viernes, 9 de octubre de 2009

Jano, Apolo y la arquitectura

Macrobio (Saturnales, I, 9; 17) escribió reiteradamente que, en Roma, Jano era, al mismo tiempo, Apolo y Ártemis, es decir, el sol y la luna: "los romanos honran el sol bajo los nombres y las figuras de Jano y de Apolo Dídimo (Apolo el Gemelo, gemelo de Ártemis, la luna, que ilumina de noche -y es visible gracias a que Apolo la ilumina- mientras que Apolo alumbra de día)".



Saturnalia es un magno compendio, una "summa" del saber, la religión, los mitos greco-latinos, redactado a finales del paganismo (s. V dC), cuando el Cristianismo se había impuesto en el Imperio Romano occidental, a punto ya de caer. Posiblemente, junto con las Dionisíacas de Nonno (aún más tardías, s. VI dC), la obra más importante -que nos ha llegado, aunque incompleta, hasta nosotros- acerca de las creencias antiguas, constituye una de las fuentes de la mirada medieval al mundo pagano y de la concepción de las figuras celestiales cristianas, muy marcadas por el paganismo tardío. Después de todo, Macrobio, ya muy lejos de la fe de Homero o Hesíodo, efectúa una interpretación de los dioses, los héroes y los mitos greco-latinos presentándolos como símbolos o alegorías de fenómenos naturales, lo que no podía sino complacer a los Padres de la Iglesia que buscaban asentar el nuevo credo buscando paralelismos entre el Cristianismo y las religiones olímpica y capitolina, sin exaltar a éstas.


Las consideraciones de Macrobio acerca de las relaciones entre Jano y Apolo son esenciales. Son decisivas para esclarecen el imaginario arquitectónico, al menos a finales del mundo antiguo (si bien revelan, posiblemente, concepciones anterores).


Jano y Apolo son comparados por su supuesto carácter solar. Ambas divinidades son manifestaciones del astro rey. En la Grecia arcáica, Apolo y Helio eran divinidades distintas, si bien ya Homero otorgaba a Apolo un epíteto que lo presentaba como divinidad luminosa.
Fue a finales de la época clásica cuando Apolo y Helio se fundieron, convirtiéndose Helio en un atributo apolíneo, y Apolo es un dios justiciero, lo que no sorprendía ya que el propio Himno homérico a Apolo destacaba que la diosa Themis (la diosa de la Justicia) había amamantado al dios arquero, poeta, médico y constructor.


La relación entre Apolo y Jano que nos interesa tiene poco que ver con su condición de divinidades solares, aunque la luz alumbre (cree), destacando formas claramente delimitadas y espacios brillantes en la oscuridad.
Según Macrobio, que citaba al filósofo Nigidio (s. I aC), los griegos veneraban a Apolo bajo el nombre de Tireus, que significaba protector de puertas, a quien erigían altares ante las entradas a las casas (en efecto, Homero ya destacaba los altares protectores de los hogares, erigidos en la vía pública, dedicados a Apolo). Lo importante, no obstante, no es la veracidad del hecho, sino lo que revela: la asociación entre la protección del hogar y Apolo, protección que Apolo garantizaba desde el exterior, mientras que Hestia, la diosa del hogar, la aportaba desde el seno de la vivienda (las relaciones entre Apolo y Hestia eran estrechas, aunque están poco estudiadas). Macrobio añade que Apolo era también conocido como Agieos ya que protegía las calles de la ciudad -aguia era calle, en griego, y agoo, conducir, dirigir, encabezar- (en el mundo arcáico, Agieos era un epíteto apolíneo, y presentaba a Apolo en tanto que dios del buen orden urbano -orden que él mismo había erigido, en tanto que divinidad ordenadora del mundo).
"Sed apud nos Janum omnibus praesse ianuis nomen ostendit...": "Para nosotros (los romanos -es Macrobio quien escribe-), Jano es el protector de todos los límites porque su nombre es parecido al de Tireo" (I, 9, 7). Etimología falsa, sin duda. Pero reveladora.
Jano, por tanto, cumple en Roma, el papel asignado a Apolo: es el guardián del espacio ordenado. La doble faz de Jano (Jano era un dios bifronte, como ya lo era el mensajero del dios mesopotámico de la arquitectura, Enki), simbolizaba, según el mismo Macrobio (I, 9, 13), que Jano miraba hacia los cuatro puntios cardinales y era, por tanto, capaz de ordenar y componer el espacio. Introducía, al igual que Apolo, las coordenadas gracias a las cuales el espacio, hasta entonces vacío y, por tanto, intransible, se convertía en un lugar en el que la vida podía asentarse o aferrarse -vida que los ejes sostenían-.
Este carácter ordenador de Jano se acrecentaba, según Macrobio, porque el nombre de Jano provenía del verbo eundo, que significa ir. La relación es fantasiosa, pero lo que denota es significativo. Del mismo modo que, según Homero, Apolo era el dios viajero que -como sostiene el estudioso Detienne-, iba siempre adelante, abriendo caminos y delimitando y parcelando el espacio, Jano, en Roma, también era un dios ordenador del espacio puesto que, en tanto que divinidad solar, trazaba diariamente líneas en el cielo que ayudaban a los humanos a no perderse.
Esta asociación entre Jano y Apolo responde a una especulación tardía; pero denota que Macrobio había entendido perfectamente las funciones, el papel atribuidos a ambas divinidades: componer ámbitos en los que los humanos se pudieran cobijar con seguridad.
La relación entre Jano y la Edad de Oro, que comentaremos en otra ocasión, acentuaba este carácter benéfico de Jano, la divinidad que, al igual que Apolo, impedía que los humanos se perdieran.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Tradición

Louis Kahn: mezquita de Dacca


Dibujo: Luis Amorós


El ayuntamiento de Bagdad convocó un concurso internacional (al que se ha presentado un equipo español) para restaurar un barrio periférico de la ciudad, cuyas estrechas e intrincadas callejuelas, salpicadas de zocos y de mercados, envuelven como una red uno de los siete grandes (y más hermosos) santuarios chiítas del mundo musulmán: Khadimyia (s. XVI), donde están enterrados dos imanes del siglo IX. Las bases pedían, además, insertar en el barrio diversos equipamientos de acogida (comedores, albergues, etc.) para los cuatro millones de peregrinos que, dos veces al año, como en la Meca, acuden a orar, colapsando un barrio ya densamente poblado y con una fuerte actividad de mercadeo. Además, se tenía que proyectar una mezquita para cuatro mil fieles cabe el santuario.

El espacio libre disponible es escaso. La única manera de insertar un edificio tan grande sin arrasar una parte importante de la trama urbana -que las guerras han preservado pese a un sangriento atentado hace unos meses-, consiste en deformar, incluso en fragmentar el volumen de la mezquita.

Una mezquita es un edificio público: una gran sala de reunión, semejante a una basílica romana. No se trata de una construcción sagrada. Es una casa común, no un templo. Alá no mora en la mezquita. Tan sólo el vacío que abre el hueco de la hornacina del mirbab y la luz de una solitaria lámpara evocan algunas de las cuialidades de la divinidad (su irradiante presencia y su incommensurabilidad, que solo el vacío sugiere negativamente: es tan grande, tan inconcebible, que es como si no estuviera).

La primera mezquita, como ya comentamos hace meses, fue una casa tardo-romana oriental: la villa que Mahoma tenía en Medina y donde acogía a los primeros fieles. Este carácter secular ha permanecido. Solo ha aumentado el tamaño de la sala de acogida, de la sala de estar alfombrada donde los fieles se sientan para debatir, pensar y, eventualmente, orar.

Los elementos que toda mezquita tiene que disponer son pocos: un elemento que indique la dirección de la Meca (el muro de la qibla y el mirhab), hacia donde tienen que disponerse los fieles cuando oran, una tribuna para la lectura comentada del Corán el viernes, una sala amplia, un estanque o una fuente para las prescritas abluciones, y un minarete donde otrora subía el imán para anunciar e incitar a la oración.

Ninguna mezquita, sin embargo, puede prescindir de estos componentes.

La manera de disponer a los fieles en una mezquita es distinta a la de una iglesia cristiana. En ambos casos, los fieles se ubican en filas (en el caso de una mezquita es la única manera aceptada). Pero, mientras que los cristianos se disponen en la nave central, es decir en una área rectangular -en uno de cuyos lados lados se ubica el altar mayor hacia el cual se orientan los fieles-, en una mezquita, la mayoría de los orantes tienen que estar delante y ver el muro o el mirhab que apunta hacia la Meca: es decir, el area ocupada es un rectángulo -en uno de cuyos lados lados se apoya el mirhab-. Esta manera de disponer a los fieles, en largas filas paralelas al muro que señala la dirección de la Meca, permite que poca gente se sitúe en filas posteriores y solo vea la parte posterior de los orantes que tiene delante (no se puede mirar la espalda de las mujeres; por ese motivo, en el mejor de los casos, a las mujeres se las relega siempre en las últimas filas).

El espacio disponible para ubicar la nueva mezquita en Khadimyia obliga a proyectar un edificio más largo que ancho. Para un musulmán, se trata de un espacio interior que recuerda el de una nave catedralicia.

Y esto no es posible. ¿Qué lo impide?

En el Corán, el profeta no señala en ningún caso la necesidad de disponer de un edificio especial para orar. Antes bien, Mahoma indicó que el devoto (el sumiso, que esto es lo que significa la palabra musulmán) podía recogerse en cualquier lugar. Su cuerpo era su lugar de oración.

Por otra parte, no existe ningún tratado de arquitectura musulmana (como sí existen en la tradición hindú) que detalle cómo debe construirse una mezquita. En ningún escrito se especifica las características de ésta, su ubicación, forma y elementos.

Ninguna ley detalla qué se debe hacer y cómo se debe obrar.

Sin embargo, existen tipologías y soluciones espaciales que no son de recibo. ¿En qué se basan las autoridades civiles y religiosas para precribir determinadas formas y proscribir otras? En la tradición. La temible tradición.

La tradición es una losa. La tradición pesa; asfixia. Es un lastre que atenaza los pensamientos, los movimientos, las expresiones. Astutamente, las tradiciones nunca están escritas -como sí lo están las leyes y las normas que pueden, así, ser debatidas, discutidas, retocadas, revocadas. Las leyes son humanas-. Siempre son orales. No tienen rostro. Y se remontan, se dice, a un pasado remoto o inmemorial. La tradición suple la divinidad. No puede ser contestada. Se compone de miradas, de soplos o alientos, de sonidos, de gestos y expresiones, de presiones físicas y psíquicas que envuelven, condicionan, conforman, modelan al ser humano que vive en sociedad, y le obligan en una dirección determinada.

Los dictaduras (teocráticas, nacionalistas) siempre invocan el "peso" de la tradición. Velan por las "esencias" (algo impalpable, invisible, que rodea y nubla la vista y la razón, y llega a ahogar como un gas letal). En nombre de la tradición se han cometido las peores atrocidades, ya que el que falta a la tradición (le falta el respeto) es expulsado y condenado. Es como si faltara al "espíritu de un pueblo" que sobrevuela como un ave de agüero, como si lo o le contestara. Los que hablan en nombre de la tradición siempre afirman que no lo hacen en nombre propio; ¡Por dios! no expresan una opinión, un punto de vista personal. Pueden incluso afirmar que, personalmente, permitirían ciertas cosas, ciertas formas o ciertos actos, pero se deben a lo que la tradición dictamina. Las tradiciones son los medios más efectivos para encuadrar a las colectividades. La tradición no permite la reflexión personal. Solo pide sumisión.

El cristianismo posee un canon escrito que define cómo se tienen que construir los templos. Estas órdenes pueden revisarse (este fue el papel que, para bien o para mal, cumplió el concilio Vaticano II). La religión musulmana, por el contrario, no dispone de un código parecido.

Lo único que se puede hacer, entonces, es hacer más de lo que la tradición prescribe, exagerar las prescripciones, como si se respetaran aún más. Las mezquitas pueden ser cada vez más grandes, más ostentosas, más recargadas, como si las voces de la tradición se engolaran. Pero no se pueden cambiar las tipologías, las formas.

Por eso, no existen mezquitas contemporáneas, es decir mezquitas que respondan a los nuevos tiempos y no al sueño de la eternidad, o al limbo en el que la tradicción mantiene a una sociedad dada. Las únicas son las que Louis Khan construyó en Dacca (en un Parkistán marcado por el hinduismo) en los años 70 y la que Zaha Hadid proyectó -pero no construyó- en Estraburgo en 2000.

Ni existirán.

domingo, 4 de octubre de 2009

Edificante


Los arquitectos no nos consideramos responsables de los desaguisados arquitectónicos y urbanísticos, ni de proyectos de dudosa legalidad -o claramente ilegales. Echamos siempre la culpa en el promotor (que paga la obra) o en el político (que la autoriza). Nosotros solo hemos seguido lo que nos han mandado, tratando, sostenemos, de solventar de la mejor manera encargos inposibles o vergonzosos. De algún modo, sin nosotros, pensamos o nos justificamos, el resultado sería mucho peor. Por tanto, hemos actuado con la mejor de las intenciones, salvando, en la medida de lo posible, un proyecto que no tiene razón de ser o es ilegal.

La segunda frase con la que los arquitectos solemos justificar los desaguisados que hemos proyectado y construido es: "si no lo hago yo, lo hará otro arquitecto, posiblemente, mucho peor". El que yo no acepte el encargo no detendrá la obra. Siempre habrá un arquitecto que lo aceptará o lo retomará. Por tanto, es mejor que yo prosiga.

Tenemos ante los ojos el resultado de nuestras decisiones: pueblos (sobre todo en Cataluña y en Valencia, pero, en general, en toda España) desfigurados, desestructurados por filas sin fin de casas pareadas, todas idénticas, que se arrastran como orugas por todo el territorio; urbanizaciones desmesuradas, con altos bloques de pisos aislados, a menudo sin ninguna infraestructura, que brotan en medio de la nada, como en los mejores tiempos del franquismo; polígonos que se extienen como manchas de aceite prolongando un espacio "urbano" agónico. En el centro, ya consolidado y, en principio, preservado, de las ciudades, la situación no mejora mucho. En Barcelona, se han proyectado o incluso construidos proyectos al filo de la legalidad: el hotel W, de Ricardo Bofill; un hotel cercano al Palau de la Música, de Oscar Tusquets; un edificio de oficinas casi sobre la estación del Norte, de José Acebillo; todo el lujoso barrio de Can Caralleu, de Oscar Tusquets etc. ¿Quién no se acuerda, en verdad, del polémico derribo de un teatro en la Rambla de Cataluña de Barcelona, la posterior recalificación del solar, y la construcción de un edificio de pisos y oficinas que se justificaba porque incluía un nuevo pequeño teatro -que, finalmente, nunca se construyó una vez el proyecto aprobado-, de Oriol Bohigas? Proyectos que han exigido, cuanto menos, recalificaciones, permutaciones de solares. Proyectos, todos ellos, de arquitectos reconocidos (que no necesitan realizar estos edificios para poder comer). Dichas obras, ¿habrían mejorado si las hubieran llevado a cabo otros arquitectos tan o más celebrados?

Cualquier obra, por pequeña, fea o ilegal que sea, tiene a un arquitecto detrás. No se puede construir -salvo a escondidas- sin un proyecto firmado por un arquitecto. Un constructor no se arriesga a llevar a cabo una obra sin la firma de un arquitecto. Necesita un proyecto firmado sin el cual no obtendrá (como sea) los permisos municipales necesarios. Los arquitectos, entonces, somos responsables de lo que se construye.

¿Es válida la defensa de nuestra actuación sosteniendo que otro arquitecto haría un proyecto peor? ¿No se puede, simplemente, no hacer nada; no aceptar el encargo; no construir, no obrar? Todo se puede hacer; mas ¿se debe? ¿Cuál es nuestro deber?

Edificar es edificarse. Cuando construimos nos construimos. Los principios, las bases que utilizamos para proyectar son nuestros principios. Obramos porque así nos los exige la conciencia. No podemos obrar a sabiendas de que obramos mal, es decir encontra de unos principios que querríamos que todos siguieran. ¿Mejora un proyecto, lo convierte en legal, el que aceptemos un encargo que sabemos es ilegal solo porque otro podría aceptarlo y realizar un proyecto peor? ¿Aceptaríamos que otros arquitecto asumiera y llevara a cabo un proyecto, a todas luces ilegal -por ejemplo una construcción justo delante de nuestra casa, pegada a ella-, con la excusa de que así evitaba que otro profesional realizara un desaguisado aún mayor? ¿Es aceptable, entonces -es ético- hacer lo que no queremos que otros (nos) hagan?

No, no son los políticos ni los promotores desaprensivos los únicos responsables de cómo están las ciudades, los pueblos y el paisaje en Cataluña y en toda la costa mediteránea española. En verdad, no debería importarnos lo que deciden ni cómo actúan. Son nuestras decisiones y nuestros actos los que nos deben incumbir. Si ninguno de nosotros aceptara determinados encargos no tendríamos un territorio que nada tiene que envidiar al Líbano. Y el que esta consideración sea ilusoria no la invalida. Si construimos en contra de lo que pensamos, necesariamente construiremos mal. Haremos (el) mal.
Edificar sin escrúpulos. Formar sin maneras, modales; sin guardar las formas. Una casa sin principios, sin fundamentos. Contradicciones en los términos.

sábado, 3 de octubre de 2009

Mesopotamia, de nuevo: dirección de interés

El próximo congreso internacional sobre las culturas del Próximo Oriente antiguo (perteneciente al ciclo titulado Rencontres Assyriologiques) tendrá lugar en la Univesidad de Barcelona en junio de 2010.

El tema escogido versa sobre el tiempo y la historia en Mesopotamia.

Dicho congreso se celebra anualmente en una ciudad distinta


http://www.let.leidenuniv.nl/rencontre/

viernes, 2 de octubre de 2009

Escuela de corderos

Cuando Eugenio Trías era catedrático de Estética en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, entre los años 80 y 90 del siglo pasado, comentaba que lo más importante cuando se iniciaba la documentación, ya fuera para unas clases o un libro, era hallar "el" libro, "la" fuente bibliográfica: aquél título fundamental, la obra única, no siempre reciente, que mejor explicaba el tema planteado; o, mejor dicho, la obra que aportaba una luz que ningún artículo científico brindaba. La búsqueda podía durar meses. Pero la revelación que se producía inutilizaba todo el resto de la bibliografía que, habitualmente, se consideraba pertinente u obligatorio consultar. Un libro era suficiente -Paidea, de Jaegger, para la cultura griega; El otoño de la Edad Media, de Huizinga; Reyes y dioses, de Frankfort, imprescindible para Egipto y Mesopotamia, etc.-; tenía que ser suficiente. Pero, hasta que no se daba con él, la investigación iba sin rumbo.

El libro abría un claro, definía un campo de investigación, planteaba los problemas, abordaba soluciones. Pero, sobre todo, acotaba, y desbrozaba, un tema de estudio.

Trías rechazaba la ostentación bibliográfica. Defendía el estudio minucioso de un texto.

Sus propias clases, los seminarios que impartía, podían estar dedicados a un solo autor, incluso a un único libro. Un año no era suficiente. El análisis no cesaba nunca. Una y otra vez volvía sobre unos pocos autores (Platón, Kant, Hegel, Schelling, Corbin, Scholem), algún libro en particular, algunas páginas incluso.

La Universidad, hoy, defiende la enseñanza virtual. Las clases magistrales están condenadas, en favor de seminarios, talleres, y, sobre todo, del "contacto" a través de la pantalla parpadeante y ciega. El "campus virtual" se ha convertido en un arma imprescindible. Quien no sepa manejarlo ya no podrá dar clases. Lo que se pide es que se introduzcan nuevos materiales cada día en el ordenador que los alumnos podrán o deberán consultar: se "cuelgan", se proponen, imágenes, videos, textos cortos, esquemas, gráficos, "power points" -es decir, una sucesión de imágenes acompañadas de unas pocas frases, de "titulares"-. El ordenador es una máquina voraz, que debe ser alimentada cada día. El material tiene que ser variado, desfilar rápidamente, y ser sustituido al momento. Un desfile de datos, en los que imágenes y frases se alternan, tienen que mantener la atención del alumno.

En la era de la pizarra, el profesor que recurría a un pase constante de diapositivas era aquél que era considerado incapaz de articular un discurso. Las imágenes apuntalaban o reemplazaban la construcción, la expresión oral de un pensamiento. Los buenos profesores, como Trías, eran aquellos que podían, sin el condenado recurso de las diapositivas y las transparencias, ir exponiendo, construyendo complejas y articuladas reflexiones, siempre brillantes y sugestivas, a partir de unas pocas ideas o notas, una tan solo en el caso de los mejores.

Este tipo de enseñanza, que se iba adentrando en un tema, durante semanas, meses o años, ha desaparecido. Lo que se valora desde hace unos años son las explicaciones que cubren muchos ámbitos, manejan fuentes distintas, no se detienen sino que van saltando de un tema a otro, tratando de apuntalar una atención menguante. Los textos comentados son breves, a veces citas tan solo. Se maneja todo un despliegue de medios visuales que aportan datos sobre muchos temas, y muy pocos sobre uno en concreto. Se diría que se hubiera reemplazado los primeros planos que escrutan inmisericordemente rostros por vistas generales, un teleobjetivo por un gran ángular (pero quien mucho abarca...): Warhol por Rembrandt. Las largas exposiciones, que requerían tiempo para elaborase, se han sustituido por los "flashes" (informativos). Los "objetivos" deben cumplirse o alcanzarse en muy poco tiempo. Los datos se acumulan o se sustituyen, pero no se articulan.

Los alumnos tienen que entregar un sinfín de trabajos muy cortos a fin de demostrar que adquieren vorazmente los conocimientos previstos; la reflexión es instantánea. Los estudios más complejos son hoy tesinas realizadas en apenas dos cursos. Las tesis doctorales, culminadas tras veinte o treinta años, son ya incompensibles.

La noción de "obra" o de "cuerpo" de reflexión o teórico ya no es de recibo. Ya no se tiene tiempo de realizar; es inútil, o improcedente. Desaparecidos, callados o jubilados los últimos grandes profesores (Levinas, Vernant, Trías etc.), ¿cuál es el futuro de la enseñanza, de la enseñanza mútua entre el alumno y el profesor, del recíproco reconocimiento?

martes, 29 de septiembre de 2009

Escuela de lobos

En la Península Ibérica, un liceo es un círculo artístico, como en Barcelona; en Francia, un instituto público de segunda enseñanza, como los liceos (lycées) franceses de Madrid y Barcelona.

La palabra y la cosa designada proceden del Lykeion, un centro educativo en el centro de Atenas donde Aristóteles profesaba ante los jóvenes.
Este edificio ocupaba el sitio de un Lykeion anterior, que consistía en un campo de deportes al aire libre, un simple espacio acotado donde los jóvenes se ejercitaban (en las artes de la contienda).

Tanto el Lykeion techado de Aristóteles como el "liceo" primitivo derivaban su nombre de un cercano santuario dedicado a Apolo Lykaios.

Lykaios significaba lobo. Apolo-Lobo era la divinidad que presidía dicho templo. ¿A qué responde la asociación entre Apolo y el Lobo?

Varios animales simbolizaban a Apolo o actuaban como atributos suyos. Además del delfín, la serpiente, el lagarto, la rata, el cuervo o la garza, el lobo ocupaba un lugar destacado. ¿Qué nos dice el lobo acerca de Apolo?

Los lobos son animales que viven en manada, es decir en sociedad. Necesitan unas reglas para poder cohabitar. La manada es un sistema de organización social efectiva porque uno de los lobos asume los papeles de jefe. Éste dirige y encabeza la manada. El resto de los lobos lo sigue. Al igual que el delfín y la garza, el lobo es uno de los animales más inteligentes que mejor vive junto a sus congéneres, sin que se produzcan diferencias que deriven en enfrentamientos.

Apolo Lykeios es Apolo en tanto que líder de la manada. Dirige y acompaña a los hombres. Los lleva por el buen camino. Les enseña por dónde tienen que transitar. Siendo Apolo un lobo, defiende perfectamente a los suyos, los humanos sobre quienes vela. Los protege, precisamente (porque conoce las estrategias de los lobos), de estas fieras, tanto animales cuanto humanos que quieren hacerles daño. Su condición de lobo ahuyenta a los enemigos (de la vida en sociedad).

Vivir en comunidad requiere un apredizaje. Antes de convertirse en un ciudadano, el ser humano debe desprenderse de su condición arisca, salvaje; debe aprender a domesticar sus instintos, a aceptar compartir el espacio doméstico, común para todos: el espacio de la ciudad. Tiene que aprender a dialogar.

Lykeios era el nombre que recibían ciertas fratrías griegas de jóvenes: bandas de adolescentes antes de ingresar en el civilizado espacio de los adultos. A fin de integrarse, tenían que desprenderse de su condición de niños aún no educados, formados. Se tenían, entonces, que convertirse en fieras para librase de los últimos resquicios de salvajismo: tenían que comportarse como lobos, viviendo durante un tiempo en el bosque, bajo la protección de Apolo Lykaios que les enseñaba el camino de acceso o de regreso al orden civilizado que ya no abandonarían más (salvo si se apartaban de Apolo).

Un "liceo" era entonces un espacio donde los jóvenes se educaban física y espiritualemente, donde aprendían las "buenas" formas, teniendo a Apolo, el dios de la poesía y la música, así como del arco, de guía: les señalaba, con sus flechas y sus certeros cantos, a convertirse en seres plenamente humanos, listos para ser aceptados como miembros de la ciudad. Un liceo era un espacio donde los jóvenes aprendían a convivir , una escuela de tolerancia, bajo el ojo atento de Apolo.

Apolo, amigo (philanthropos) de la humanidad, padre (patroios) y engendrador (genésios) de los humanos (Plutarco, De Pythiae oraculis, XVI, 401f-402a).

¿Alguna relación con un instituto actual -y con la concepción moderna de la educación?