Los arquitectos no nos consideramos responsables de los desaguisados arquitectónicos y urbanísticos, ni de proyectos de dudosa legalidad -o claramente ilegales. Echamos siempre la culpa en el promotor (que paga la obra) o en el político (que la autoriza). Nosotros solo hemos seguido lo que nos han mandado, tratando, sostenemos, de solventar de la mejor manera encargos inposibles o vergonzosos. De algún modo, sin nosotros, pensamos o nos justificamos, el resultado sería mucho peor. Por tanto, hemos actuado con la mejor de las intenciones, salvando, en la medida de lo posible, un proyecto que no tiene razón de ser o es ilegal.
La segunda frase con la que los arquitectos solemos justificar los desaguisados que hemos proyectado y construido es: "si no lo hago yo, lo hará otro arquitecto, posiblemente, mucho peor". El que yo no acepte el encargo no detendrá la obra. Siempre habrá un arquitecto que lo aceptará o lo retomará. Por tanto, es mejor que yo prosiga.
Tenemos ante los ojos el resultado de nuestras decisiones: pueblos (sobre todo en Cataluña y en Valencia, pero, en general, en toda España) desfigurados, desestructurados por filas sin fin de casas pareadas, todas idénticas, que se arrastran como orugas por todo el territorio; urbanizaciones desmesuradas, con altos bloques de pisos aislados, a menudo sin ninguna infraestructura, que brotan en medio de la nada, como en los mejores tiempos del franquismo; polígonos que se extienen como manchas de aceite prolongando un espacio "urbano" agónico. En el centro, ya consolidado y, en principio, preservado, de las ciudades, la situación no mejora mucho. En Barcelona, se han proyectado o incluso construidos proyectos al filo de la legalidad: el hotel W, de Ricardo Bofill; un hotel cercano al Palau de la Música, de Oscar Tusquets; un edificio de oficinas casi sobre la estación del Norte, de José Acebillo; todo el lujoso barrio de Can Caralleu, de Oscar Tusquets etc. ¿Quién no se acuerda, en verdad, del polémico derribo de un teatro en la Rambla de Cataluña de Barcelona, la posterior recalificación del solar, y la construcción de un edificio de pisos y oficinas que se justificaba porque incluía un nuevo pequeño teatro -que, finalmente, nunca se construyó una vez el proyecto aprobado-, de Oriol Bohigas? Proyectos que han exigido, cuanto menos, recalificaciones, permutaciones de solares. Proyectos, todos ellos, de arquitectos reconocidos (que no necesitan realizar estos edificios para poder comer). Dichas obras, ¿habrían mejorado si las hubieran llevado a cabo otros arquitectos tan o más celebrados?
Cualquier obra, por pequeña, fea o ilegal que sea, tiene a un arquitecto detrás. No se puede construir -salvo a escondidas- sin un proyecto firmado por un arquitecto. Un constructor no se arriesga a llevar a cabo una obra sin la firma de un arquitecto. Necesita un proyecto firmado sin el cual no obtendrá (como sea) los permisos municipales necesarios. Los arquitectos, entonces, somos responsables de lo que se construye.
¿Es válida la defensa de nuestra actuación sosteniendo que otro arquitecto haría un proyecto peor? ¿No se puede, simplemente, no hacer nada; no aceptar el encargo; no construir, no obrar? Todo se puede hacer; mas ¿se debe? ¿Cuál es nuestro deber?
Edificar es edificarse. Cuando construimos nos construimos. Los principios, las bases que utilizamos para proyectar son nuestros principios. Obramos porque así nos los exige la conciencia. No podemos obrar a sabiendas de que obramos mal, es decir encontra de unos principios que querríamos que todos siguieran. ¿Mejora un proyecto, lo convierte en legal, el que aceptemos un encargo que sabemos es ilegal solo porque otro podría aceptarlo y realizar un proyecto peor? ¿Aceptaríamos que otros arquitecto asumiera y llevara a cabo un proyecto, a todas luces ilegal -por ejemplo una construcción justo delante de nuestra casa, pegada a ella-, con la excusa de que así evitaba que otro profesional realizara un desaguisado aún mayor? ¿Es aceptable, entonces -es ético- hacer lo que no queremos que otros (nos) hagan?
No, no son los políticos ni los promotores desaprensivos los únicos responsables de cómo están las ciudades, los pueblos y el paisaje en Cataluña y en toda la costa mediteránea española. En verdad, no debería importarnos lo que deciden ni cómo actúan. Son nuestras decisiones y nuestros actos los que nos deben incumbir. Si ninguno de nosotros aceptara determinados encargos no tendríamos un territorio que nada tiene que envidiar al Líbano. Y el que esta consideración sea ilusoria no la invalida. Si construimos en contra de lo que pensamos, necesariamente construiremos mal. Haremos (el) mal.
La segunda frase con la que los arquitectos solemos justificar los desaguisados que hemos proyectado y construido es: "si no lo hago yo, lo hará otro arquitecto, posiblemente, mucho peor". El que yo no acepte el encargo no detendrá la obra. Siempre habrá un arquitecto que lo aceptará o lo retomará. Por tanto, es mejor que yo prosiga.
Tenemos ante los ojos el resultado de nuestras decisiones: pueblos (sobre todo en Cataluña y en Valencia, pero, en general, en toda España) desfigurados, desestructurados por filas sin fin de casas pareadas, todas idénticas, que se arrastran como orugas por todo el territorio; urbanizaciones desmesuradas, con altos bloques de pisos aislados, a menudo sin ninguna infraestructura, que brotan en medio de la nada, como en los mejores tiempos del franquismo; polígonos que se extienen como manchas de aceite prolongando un espacio "urbano" agónico. En el centro, ya consolidado y, en principio, preservado, de las ciudades, la situación no mejora mucho. En Barcelona, se han proyectado o incluso construidos proyectos al filo de la legalidad: el hotel W, de Ricardo Bofill; un hotel cercano al Palau de la Música, de Oscar Tusquets; un edificio de oficinas casi sobre la estación del Norte, de José Acebillo; todo el lujoso barrio de Can Caralleu, de Oscar Tusquets etc. ¿Quién no se acuerda, en verdad, del polémico derribo de un teatro en la Rambla de Cataluña de Barcelona, la posterior recalificación del solar, y la construcción de un edificio de pisos y oficinas que se justificaba porque incluía un nuevo pequeño teatro -que, finalmente, nunca se construyó una vez el proyecto aprobado-, de Oriol Bohigas? Proyectos que han exigido, cuanto menos, recalificaciones, permutaciones de solares. Proyectos, todos ellos, de arquitectos reconocidos (que no necesitan realizar estos edificios para poder comer). Dichas obras, ¿habrían mejorado si las hubieran llevado a cabo otros arquitectos tan o más celebrados?
Cualquier obra, por pequeña, fea o ilegal que sea, tiene a un arquitecto detrás. No se puede construir -salvo a escondidas- sin un proyecto firmado por un arquitecto. Un constructor no se arriesga a llevar a cabo una obra sin la firma de un arquitecto. Necesita un proyecto firmado sin el cual no obtendrá (como sea) los permisos municipales necesarios. Los arquitectos, entonces, somos responsables de lo que se construye.
¿Es válida la defensa de nuestra actuación sosteniendo que otro arquitecto haría un proyecto peor? ¿No se puede, simplemente, no hacer nada; no aceptar el encargo; no construir, no obrar? Todo se puede hacer; mas ¿se debe? ¿Cuál es nuestro deber?
Edificar es edificarse. Cuando construimos nos construimos. Los principios, las bases que utilizamos para proyectar son nuestros principios. Obramos porque así nos los exige la conciencia. No podemos obrar a sabiendas de que obramos mal, es decir encontra de unos principios que querríamos que todos siguieran. ¿Mejora un proyecto, lo convierte en legal, el que aceptemos un encargo que sabemos es ilegal solo porque otro podría aceptarlo y realizar un proyecto peor? ¿Aceptaríamos que otros arquitecto asumiera y llevara a cabo un proyecto, a todas luces ilegal -por ejemplo una construcción justo delante de nuestra casa, pegada a ella-, con la excusa de que así evitaba que otro profesional realizara un desaguisado aún mayor? ¿Es aceptable, entonces -es ético- hacer lo que no queremos que otros (nos) hagan?
No, no son los políticos ni los promotores desaprensivos los únicos responsables de cómo están las ciudades, los pueblos y el paisaje en Cataluña y en toda la costa mediteránea española. En verdad, no debería importarnos lo que deciden ni cómo actúan. Son nuestras decisiones y nuestros actos los que nos deben incumbir. Si ninguno de nosotros aceptara determinados encargos no tendríamos un territorio que nada tiene que envidiar al Líbano. Y el que esta consideración sea ilusoria no la invalida. Si construimos en contra de lo que pensamos, necesariamente construiremos mal. Haremos (el) mal.
Edificar sin escrúpulos. Formar sin maneras, modales; sin guardar las formas. Una casa sin principios, sin fundamentos. Contradicciones en los términos.