Los antiguos "prohibían hablar al franquear entradas o puertas".
Fue el neoplatónico Porfirio quien, a finales del s. III dC, escribió esta frase, atribuyendo dicha costumbre a "los pitagóricos y los sabios de Egipto". Pero ya Homero, añadía, sabía "que las puertas son sagradas". Cruzar el umbral sin hacer ruido para honrar, con el silencio, "al dios principio de todas las cosas". El umbral: un límite -o un espacio- mágico y sagrado.
El antro de las ninfas de la Odisea, el texto de donde proceden las citas anteriores (párrafos 26-27), es un hermosa, aunque oscura, interpretación alegórica de la Odisea homérica y, en concreto, del canto 13, que narra al fin la llegada de Ulises a Itaca tras su errático viaje de regreso de Troya, que lo condujo del palacio de la maga Circe a la boca de los infiernos.
Porfirio, al igual que otros filósofos tardo-romanos (cuyos textos no se han conservado), leyó y consideró a Homero como a un sabio, semejante a Platón y a Moisés (aunque Porfirio era pagano), -que, como todo profeta, habría narrado en clave, por medio de imágenes, acerca de las verdades del mundo-, y mostró que los viajes de Ulises, narrados en la Odisea, no eran sino una alegoría muy compleja de un viaje muy distinto, no ya físico, sino espiritual, el trasiego del alma, descendiendo de la morada celestial al mundo material, antes de desprenderse del cuerpo y retornar, al final del ciclo vital, al empíreo, junto a los dioses.
Porfirio sostenía que unos de los primeros lugares que Ulises halló al desembarcar en Itaca, una cueva marina especial, en la que las ninfas tejían telas púrpuras, dotada de dos entradas, una para los humanos y una segunda para los inmortales (dioses, héroes y, sobre todo, almas desprendidas de la cárcel corporal), existió, pero que la descripción de Homero no tenía que ser solo tomada al pie de la letra sino también como una enigmática imagen del mundo, con dos puntos de contacto con lo alto. Las almas descendían a la tierra, que era la cueva, por una de las bocas, y ascendían por la otra.
La boca por la que entraban los humanos estaba dedicada al viento Boreas; la de los inmortales, al viento Noto. Hasta aquí la descripción homérica de este mágico y extraño lugar.
La imagen de las dos puertas comunicando la tierra con el más allá no era nueva. El mismo Homero se había referido a las puertas de Helio -las puertas del Sol, semejantes a las de Noto- y a las puertas del "Pueblo de los Sueños" (pueblo entendido como una comunidad, demos oneiron, y no -solo- como una construcción -domos-, si bien, demos y domos eran términos relacionados), que se abrían hacia la nebulosa Vía Láctea,; según el mismo Porfirio, este "pueblo" era el conjunto de las almas en pena que se arremolinaban para beber leche -como la que Ulises virtió sobre la tierra para atraer a las almas en pena hacia la boca del Hades a fin de que le indicaran el camino de regreso a Itaca- para animarse.
¿A qué respondía semejante cueva? ¿Qué significaba?
Boreas era un viento frío; para Porfirio, aportaba humedad, lo que hacía que las alas de las almas se cargaran y los cuerpos se ablandaran, se amoldaran al mundo terrenal. Por el contrario, Noto era el soplo del estío, seco y cortante, que reducía las cosas a un polvo que se alzaba. Las formas, y las almas, ascendían levantadas por el cálido soplo, como hojas doradas.
Mientras que la humedad causaba pesadumbre, el calor revigorizaba.
Los dioses y, en particular, el dios supremo, padre de las almas, del que emanaba el soplo, el fuego divino que vivificaba, se hallaba allí donde el sol brilla y calienta más: al sur. El sur, y el mediodía, eran el espacio y el tiempo del padre de los dioses, del supremo creador.
Por esto, al mediodía, anotaba Porfirio, los sacerdotes corrían "cortinas en los templos" e impedían "que los hombres penetraran en los templos" porque era la hora dedicada a la divinidad. Los hombres no podían molestarla. Las doce del mediodía estaban enteramente dedicada a los dioses, y sus santuarios sólo podían estar a su disposición.
Pero todos los umbrales, de templos y de hogares, de espacios sagrados y profanos, eran semejantes al umbral del templo del dios supremo. Éste era el prototipo de cualquier acceso. Todos significaban lo mismo: la entrada a un nuevo mundo. Todos recordaban el linde entre el lugar de los hombres y el de los inmortales. Y este linde no podía ser cruzado impunemente cuando la divinidad irradiaba con la máxima intensidad; cuando deslumbraba.
Toda puerta daba acceso a otro mundo; un mundo donde a los humanos no siempre les estaba permitido entrar. Por este motivo, como muestra de respeto por la fuerza del "dios principio de todas las cosas", los hogares eran considerados como templos en los que los humanos podían siempre entrar, pero en silencio, como si hubieran muerto con respeto a lo que dejaban detrás y se preparaban para un nuevo espacio, una nueva vida.
Las puertas debían cruzarse con temor y veneración. En silencio. ¿Qué ha quedado de la lección de Porfirio?
Fue el neoplatónico Porfirio quien, a finales del s. III dC, escribió esta frase, atribuyendo dicha costumbre a "los pitagóricos y los sabios de Egipto". Pero ya Homero, añadía, sabía "que las puertas son sagradas". Cruzar el umbral sin hacer ruido para honrar, con el silencio, "al dios principio de todas las cosas". El umbral: un límite -o un espacio- mágico y sagrado.
El antro de las ninfas de la Odisea, el texto de donde proceden las citas anteriores (párrafos 26-27), es un hermosa, aunque oscura, interpretación alegórica de la Odisea homérica y, en concreto, del canto 13, que narra al fin la llegada de Ulises a Itaca tras su errático viaje de regreso de Troya, que lo condujo del palacio de la maga Circe a la boca de los infiernos.
Porfirio, al igual que otros filósofos tardo-romanos (cuyos textos no se han conservado), leyó y consideró a Homero como a un sabio, semejante a Platón y a Moisés (aunque Porfirio era pagano), -que, como todo profeta, habría narrado en clave, por medio de imágenes, acerca de las verdades del mundo-, y mostró que los viajes de Ulises, narrados en la Odisea, no eran sino una alegoría muy compleja de un viaje muy distinto, no ya físico, sino espiritual, el trasiego del alma, descendiendo de la morada celestial al mundo material, antes de desprenderse del cuerpo y retornar, al final del ciclo vital, al empíreo, junto a los dioses.
Porfirio sostenía que unos de los primeros lugares que Ulises halló al desembarcar en Itaca, una cueva marina especial, en la que las ninfas tejían telas púrpuras, dotada de dos entradas, una para los humanos y una segunda para los inmortales (dioses, héroes y, sobre todo, almas desprendidas de la cárcel corporal), existió, pero que la descripción de Homero no tenía que ser solo tomada al pie de la letra sino también como una enigmática imagen del mundo, con dos puntos de contacto con lo alto. Las almas descendían a la tierra, que era la cueva, por una de las bocas, y ascendían por la otra.
La boca por la que entraban los humanos estaba dedicada al viento Boreas; la de los inmortales, al viento Noto. Hasta aquí la descripción homérica de este mágico y extraño lugar.
La imagen de las dos puertas comunicando la tierra con el más allá no era nueva. El mismo Homero se había referido a las puertas de Helio -las puertas del Sol, semejantes a las de Noto- y a las puertas del "Pueblo de los Sueños" (pueblo entendido como una comunidad, demos oneiron, y no -solo- como una construcción -domos-, si bien, demos y domos eran términos relacionados), que se abrían hacia la nebulosa Vía Láctea,; según el mismo Porfirio, este "pueblo" era el conjunto de las almas en pena que se arremolinaban para beber leche -como la que Ulises virtió sobre la tierra para atraer a las almas en pena hacia la boca del Hades a fin de que le indicaran el camino de regreso a Itaca- para animarse.
¿A qué respondía semejante cueva? ¿Qué significaba?
Boreas era un viento frío; para Porfirio, aportaba humedad, lo que hacía que las alas de las almas se cargaran y los cuerpos se ablandaran, se amoldaran al mundo terrenal. Por el contrario, Noto era el soplo del estío, seco y cortante, que reducía las cosas a un polvo que se alzaba. Las formas, y las almas, ascendían levantadas por el cálido soplo, como hojas doradas.
Mientras que la humedad causaba pesadumbre, el calor revigorizaba.
Los dioses y, en particular, el dios supremo, padre de las almas, del que emanaba el soplo, el fuego divino que vivificaba, se hallaba allí donde el sol brilla y calienta más: al sur. El sur, y el mediodía, eran el espacio y el tiempo del padre de los dioses, del supremo creador.
Por esto, al mediodía, anotaba Porfirio, los sacerdotes corrían "cortinas en los templos" e impedían "que los hombres penetraran en los templos" porque era la hora dedicada a la divinidad. Los hombres no podían molestarla. Las doce del mediodía estaban enteramente dedicada a los dioses, y sus santuarios sólo podían estar a su disposición.
Pero todos los umbrales, de templos y de hogares, de espacios sagrados y profanos, eran semejantes al umbral del templo del dios supremo. Éste era el prototipo de cualquier acceso. Todos significaban lo mismo: la entrada a un nuevo mundo. Todos recordaban el linde entre el lugar de los hombres y el de los inmortales. Y este linde no podía ser cruzado impunemente cuando la divinidad irradiaba con la máxima intensidad; cuando deslumbraba.
Toda puerta daba acceso a otro mundo; un mundo donde a los humanos no siempre les estaba permitido entrar. Por este motivo, como muestra de respeto por la fuerza del "dios principio de todas las cosas", los hogares eran considerados como templos en los que los humanos podían siempre entrar, pero en silencio, como si hubieran muerto con respeto a lo que dejaban detrás y se preparaban para un nuevo espacio, una nueva vida.
Las puertas debían cruzarse con temor y veneración. En silencio. ¿Qué ha quedado de la lección de Porfirio?