de relatos explicados alrededor del fuego, después de cenar, bajo la luz de las estrellas, la transcripción de los recuerdos de
los comensales, hayan asistido a los acontecimientos o los hayan oído contar un día.
La Odisea se construye a partir de una oposición creo que fundamental (y que, de ser cierta, habrá sido seguramente destacada más de unavez): la que se da entre la maga y la esposa.
El complicado regreso de Ulises al hogar (a su palacio en Itaca, tras la guerra de Troya, donde hace años que su esposa Penélope le aguarda, resistiendo al cortejo cada vez más insistente de los "pretendientes", ávidos de quedarse con los bienes de Ulises) consiste en un retorno no solo a un espacio físico (su palacio) sino a una estructura mental o social: al "hogar", entendido como un modelo de vida, como un marco y un tejido de relaciones familiares.
Cuando La Odisea empieza, hace tiempo que Ulises está retenido (la guerra de Troya no es sino ya un recuerdo): la ninfa Calipso le impide partir al encuentro de su esposa Penélope.
Calipso es una diosa de las aguas corrientes -de las fuentes, los ríos y los espejados estanques en medio de los claros del bosque-, de los espacios indómitos, lejos y opuestos a los recoletos espacios civilizados y domésticos. Vive en una cueva (como los Cíclopes), y el frondoso jardín de la entrada acrecienta la imagen selvática de su morada. Teje, ciertamente, como las mujeres, pero la lanzadera es de oro (y, por tanto, su uso es problemático o imposible) y, contrariamente, a la silenciosa Penélope, canta con voz clara. Canta y maneja los hilos. No es una maga, pero retiene a Ulises con sus encantos y sus encantamientos (Para Platón, la expresión "raptado por una ninfa" significaba estar poseído, en trance, fuera de sí, es decir, descentrado, fuera del centro que el hogar constituye -las personas enloquecidas, como las Ménades que Dioniso arrebataba, huían de las casas para adentrarse en los bosques o ascender a los montes, lejos de la seguridad de la ciudad).
De las redes de Calipso a los brazos de Penélope. La vuelta a los valores del hogar está modulada por las figuras centrales de Circe y de Nausicaa: éstas pautan, frenan, dificultan, tuercen, la reinserción de Ulises. El camino sinuoso que Ulises sigue está marcado por las cuatro figuras antitéticas de las hechiceras y las esposas con las que alternativamente Ulises se encuentra. O quizá las busca.
La maga Circe que, como Calipso, vuelve a retener a Ulises haciéndole olvidar a Penélope, y la joven casadera Nausicaa, con quien Ulises se hubiera esposado -el padre de Nausicaa, el rey de los feacios, hubiera, al igual que su hija, consentido gustosa a los esponsales- si Penélope no hubiera existido.
Circe: vive en un palacio, mas en medio de un bosque espeso. El hogar está encendido, pero el humo es rojo, como si ascendiera de una pira ardiente y desmandada. El palacio está construido con sillares tallados; sin embargo, animales salvajes, "lobos montaraces y leones", rodean la mansión. El orden está tan trastocado que las fieras, hechizadas, se comportan como perros falderos (las magas y las brujas gustan de fieras como animales de compañía).
Circe se comportaba como la diosa Ártemis, la señora de las fieras, que dominaba el espacio indómito, fuera del control de la civilización. Al igual que Calipso, tejía "sobre un imenso telar", al mismo tiempo que cantaba -adoo, lo que evoca un canto jubiloso, celebratorio- "con hermosa voz". Circe, como Calipso, no lloraba como Penélope mientras se ufanaba sobre el telar. Circe poseía una varita mágica con la que convertía a los hombres, por ejemplo a los compañeros de fatigas de Ulises, en cerdos. Recurría a pociones, a palabras zalameras. Recibía a los invitados. Mandaba sobre ellos. Se imponía sobre el varón . Era la antítesis de la silenciosa esposa sumisa (Telémaco, hijo de Ulises y Penélope, mandó callar a su madre más de una vez y le ordenaba encerrarse en sus aposentos, lejos de las decisiones que los varones tomaban de viva voz).
De Circe a Penélope. El viaje lo regula la diosa Atenea (más que Poseidón): Atenea, una diosa, armada hasta los dientes, que actúa como un hombre, que rechaza el matrimonio pero vela por trabajos tan propios de las esposadas como las labores del telar. Atenea, la que blande la varita mágica con la que, constantemente, metamorfosea a Ulises, embelleciéndolo para que seduzca a Nausicaa, y lo afea para que pruebe la fidelidad de Penélope. Atenea, que protege el espacio defendido de la ciudad, pero que no duda en recorrer el amplio ponto.
Es lógico, quizá que siendo Atenea la hada madrina de Ulises, éste dude tanto entre la seductora Circe (no es extraño que Lady Hamilton se hubiera hecho retratar como Circe) y la cabizbaja Penélope.
Y, en medio, entre Calipso y Circe, de un lado, y Nausicaa y Penélope de otro (o entre los pares opuestos de Calipso y Nausicaa, y Circe y Penélope), la compleja y ambigua figura de Helena con la que Telémaco, en busca de noticias de Ulises, se encuentra. Según cuenta Homero, Helena no ha fallecido en el asalto a Troya ni ha sido ejecutada sino ha regresado a Esparta junto a Menelao. Éste parece haberle perdonado su infidelidad con Paris (lo que había desencadenado la guerra de Troya). Pero Helena habla con una soltura y una autoridad que eclipsa a Menelao, y cuando se cuenta como trató que los griegos escondidos en el caballo de madera se pusieran en evidencia, imitando astutamente la voz de cada una de las esposas de los guerreros a fin que éstos suspiraran, y fueran entonces, sorprendidos, masacrados por los troyanos, uno no puede dejar de pensar que Helena, como ha señalado Françoise Frontisi-Ducroux, es una hechicera disfrazada de esposa. Lo que Homera destaca sobremanera son las trampas que tiende, y su carácter engañoso. Conoce perfectamente el secreto de las drogas, que los egipcios le revelaron, con las que cambia el ánimo decaído de Telémaco y sus compañeros -de un modo similar a como Circe había transformado la naturaleza humana de los iguales de Ulises en la de un cerdo.
La Odisea, la hermosa y compleja historia de una tentación, entre los valores peligrosos y fascinantes de las hechiceras, y los sagrados y sabidos de las protectores del clan familiar. Por boca de algún héroe, Homero (que hoy calificaríamos de misógino) advierte una y otra vez de los peligros que la mujer acarrea para la unidad familiar y la vida del hombre. Como en los grandes relatos, nunca se logra saber a fe cierta que es lo que Ulises prefiere o por lo que hubiera optado si...
lunes, 21 de septiembre de 2009
Ideas modernas
Interesante entrevista en las páginas rosas de La Vanguardia, hoy, a un "consultor en innovación". Defiende : "cada día, una idea", y la necesidad de "un rentable mercado de ideas".
Arquímedes tuvo una idea en su vida. Einstein, una o dos. Platón, una sin duda (el concepto de "idea", si es que esto significa algo). Hoy, las ideas deben ir a chorros, o están de rebajas. Tres por una.
Una idea es una forma (eidos, en griego, significa precisamente forma), un marco, un guión o una estructura que marcará, sostendrá y delimitirá lo que, a partir de entonces, exploraremos. Una idea es una guía que nos ayuda a descubrir una parte mínima del mundo. Gracias a una idea (una forma mental) percibimos el mundo de un determinado modo, mundo que, sin una idea, seríamos incapaces de distinguir. La idea nos lleva. Nos ilumina. De ahí el Eureka, la bombilla que se enciende cuando una idea amanece.
Muchos no llegamos a alcanzar, o a descubrir, esta idea (que regulará nuestra vida, nuestro modo de relacionarnos con el mundo). Los más afortunados llegan a una o dos.
Hoy, sin duda, confundimos ideas con ocurrencias con las que, posiblemente, tropezamos diariamente. Pero las ideas (o la idea) es lo que, eventualmente, hallamos cuando las ocurrencias se apartan. Las ocurrencias pasan (una cada día, como una noticia). Son temporales, fugaces. Se pueden intercambiar. Son "bienes" de consumo (rápido). Cuando se nos ocurre algo, posiblemente seamos incapaces de fijar, analizar o estudiar la imagen caprichosa. Los ocurrentes son ingeniosos. Divierten, entretienen. Pero, en ningún caso, aleccionan, ni guían. No educan, precisamente porque distraen. Son como bufones. No pueden perseverar. Apartan del camino, el único camino que lleva, eventualmente, a la idea.
Arquímedes tuvo una idea en su vida. Einstein, una o dos. Platón, una sin duda (el concepto de "idea", si es que esto significa algo). Hoy, las ideas deben ir a chorros, o están de rebajas. Tres por una.
Una idea es una forma (eidos, en griego, significa precisamente forma), un marco, un guión o una estructura que marcará, sostendrá y delimitirá lo que, a partir de entonces, exploraremos. Una idea es una guía que nos ayuda a descubrir una parte mínima del mundo. Gracias a una idea (una forma mental) percibimos el mundo de un determinado modo, mundo que, sin una idea, seríamos incapaces de distinguir. La idea nos lleva. Nos ilumina. De ahí el Eureka, la bombilla que se enciende cuando una idea amanece.
Muchos no llegamos a alcanzar, o a descubrir, esta idea (que regulará nuestra vida, nuestro modo de relacionarnos con el mundo). Los más afortunados llegan a una o dos.
Hoy, sin duda, confundimos ideas con ocurrencias con las que, posiblemente, tropezamos diariamente. Pero las ideas (o la idea) es lo que, eventualmente, hallamos cuando las ocurrencias se apartan. Las ocurrencias pasan (una cada día, como una noticia). Son temporales, fugaces. Se pueden intercambiar. Son "bienes" de consumo (rápido). Cuando se nos ocurre algo, posiblemente seamos incapaces de fijar, analizar o estudiar la imagen caprichosa. Los ocurrentes son ingeniosos. Divierten, entretienen. Pero, en ningún caso, aleccionan, ni guían. No educan, precisamente porque distraen. Son como bufones. No pueden perseverar. Apartan del camino, el único camino que lleva, eventualmente, a la idea.
domingo, 20 de septiembre de 2009
Marionetas
Los griegos de la Antigüedad, como sin duda todos los pueblos arcáicos, consideraban que eran unas marionetas cuyos hilos manejaban los dioses, especialmente, las diosas del Destino que tejían y deshacían la vida de cada ser vivo (hasta los mismos Olímpicos temían a las Moiras).
Los hombres no eran responsables de sus acciones. Siempre existía una divinidad que quería el bien o el mal de un humano. La misma "primera" guerra, que forjó el destino de la humanidad, fue causada por el cielo. Si el troyano Paris raptó a la griega Helena y se la llevó a Oriente (sin que ésta opusiera resistencia, pese a estar casada con Menelao), desencadenando la casi eterna guerra de Troya, no fue por un capricho o un deseo suyo, ni por la inmoralidad de Helena, sino a causa de Afrodita. El conflicto había empezado mucho antes, en el cielo, y fueron los mortales las víctimas de las disensiones en lo alto: un oráculo había advertido a Zeus que un hijo suyo lo suplantaría en el Olimpo. Ante el deseo que sentía por la diosa Tetis, decidió rebajarla entregándola a un humano, anciano y débil, Peleo. El día de la boda, los dioses no invitaron -lógicamente- a Eris, la diosa de la discordia. Despechada, dejó caer una manzana de oro en la mesa del banquete, anunciado que iba destinada a la diosa más hermosa. Hera, Atenea y Afrodita se tiraron de los pelos. Eran diosas. Y, por tanto, igualmente hermosas. Nada podía distinguirlas. Acudieron entonces a un pastor, Paris, para que decididiera quien merecía el preciado fruto. Cada diosa le prometió regalos deslumbrantes: el poder político (con el que Hera tentó a Paris); la sabiduría o el poder técnico (que Atenea se ofrecía a entregarle si ganaba); o la belleza, con la que Afrodita deslumbró a Paris. Tras su victoria, le entregó la mujer más hermosa de la tierra: Helena. Hasta Helena fue una víctima (y no una mujer fatal) de los dioses.
Las peores desgracias, las decisiones más equivocadas, los planes más arteros, las acciones más sanguinarias: de ninguno de esos males los mortales eran responsables. Eran los dioses, por el contrario, quienes insertaban severas disensiones entre los humanos.
Por eso mismo, maravillan algunas pocas situaciones en las que los hombres se responsabilizan, aunque sea parcialmente, de sus actos (casi siempre desgraciados), sin culpar al cielo. El mal que han causado solo es imputable a ellos. Nadie les ha forzado o cegado.
Así, Elpénor, el más joven grumete de la nave de Ulises, muere al despeñarse de un tejado. Era de noche y, por fin, la maga Circe autorizaba a Ulises y a sus compañeros a abandonar su palacio, sin retenerlos más. Todos bajan a la playa. Elpénor, borracho, se despierta demasiado tarde en la parte alta de la msansión de Circe y decide correr de terraza en terraza hasta la nave. Resbala sin que nadie se de cuenta. La nave parte sin saber que Elpenor no ha subido.
Cuando, meses más tarde, Ulises desciende a los infiernos (para encontrarse con el espectro del adivino Tiresias a fin que le comunique si llegará un día a Itaca), se halla con la sombra de Elpénor. Éste le narra lo que le había ocurrido la noche aciaga. Culpa al "Destino funesto de la divinidad", ciertamente, pero sobre todo a la bebida (que tomó libremente): ambos le enloquecieron, impidiéndole calibrar lo que tenía que hacer. Y la borrachera no fue una imposición sobrenatural, sino una acción, enteramente humana, equivocada..
Fue entonces cuando Elpénor se dió cuenta de su condición humana, como también la descubrieron otros compañeros de Ulises quienes, movidos por la codicia, sin que ningún dios interviniera, abrieron, pese a las advertencias recibidas, la bolsa de los vientos (que los retenía, impidiéndoles que desataran vendavales que hubieran solivantado el mar, haciendo inútil la navegación): en este caso, no era la cólera de Poseidón para con Ulises la que hundió la nave, sino un sentimiento enteramente humano: el deseo casi infantil de conocer.
Ya el héroe mesopotámico Gilgamesh, hasta entonces víctima de los caprichos de los dioses, había cometido una falta que cambió la vida de los hombres. Desesperado por la muerte de su escudero Enkidú, partió hasta los confines del mundo en busca de la planta de la inmortalidad, que crecía en lo hondo del océano. Cuando logró descubrirla, arrancarla y subirla hasta la tierra, agotado tras la inmersión, dejó la planta en la orilla y se estiró. No se dió cuenta que una serpiente se acercaba y engullía el remedio. Cuando despertó, vió lo que había hecho. Descubrió entonces que no lograría la inmortalidad, al igual que todos los humanos. La vida eterna estaba vetada a los mortales. Y decidió, sereno, retornar a su ciudad, Uruk, asumiendo que la vida es fugaz, sin que este descubrimiento fuera un impedimento para dejar una huella benéfica en la tierra: en este caso, unas espléndidas murallas que edificó tras las cuales la vida podía cobijarse segura.
Son pocos los casos en los que los hombres de la antigüedad se dieron cuenta que el destino estaba en sus manos. Pero solo entonces descubrieron su verdadera condición: eran libres. No dependían de nada. Nadie les mandaba. Sus acciones solo les incumbían.
Los hombres no eran responsables de sus acciones. Siempre existía una divinidad que quería el bien o el mal de un humano. La misma "primera" guerra, que forjó el destino de la humanidad, fue causada por el cielo. Si el troyano Paris raptó a la griega Helena y se la llevó a Oriente (sin que ésta opusiera resistencia, pese a estar casada con Menelao), desencadenando la casi eterna guerra de Troya, no fue por un capricho o un deseo suyo, ni por la inmoralidad de Helena, sino a causa de Afrodita. El conflicto había empezado mucho antes, en el cielo, y fueron los mortales las víctimas de las disensiones en lo alto: un oráculo había advertido a Zeus que un hijo suyo lo suplantaría en el Olimpo. Ante el deseo que sentía por la diosa Tetis, decidió rebajarla entregándola a un humano, anciano y débil, Peleo. El día de la boda, los dioses no invitaron -lógicamente- a Eris, la diosa de la discordia. Despechada, dejó caer una manzana de oro en la mesa del banquete, anunciado que iba destinada a la diosa más hermosa. Hera, Atenea y Afrodita se tiraron de los pelos. Eran diosas. Y, por tanto, igualmente hermosas. Nada podía distinguirlas. Acudieron entonces a un pastor, Paris, para que decididiera quien merecía el preciado fruto. Cada diosa le prometió regalos deslumbrantes: el poder político (con el que Hera tentó a Paris); la sabiduría o el poder técnico (que Atenea se ofrecía a entregarle si ganaba); o la belleza, con la que Afrodita deslumbró a Paris. Tras su victoria, le entregó la mujer más hermosa de la tierra: Helena. Hasta Helena fue una víctima (y no una mujer fatal) de los dioses.
Las peores desgracias, las decisiones más equivocadas, los planes más arteros, las acciones más sanguinarias: de ninguno de esos males los mortales eran responsables. Eran los dioses, por el contrario, quienes insertaban severas disensiones entre los humanos.
Por eso mismo, maravillan algunas pocas situaciones en las que los hombres se responsabilizan, aunque sea parcialmente, de sus actos (casi siempre desgraciados), sin culpar al cielo. El mal que han causado solo es imputable a ellos. Nadie les ha forzado o cegado.
Así, Elpénor, el más joven grumete de la nave de Ulises, muere al despeñarse de un tejado. Era de noche y, por fin, la maga Circe autorizaba a Ulises y a sus compañeros a abandonar su palacio, sin retenerlos más. Todos bajan a la playa. Elpénor, borracho, se despierta demasiado tarde en la parte alta de la msansión de Circe y decide correr de terraza en terraza hasta la nave. Resbala sin que nadie se de cuenta. La nave parte sin saber que Elpenor no ha subido.
Cuando, meses más tarde, Ulises desciende a los infiernos (para encontrarse con el espectro del adivino Tiresias a fin que le comunique si llegará un día a Itaca), se halla con la sombra de Elpénor. Éste le narra lo que le había ocurrido la noche aciaga. Culpa al "Destino funesto de la divinidad", ciertamente, pero sobre todo a la bebida (que tomó libremente): ambos le enloquecieron, impidiéndole calibrar lo que tenía que hacer. Y la borrachera no fue una imposición sobrenatural, sino una acción, enteramente humana, equivocada..
Fue entonces cuando Elpénor se dió cuenta de su condición humana, como también la descubrieron otros compañeros de Ulises quienes, movidos por la codicia, sin que ningún dios interviniera, abrieron, pese a las advertencias recibidas, la bolsa de los vientos (que los retenía, impidiéndoles que desataran vendavales que hubieran solivantado el mar, haciendo inútil la navegación): en este caso, no era la cólera de Poseidón para con Ulises la que hundió la nave, sino un sentimiento enteramente humano: el deseo casi infantil de conocer.
Ya el héroe mesopotámico Gilgamesh, hasta entonces víctima de los caprichos de los dioses, había cometido una falta que cambió la vida de los hombres. Desesperado por la muerte de su escudero Enkidú, partió hasta los confines del mundo en busca de la planta de la inmortalidad, que crecía en lo hondo del océano. Cuando logró descubrirla, arrancarla y subirla hasta la tierra, agotado tras la inmersión, dejó la planta en la orilla y se estiró. No se dió cuenta que una serpiente se acercaba y engullía el remedio. Cuando despertó, vió lo que había hecho. Descubrió entonces que no lograría la inmortalidad, al igual que todos los humanos. La vida eterna estaba vetada a los mortales. Y decidió, sereno, retornar a su ciudad, Uruk, asumiendo que la vida es fugaz, sin que este descubrimiento fuera un impedimento para dejar una huella benéfica en la tierra: en este caso, unas espléndidas murallas que edificó tras las cuales la vida podía cobijarse segura.
Son pocos los casos en los que los hombres de la antigüedad se dieron cuenta que el destino estaba en sus manos. Pero solo entonces descubrieron su verdadera condición: eran libres. No dependían de nada. Nadie les mandaba. Sus acciones solo les incumbían.
Eran, pues, humanos. Ni títeres ni dioses, sino responsables (lo que no son ni los muñecos ni los dioses, plenamente irresponsables, dominados éstos por sus pasiones inextinguibles). Podían, por tanto, equivocarse. Y aprender de los errores, incluso fatales. El hombre podía ser libre (de errar, siquiera, o sobre todo).
Descubrir que somos humanos porque asumimos que tomamos decisiones equivocadas, porque aprendemos a equivocarnos.
Desde finales del siglo XVIII, los dioses han muertos. El Destino ya no nos marca. Los destellos de libertad que, aún a costa de su vida o sus esperanzas, Ulises, Elpénor o Gilgamesh, descubriellos, debían convertirse en una potente y constante luz.
Y, sin embargo, nunca como ahora echamos la culpa al otro. No a un dios, ciertamente, sino al inmediatamente superior. Y, así, por ejemplo, si hay putas en las calles de Bacelona, es culpa del ayuntamiento, quien culpa a la Generalitat, quien culpa a la Diputación, quien mira acusadoramente hacia el Gobierno, quien...
Y así nos va. Hemos dejado (hace tiempo) de ser plenamente humanos. Pero los dioses ya no volverán (a preocuparse por nosotros).
Descubrir que somos humanos porque asumimos que tomamos decisiones equivocadas, porque aprendemos a equivocarnos.
Desde finales del siglo XVIII, los dioses han muertos. El Destino ya no nos marca. Los destellos de libertad que, aún a costa de su vida o sus esperanzas, Ulises, Elpénor o Gilgamesh, descubriellos, debían convertirse en una potente y constante luz.
Y, sin embargo, nunca como ahora echamos la culpa al otro. No a un dios, ciertamente, sino al inmediatamente superior. Y, así, por ejemplo, si hay putas en las calles de Bacelona, es culpa del ayuntamiento, quien culpa a la Generalitat, quien culpa a la Diputación, quien mira acusadoramente hacia el Gobierno, quien...
Y así nos va. Hemos dejado (hace tiempo) de ser plenamente humanos. Pero los dioses ya no volverán (a preocuparse por nosotros).
jueves, 17 de septiembre de 2009
Verbo divino (Apolo es grande)
La muralla de la pequeña ciudad licia de Oenoanda (hoy, en la costa turca) -bajo dominio del Imperio Romano-, cerca de una torre de defensa, mirando hacia el sol del amanecer, poseía una piedra cuidadosamente tallada inscrita, perfectamente insertada entre los bloques, a mediados del siglo II dC.
La inscripción contiene uno de los textos más hermosos de la tardo-antigüedad sobre la naturaleza de la divinidad.
Acerca de este texto, de díficil lectura, se sabe, gracias al autor cristiano primitivo Lactancio, que recoge la respuesta de Apolo a una pregunta de unos ciudadanos angustiados sobre las fuerzas del más allá.
Justo debajo de la inscripción, una pía ciudadanoa depositó una lámpara de aceite, permanentemente encendida, en una hornacina. Texto y luz protegían la ciudad en una época incierta. Sobre todo, porque evocaban la figura del dios protector de puertas y murallas: Apolo el Arquero.
La respuesta oracular había sido emitida por Apolo de Colofón en su santuario de Claros que, en época romano-imperial, había reemplazado al decaído santuario de Delfos, otrora centro del mundo: Oriente, y ya no Grecia, era el motor religioso y cultural del Imperio.
Y Apolo dijo a través de sus mensajeros:
"Nacido de sí-mismo, no enseñado por nadie, sin madre, indesplazable,
No dejando lugar a ningún nombre, susceptible de nombres múltiples, morando en el fuego,
Tal es dios: nosotros, los mensajeros (angeloi), somos una parte de Dios".
Esta definición de la divinidad, planteada en términos negativos (Dios no es eso o aquello) y paradójicos (no tiene nombre y los posee todos), una práctica habitual tanto en el mundo pagano (platónico) como cristiano, revela una concepción monoteista de la divinidad, que impresionó a autores cristianos primitivos e incluso les llevó a engaño: para algunos, era una sentencia de Cristo. Para otros, revelaba una sabiduría que entroncaba con Egipto.
Desde luego, el texto manifiesta la concepción de la omnipotencia de Apolo, su función de protector de ciudades, las inciertas fronteras entre creencias politeístas y monoteístas al final del Imperio (la lámpara, que alude a la luz de dios, remite a la concepción zoroastriana de dios, y reaparecerá en el islam), y la grandeza de la concepción griega (helenística) de la divinidad.
Ante Apolo, Cristo -considerado un nuevo Apolo, y retratado a menudo como Apolo -como, por ejemplo, en el Juicio Final de Miguel Ángel-, ¿era necesario? ¿No era, acaso, Apolo revivido?
Bibliografía recomendada:
martes, 15 de septiembre de 2009
Bel canto
Ocurrió un mediodía de la segunda mitad de los años ochenta: el telediario abrió con el rostro lloroso de Mariscal, en primer plano, confesando su falta y pidiendo perdón: días antes, dijo a un "amigo" periodista valenciano, durante una conversación privada, de madrugada en un bar, que el presidente de la Generalitat catalana era insoportable, o algo así. La conversación se divulgó. El cielo se rajó.
Mariscal era el diseñador de la mascota de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Ciertos partidos políticos exigieron que se le retirara el encargo millonario. No podía representar a Cataluña. Se le debía echar, se tronaba, como a un perro. Y a Cobi, de paso. Hasta que, por fin, como ha acontecido y aún acontece en determinados regímenes, teocráticos o dictatoriales, confesó, en llantos, sus pecados, ante todo el mundo, la cámara enfocándole el rostro mojado, como a un reo, en hora de máxima audiencia. Fue absuelto.
La imagen, inaúdita, aún no se me ha borrado.
Veinte años más tarde, las autoridades invitan a una cantante israelí a dar un breve concierto con motivo de una fiesta patriota. Se trata de una artista conocida y popular, que vende. El lustre está asegurado. El día de la actuación, sin embargo, la cantante tiene dificultades en mantenerse en el escenario. Una pitada, una lluvia de silbidos acompaña el concierto.
Pitar durante una actuación no es novedoso. Es signo de desagrado. Puede ocurrir que el intérprete tarde en llegar, como si de un divo se tratara; o que no se sepa la letra, esté borracho, desafine, o se comporte como un exhibicionista; el sistema de amplificación quizá no funcione; o el concierto, cuyas entradas valen el sueldo de un mes, dura lo que un pitillo.
Sin embargo, en aquel caso, no se produjo ningún incidente similar. La cantante, sobria, atinaba. La pitada monumental era causada porque la artista no había condenado los bombardeos de Palestina por parte del ejército de Israel, y porque había criticado a Hamas.
SI noa es una artista y lo que canta es arte, se trataba de la puesta en escena de una obra. Las críticas, sin embargo, no iban dirigidas a la interpretación. No eran de orden estético. Tampoco moral. Eran exclusivamente políticas. Expresaban la voz de quien manda (a un subordinado).
Bien. Las opiniones políticas de la cantante son lo que son. No nos incumben (nos incumbiría más lo que canta y cómo canta, pero las críticas no se dirigían a su saber hacer). También podemos pasar por alto que resulta extraño (¿grosero, quizá?) que se invite a una artista para luego ponerla a bajar del burro por sus ideas (que no parece que hubieran cambiado), o que si se impidieran a ciertos artistas cantar por lo que han dicho o no han dicho, las fiestas populares y patrióticas serían mucho más silenciosas.
Lo interesante es lo que la actitud de algunos políticos -o de los partidos- revela acerca de la concepción del artista. Éste puede ejercer su trabajo si comparte los valores de quienes le contratan; es decir, si piensa y hace lo que se le dice que tiene que pensar y hacer. Este tipo de artista es conocido: se le llama un artista del régimen. A menudo, no le cabe más que bajar la cabeza, si no quiere perderla.
El intérprete es considerado un títere; un elemento decorativo, que no molesta porque dice lo que le dicen que tiene que decir.
Esta figura (y esta concepción del papel del artista) existían en las sociedades esclavistas: Fidias escapó por los pelos a la condena a muerte. Sócrates no (no se convirtió en la voz de su amo, sino de su conciencia). También en las dictaduras, teocráticas o no. Y en las bandas de matones.
Mariscal era el diseñador de la mascota de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Ciertos partidos políticos exigieron que se le retirara el encargo millonario. No podía representar a Cataluña. Se le debía echar, se tronaba, como a un perro. Y a Cobi, de paso. Hasta que, por fin, como ha acontecido y aún acontece en determinados regímenes, teocráticos o dictatoriales, confesó, en llantos, sus pecados, ante todo el mundo, la cámara enfocándole el rostro mojado, como a un reo, en hora de máxima audiencia. Fue absuelto.
La imagen, inaúdita, aún no se me ha borrado.
Veinte años más tarde, las autoridades invitan a una cantante israelí a dar un breve concierto con motivo de una fiesta patriota. Se trata de una artista conocida y popular, que vende. El lustre está asegurado. El día de la actuación, sin embargo, la cantante tiene dificultades en mantenerse en el escenario. Una pitada, una lluvia de silbidos acompaña el concierto.
Pitar durante una actuación no es novedoso. Es signo de desagrado. Puede ocurrir que el intérprete tarde en llegar, como si de un divo se tratara; o que no se sepa la letra, esté borracho, desafine, o se comporte como un exhibicionista; el sistema de amplificación quizá no funcione; o el concierto, cuyas entradas valen el sueldo de un mes, dura lo que un pitillo.
Sin embargo, en aquel caso, no se produjo ningún incidente similar. La cantante, sobria, atinaba. La pitada monumental era causada porque la artista no había condenado los bombardeos de Palestina por parte del ejército de Israel, y porque había criticado a Hamas.
SI noa es una artista y lo que canta es arte, se trataba de la puesta en escena de una obra. Las críticas, sin embargo, no iban dirigidas a la interpretación. No eran de orden estético. Tampoco moral. Eran exclusivamente políticas. Expresaban la voz de quien manda (a un subordinado).
Bien. Las opiniones políticas de la cantante son lo que son. No nos incumben (nos incumbiría más lo que canta y cómo canta, pero las críticas no se dirigían a su saber hacer). También podemos pasar por alto que resulta extraño (¿grosero, quizá?) que se invite a una artista para luego ponerla a bajar del burro por sus ideas (que no parece que hubieran cambiado), o que si se impidieran a ciertos artistas cantar por lo que han dicho o no han dicho, las fiestas populares y patrióticas serían mucho más silenciosas.
Lo interesante es lo que la actitud de algunos políticos -o de los partidos- revela acerca de la concepción del artista. Éste puede ejercer su trabajo si comparte los valores de quienes le contratan; es decir, si piensa y hace lo que se le dice que tiene que pensar y hacer. Este tipo de artista es conocido: se le llama un artista del régimen. A menudo, no le cabe más que bajar la cabeza, si no quiere perderla.
El intérprete es considerado un títere; un elemento decorativo, que no molesta porque dice lo que le dicen que tiene que decir.
Esta figura (y esta concepción del papel del artista) existían en las sociedades esclavistas: Fidias escapó por los pelos a la condena a muerte. Sócrates no (no se convirtió en la voz de su amo, sino de su conciencia). También en las dictaduras, teocráticas o no. Y en las bandas de matones.
lunes, 14 de septiembre de 2009
La paz de los cementerios
Una breve noticia publicada hoy en algunos periódicos ofrece un ejemplo curioso de lo que se entiende por el concepto griego de "polis" (el conjunto de ciudadanos y de las reglas que los rigen): un bloque de viviendas de Sant Esteve de Palautordera está decorado con frases como "Muerte a los charnegos" o "Un charnego una bala", y "vivas" a ETA.
Lo interesante del caso no son las pintadas sino la tranquila reacción del concejal de Gobernación (de CiU): "se trata de una vivienda particular y borrarlas corresponde a su propietario".
Supongo que es inútil cavilar sobre cómo habría reaccionado dicho concejal si las pintadas hubieran mentado a su madre o a la Moreneta. E ilusorio plantearse si la respuesta revela simpatías por quienes han escrito la pintada, cobardía o si una severa concepción del orden público.
Las pintadas están en la fachada principal. Ésta da a la calle. Pero borrarla incumbe al propietario. Por tanto no afecta, no invade el espacio público. ¿Dónde acaba éste, entonces? La acera (que toca a la fachada), ¿es considerada un bien público, cuya preservación depende del Ayuntamiento?
Ciertamente, borrar las pintadas en puertas y fachadas corre a cargo de los propietarios, si bien los ayuntamientos suelen ocuparse de las que manchan las fachadas (sobre todo de piedra), dejando que sean los dueños los que acaben con las que "decoran" puertas y persianas.
El concejal ha seguido, por tanto, las ordenanzas más habituales. Lo que significa que, para él (y, se supone, para el Ayuntamiento), una pintada que diga "Manoli", "Pipi", "Poki" o "Biba Bisbal" tiene el mismo trato, es lo mismo que una que proclame "Un charnego una bala". Todas son pintadas. Solo se valora la forma. El contenido no importante. Apsionante conclusión: se podrá escribir lo que sea en las fachadas principales ("Biba Belén Estebán, la verdadera mártir", por ejemplo, en las fachadas que miran al Fossar de les Moreras, sin que el consistorio pestañee. Si los propietarios les parece mal, o se sienten amenazados, que repintan la fachada).
El dictamen del concejal tiene una importancia estética también. Hasta entonces, los grafitis eran considerados mensajes de protesta, y lo que se valoraba era lo que decían, no tanto su forma; el arte de la calle, ya se sabe, no cuida las formas. Pero ahora sí deberá hacerlo ya que solo su apariencia, y no su contenido, será juzgado. Es una simple mancha, no significa nada (según esta lectura formalista), y al que le moleste, que frote.
Pero, consideremos, por un momento, el contenido. Solo un momento. Como si fuéramos antiguos. La pintada en cuestión es una amenaza de muerte. Es una señal que advierte que quien vive allí puede (o debe) morir. Como las marcas que los egipcios faraónicos en los dinteles de las puertas de las casas de los hebreos, o los nazis en las casas de judíos durante la II Guerra Mundial, la pintada es un signo (que indica dónde quien debe morir) y una señal (que advierte que quien vive detrás de la puerta morirá). Una marca polisémica. Ah, la educación.
Pero resulta que los representantes del pueblo no consideran que deban hacer nada para defender a un ciudadano amenazado. La pintada puede seguir, como advertencia y siniestra amenaza, todo el tiempo que se quiera. La suerte, la vida de los habitantes del pueblo no son de la incumbencia del poder político.
Esto significa que la ley no se aplica. No impide que un ciudadano muera asesinado. O ajusticiado. La amenaza de muerte sólo es un problema estético privado. Por tanto, lo mejor es desviar la mirada, si molesta. Y no hacer nada.
Ciudad sin ley, entonces. ¿Para qué sirve entonces el ayuntamiento, un gobierno democrático? ¿Para qué o por qué cobra el concejal, si el bien común, la vida de sus iguales no le importa? Es mejor volver a la apasionante ley de la selva. Y los guardias privados armados.
Es curioso ver cómo enviamos soldados para mantener el orden público en Afganistán. Como ellos sí son unos salvajes. No saben nada de la vida democrática.
Una persona que no hace nada para impedir un asesinato, ¿cómo se llama?
Lo interesante del caso no son las pintadas sino la tranquila reacción del concejal de Gobernación (de CiU): "se trata de una vivienda particular y borrarlas corresponde a su propietario".
Supongo que es inútil cavilar sobre cómo habría reaccionado dicho concejal si las pintadas hubieran mentado a su madre o a la Moreneta. E ilusorio plantearse si la respuesta revela simpatías por quienes han escrito la pintada, cobardía o si una severa concepción del orden público.
Las pintadas están en la fachada principal. Ésta da a la calle. Pero borrarla incumbe al propietario. Por tanto no afecta, no invade el espacio público. ¿Dónde acaba éste, entonces? La acera (que toca a la fachada), ¿es considerada un bien público, cuya preservación depende del Ayuntamiento?
Ciertamente, borrar las pintadas en puertas y fachadas corre a cargo de los propietarios, si bien los ayuntamientos suelen ocuparse de las que manchan las fachadas (sobre todo de piedra), dejando que sean los dueños los que acaben con las que "decoran" puertas y persianas.
El concejal ha seguido, por tanto, las ordenanzas más habituales. Lo que significa que, para él (y, se supone, para el Ayuntamiento), una pintada que diga "Manoli", "Pipi", "Poki" o "Biba Bisbal" tiene el mismo trato, es lo mismo que una que proclame "Un charnego una bala". Todas son pintadas. Solo se valora la forma. El contenido no importante. Apsionante conclusión: se podrá escribir lo que sea en las fachadas principales ("Biba Belén Estebán, la verdadera mártir", por ejemplo, en las fachadas que miran al Fossar de les Moreras, sin que el consistorio pestañee. Si los propietarios les parece mal, o se sienten amenazados, que repintan la fachada).
El dictamen del concejal tiene una importancia estética también. Hasta entonces, los grafitis eran considerados mensajes de protesta, y lo que se valoraba era lo que decían, no tanto su forma; el arte de la calle, ya se sabe, no cuida las formas. Pero ahora sí deberá hacerlo ya que solo su apariencia, y no su contenido, será juzgado. Es una simple mancha, no significa nada (según esta lectura formalista), y al que le moleste, que frote.
Pero, consideremos, por un momento, el contenido. Solo un momento. Como si fuéramos antiguos. La pintada en cuestión es una amenaza de muerte. Es una señal que advierte que quien vive allí puede (o debe) morir. Como las marcas que los egipcios faraónicos en los dinteles de las puertas de las casas de los hebreos, o los nazis en las casas de judíos durante la II Guerra Mundial, la pintada es un signo (que indica dónde quien debe morir) y una señal (que advierte que quien vive detrás de la puerta morirá). Una marca polisémica. Ah, la educación.
Pero resulta que los representantes del pueblo no consideran que deban hacer nada para defender a un ciudadano amenazado. La pintada puede seguir, como advertencia y siniestra amenaza, todo el tiempo que se quiera. La suerte, la vida de los habitantes del pueblo no son de la incumbencia del poder político.
Esto significa que la ley no se aplica. No impide que un ciudadano muera asesinado. O ajusticiado. La amenaza de muerte sólo es un problema estético privado. Por tanto, lo mejor es desviar la mirada, si molesta. Y no hacer nada.
Ciudad sin ley, entonces. ¿Para qué sirve entonces el ayuntamiento, un gobierno democrático? ¿Para qué o por qué cobra el concejal, si el bien común, la vida de sus iguales no le importa? Es mejor volver a la apasionante ley de la selva. Y los guardias privados armados.
Es curioso ver cómo enviamos soldados para mantener el orden público en Afganistán. Como ellos sí son unos salvajes. No saben nada de la vida democrática.
Una persona que no hace nada para impedir un asesinato, ¿cómo se llama?
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