lunes, 12 de octubre de 2009
domingo, 11 de octubre de 2009
El umbral
Los antiguos "prohibían hablar al franquear entradas o puertas".
Fue el neoplatónico Porfirio quien, a finales del s. III dC, escribió esta frase, atribuyendo dicha costumbre a "los pitagóricos y los sabios de Egipto". Pero ya Homero, añadía, sabía "que las puertas son sagradas". Cruzar el umbral sin hacer ruido para honrar, con el silencio, "al dios principio de todas las cosas". El umbral: un límite -o un espacio- mágico y sagrado.
El antro de las ninfas de la Odisea, el texto de donde proceden las citas anteriores (párrafos 26-27), es un hermosa, aunque oscura, interpretación alegórica de la Odisea homérica y, en concreto, del canto 13, que narra al fin la llegada de Ulises a Itaca tras su errático viaje de regreso de Troya, que lo condujo del palacio de la maga Circe a la boca de los infiernos.
Porfirio, al igual que otros filósofos tardo-romanos (cuyos textos no se han conservado), leyó y consideró a Homero como a un sabio, semejante a Platón y a Moisés (aunque Porfirio era pagano), -que, como todo profeta, habría narrado en clave, por medio de imágenes, acerca de las verdades del mundo-, y mostró que los viajes de Ulises, narrados en la Odisea, no eran sino una alegoría muy compleja de un viaje muy distinto, no ya físico, sino espiritual, el trasiego del alma, descendiendo de la morada celestial al mundo material, antes de desprenderse del cuerpo y retornar, al final del ciclo vital, al empíreo, junto a los dioses.
Porfirio sostenía que unos de los primeros lugares que Ulises halló al desembarcar en Itaca, una cueva marina especial, en la que las ninfas tejían telas púrpuras, dotada de dos entradas, una para los humanos y una segunda para los inmortales (dioses, héroes y, sobre todo, almas desprendidas de la cárcel corporal), existió, pero que la descripción de Homero no tenía que ser solo tomada al pie de la letra sino también como una enigmática imagen del mundo, con dos puntos de contacto con lo alto. Las almas descendían a la tierra, que era la cueva, por una de las bocas, y ascendían por la otra.
La boca por la que entraban los humanos estaba dedicada al viento Boreas; la de los inmortales, al viento Noto. Hasta aquí la descripción homérica de este mágico y extraño lugar.
La imagen de las dos puertas comunicando la tierra con el más allá no era nueva. El mismo Homero se había referido a las puertas de Helio -las puertas del Sol, semejantes a las de Noto- y a las puertas del "Pueblo de los Sueños" (pueblo entendido como una comunidad, demos oneiron, y no -solo- como una construcción -domos-, si bien, demos y domos eran términos relacionados), que se abrían hacia la nebulosa Vía Láctea,; según el mismo Porfirio, este "pueblo" era el conjunto de las almas en pena que se arremolinaban para beber leche -como la que Ulises virtió sobre la tierra para atraer a las almas en pena hacia la boca del Hades a fin de que le indicaran el camino de regreso a Itaca- para animarse.
¿A qué respondía semejante cueva? ¿Qué significaba?
Boreas era un viento frío; para Porfirio, aportaba humedad, lo que hacía que las alas de las almas se cargaran y los cuerpos se ablandaran, se amoldaran al mundo terrenal. Por el contrario, Noto era el soplo del estío, seco y cortante, que reducía las cosas a un polvo que se alzaba. Las formas, y las almas, ascendían levantadas por el cálido soplo, como hojas doradas.
Mientras que la humedad causaba pesadumbre, el calor revigorizaba.
Los dioses y, en particular, el dios supremo, padre de las almas, del que emanaba el soplo, el fuego divino que vivificaba, se hallaba allí donde el sol brilla y calienta más: al sur. El sur, y el mediodía, eran el espacio y el tiempo del padre de los dioses, del supremo creador.
Por esto, al mediodía, anotaba Porfirio, los sacerdotes corrían "cortinas en los templos" e impedían "que los hombres penetraran en los templos" porque era la hora dedicada a la divinidad. Los hombres no podían molestarla. Las doce del mediodía estaban enteramente dedicada a los dioses, y sus santuarios sólo podían estar a su disposición.
Pero todos los umbrales, de templos y de hogares, de espacios sagrados y profanos, eran semejantes al umbral del templo del dios supremo. Éste era el prototipo de cualquier acceso. Todos significaban lo mismo: la entrada a un nuevo mundo. Todos recordaban el linde entre el lugar de los hombres y el de los inmortales. Y este linde no podía ser cruzado impunemente cuando la divinidad irradiaba con la máxima intensidad; cuando deslumbraba.
Toda puerta daba acceso a otro mundo; un mundo donde a los humanos no siempre les estaba permitido entrar. Por este motivo, como muestra de respeto por la fuerza del "dios principio de todas las cosas", los hogares eran considerados como templos en los que los humanos podían siempre entrar, pero en silencio, como si hubieran muerto con respeto a lo que dejaban detrás y se preparaban para un nuevo espacio, una nueva vida.
Las puertas debían cruzarse con temor y veneración. En silencio. ¿Qué ha quedado de la lección de Porfirio?
Fue el neoplatónico Porfirio quien, a finales del s. III dC, escribió esta frase, atribuyendo dicha costumbre a "los pitagóricos y los sabios de Egipto". Pero ya Homero, añadía, sabía "que las puertas son sagradas". Cruzar el umbral sin hacer ruido para honrar, con el silencio, "al dios principio de todas las cosas". El umbral: un límite -o un espacio- mágico y sagrado.
El antro de las ninfas de la Odisea, el texto de donde proceden las citas anteriores (párrafos 26-27), es un hermosa, aunque oscura, interpretación alegórica de la Odisea homérica y, en concreto, del canto 13, que narra al fin la llegada de Ulises a Itaca tras su errático viaje de regreso de Troya, que lo condujo del palacio de la maga Circe a la boca de los infiernos.
Porfirio, al igual que otros filósofos tardo-romanos (cuyos textos no se han conservado), leyó y consideró a Homero como a un sabio, semejante a Platón y a Moisés (aunque Porfirio era pagano), -que, como todo profeta, habría narrado en clave, por medio de imágenes, acerca de las verdades del mundo-, y mostró que los viajes de Ulises, narrados en la Odisea, no eran sino una alegoría muy compleja de un viaje muy distinto, no ya físico, sino espiritual, el trasiego del alma, descendiendo de la morada celestial al mundo material, antes de desprenderse del cuerpo y retornar, al final del ciclo vital, al empíreo, junto a los dioses.
Porfirio sostenía que unos de los primeros lugares que Ulises halló al desembarcar en Itaca, una cueva marina especial, en la que las ninfas tejían telas púrpuras, dotada de dos entradas, una para los humanos y una segunda para los inmortales (dioses, héroes y, sobre todo, almas desprendidas de la cárcel corporal), existió, pero que la descripción de Homero no tenía que ser solo tomada al pie de la letra sino también como una enigmática imagen del mundo, con dos puntos de contacto con lo alto. Las almas descendían a la tierra, que era la cueva, por una de las bocas, y ascendían por la otra.
La boca por la que entraban los humanos estaba dedicada al viento Boreas; la de los inmortales, al viento Noto. Hasta aquí la descripción homérica de este mágico y extraño lugar.
La imagen de las dos puertas comunicando la tierra con el más allá no era nueva. El mismo Homero se había referido a las puertas de Helio -las puertas del Sol, semejantes a las de Noto- y a las puertas del "Pueblo de los Sueños" (pueblo entendido como una comunidad, demos oneiron, y no -solo- como una construcción -domos-, si bien, demos y domos eran términos relacionados), que se abrían hacia la nebulosa Vía Láctea,; según el mismo Porfirio, este "pueblo" era el conjunto de las almas en pena que se arremolinaban para beber leche -como la que Ulises virtió sobre la tierra para atraer a las almas en pena hacia la boca del Hades a fin de que le indicaran el camino de regreso a Itaca- para animarse.
¿A qué respondía semejante cueva? ¿Qué significaba?
Boreas era un viento frío; para Porfirio, aportaba humedad, lo que hacía que las alas de las almas se cargaran y los cuerpos se ablandaran, se amoldaran al mundo terrenal. Por el contrario, Noto era el soplo del estío, seco y cortante, que reducía las cosas a un polvo que se alzaba. Las formas, y las almas, ascendían levantadas por el cálido soplo, como hojas doradas.
Mientras que la humedad causaba pesadumbre, el calor revigorizaba.
Los dioses y, en particular, el dios supremo, padre de las almas, del que emanaba el soplo, el fuego divino que vivificaba, se hallaba allí donde el sol brilla y calienta más: al sur. El sur, y el mediodía, eran el espacio y el tiempo del padre de los dioses, del supremo creador.
Por esto, al mediodía, anotaba Porfirio, los sacerdotes corrían "cortinas en los templos" e impedían "que los hombres penetraran en los templos" porque era la hora dedicada a la divinidad. Los hombres no podían molestarla. Las doce del mediodía estaban enteramente dedicada a los dioses, y sus santuarios sólo podían estar a su disposición.
Pero todos los umbrales, de templos y de hogares, de espacios sagrados y profanos, eran semejantes al umbral del templo del dios supremo. Éste era el prototipo de cualquier acceso. Todos significaban lo mismo: la entrada a un nuevo mundo. Todos recordaban el linde entre el lugar de los hombres y el de los inmortales. Y este linde no podía ser cruzado impunemente cuando la divinidad irradiaba con la máxima intensidad; cuando deslumbraba.
Toda puerta daba acceso a otro mundo; un mundo donde a los humanos no siempre les estaba permitido entrar. Por este motivo, como muestra de respeto por la fuerza del "dios principio de todas las cosas", los hogares eran considerados como templos en los que los humanos podían siempre entrar, pero en silencio, como si hubieran muerto con respeto a lo que dejaban detrás y se preparaban para un nuevo espacio, una nueva vida.
Las puertas debían cruzarse con temor y veneración. En silencio. ¿Qué ha quedado de la lección de Porfirio?
Ombligo (o Deferencia)
Se entregaron los Premios Fad de Arquitectura y Urbanismo de 2009: Edificación, Espacio Público, Interiorismo, Arquitectura Efímera, y Crítica y Pensamiento, el jueves pasado en Barcelona.
El Premio se concede a obras construídas y a publicaciones editadas en toda la Península Ibérica: en España, Portugal (y Andorra).
Tras las fotos de rigor, el acto fue clausurado por dos políticos invitados, pertenecientes a dos grandes instituciones catalanas: la Generalitad de Cataluña (el respondable del Departamento de Política Territorial y Obras Públicas), y el Ayuntamiento de Barcelona (el concejal de Cultura).
El primero empezó su discurso contando que los allí presentes ya se habían reunido hace poco en París cuando la inauguración de una exposición en París sobre arquitectura catalana reciente -que la fiesta prosiga-. Siguió prolijamente sobre la grandeza de la arquitectura en Cataluña, y la importancia de los arquitectos catalanes, y la relación entre "el país" y sus obras.
¡Barcelona!; capital y faro mundial de la arquitectura, objeto de admiración universal: el concejal glosó largamente la relevancia internacional de la arquitectura en la ciudad, sus logros, y el modelo arquitectónico y urbanístico barcelonés, y las bondades de la política urbanística municipal.
Ganó un arquitecto portugués; y una arquitecta y escritora belga (con un texto escrito originariamente en francés). Las otras obras premiadas se hallan en Sevilla, Alicante y Zaragoza.
Ni una mención en ambos discursos políticos.
El Premio se concede a obras construídas y a publicaciones editadas en toda la Península Ibérica: en España, Portugal (y Andorra).
Tras las fotos de rigor, el acto fue clausurado por dos políticos invitados, pertenecientes a dos grandes instituciones catalanas: la Generalitad de Cataluña (el respondable del Departamento de Política Territorial y Obras Públicas), y el Ayuntamiento de Barcelona (el concejal de Cultura).
El primero empezó su discurso contando que los allí presentes ya se habían reunido hace poco en París cuando la inauguración de una exposición en París sobre arquitectura catalana reciente -que la fiesta prosiga-. Siguió prolijamente sobre la grandeza de la arquitectura en Cataluña, y la importancia de los arquitectos catalanes, y la relación entre "el país" y sus obras.
¡Barcelona!; capital y faro mundial de la arquitectura, objeto de admiración universal: el concejal glosó largamente la relevancia internacional de la arquitectura en la ciudad, sus logros, y el modelo arquitectónico y urbanístico barcelonés, y las bondades de la política urbanística municipal.
Ganó un arquitecto portugués; y una arquitecta y escritora belga (con un texto escrito originariamente en francés). Las otras obras premiadas se hallan en Sevilla, Alicante y Zaragoza.
Ni una mención en ambos discursos políticos.
viernes, 9 de octubre de 2009
Fuentes renacentistas mitológicas (Apolo)
Los artistas manieristas y barrocos que pintaban o esculpían escenas mitológicas recurrían a las Metamorfosis de Ovidio, si eran muy letrados, pero sobre todo a antologías ilustradas como las Mythologiae de Natale Conti (1520-1581), un texto fundamental, que recoge todo lo que se sabía sobre los dioses paganos (basándose en ediciones medievales y renacentistas de textos romanos, tardo-romanos y medievales) y fija los rasgos y atributos de los dioses que los artistas elaborarán.
La visión renacentista del mundo pagano no se halla solo en Botticelli, Rafael o Miguel Ángel sino, sobre todo, en mitógrafos, menos conocidos, como Conti, las ilustraciones grabadas de cuyo libro impreso, muy divulgado, constituyeron una fuente iconográfica y textual ineludible.
Este libro, de la Biblioteca de Cataluña en Barcelona, se halla en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes.
Jano, Apolo y la arquitectura
Macrobio (Saturnales, I, 9; 17) escribió reiteradamente que, en Roma, Jano era, al mismo tiempo, Apolo y Ártemis, es decir, el sol y la luna: "los romanos honran el sol bajo los nombres y las figuras de Jano y de Apolo Dídimo (Apolo el Gemelo, gemelo de Ártemis, la luna, que ilumina de noche -y es visible gracias a que Apolo la ilumina- mientras que Apolo alumbra de día)".
Saturnalia es un magno compendio, una "summa" del saber, la religión, los mitos greco-latinos, redactado a finales del paganismo (s. V dC), cuando el Cristianismo se había impuesto en el Imperio Romano occidental, a punto ya de caer. Posiblemente, junto con las Dionisíacas de Nonno (aún más tardías, s. VI dC), la obra más importante -que nos ha llegado, aunque incompleta, hasta nosotros- acerca de las creencias antiguas, constituye una de las fuentes de la mirada medieval al mundo pagano y de la concepción de las figuras celestiales cristianas, muy marcadas por el paganismo tardío. Después de todo, Macrobio, ya muy lejos de la fe de Homero o Hesíodo, efectúa una interpretación de los dioses, los héroes y los mitos greco-latinos presentándolos como símbolos o alegorías de fenómenos naturales, lo que no podía sino complacer a los Padres de la Iglesia que buscaban asentar el nuevo credo buscando paralelismos entre el Cristianismo y las religiones olímpica y capitolina, sin exaltar a éstas.
Saturnalia es un magno compendio, una "summa" del saber, la religión, los mitos greco-latinos, redactado a finales del paganismo (s. V dC), cuando el Cristianismo se había impuesto en el Imperio Romano occidental, a punto ya de caer. Posiblemente, junto con las Dionisíacas de Nonno (aún más tardías, s. VI dC), la obra más importante -que nos ha llegado, aunque incompleta, hasta nosotros- acerca de las creencias antiguas, constituye una de las fuentes de la mirada medieval al mundo pagano y de la concepción de las figuras celestiales cristianas, muy marcadas por el paganismo tardío. Después de todo, Macrobio, ya muy lejos de la fe de Homero o Hesíodo, efectúa una interpretación de los dioses, los héroes y los mitos greco-latinos presentándolos como símbolos o alegorías de fenómenos naturales, lo que no podía sino complacer a los Padres de la Iglesia que buscaban asentar el nuevo credo buscando paralelismos entre el Cristianismo y las religiones olímpica y capitolina, sin exaltar a éstas.
Las consideraciones de Macrobio acerca de las relaciones entre Jano y Apolo son esenciales. Son decisivas para esclarecen el imaginario arquitectónico, al menos a finales del mundo antiguo (si bien revelan, posiblemente, concepciones anterores).
Jano y Apolo son comparados por su supuesto carácter solar. Ambas divinidades son manifestaciones del astro rey. En la Grecia arcáica, Apolo y Helio eran divinidades distintas, si bien ya Homero otorgaba a Apolo un epíteto que lo presentaba como divinidad luminosa.
Fue a finales de la época clásica cuando Apolo y Helio se fundieron, convirtiéndose Helio en un atributo apolíneo, y Apolo es un dios justiciero, lo que no sorprendía ya que el propio Himno homérico a Apolo destacaba que la diosa Themis (la diosa de la Justicia) había amamantado al dios arquero, poeta, médico y constructor.
La relación entre Apolo y Jano que nos interesa tiene poco que ver con su condición de divinidades solares, aunque la luz alumbre (cree), destacando formas claramente delimitadas y espacios brillantes en la oscuridad.
Según Macrobio, que citaba al filósofo Nigidio (s. I aC), los griegos veneraban a Apolo bajo el nombre de Tireus, que significaba protector de puertas, a quien erigían altares ante las entradas a las casas (en efecto, Homero ya destacaba los altares protectores de los hogares, erigidos en la vía pública, dedicados a Apolo). Lo importante, no obstante, no es la veracidad del hecho, sino lo que revela: la asociación entre la protección del hogar y Apolo, protección que Apolo garantizaba desde el exterior, mientras que Hestia, la diosa del hogar, la aportaba desde el seno de la vivienda (las relaciones entre Apolo y Hestia eran estrechas, aunque están poco estudiadas). Macrobio añade que Apolo era también conocido como Agieos ya que protegía las calles de la ciudad -aguia era calle, en griego, y agoo, conducir, dirigir, encabezar- (en el mundo arcáico, Agieos era un epíteto apolíneo, y presentaba a Apolo en tanto que dios del buen orden urbano -orden que él mismo había erigido, en tanto que divinidad ordenadora del mundo).
"Sed apud nos Janum omnibus praesse ianuis nomen ostendit...": "Para nosotros (los romanos -es Macrobio quien escribe-), Jano es el protector de todos los límites porque su nombre es parecido al de Tireo" (I, 9, 7). Etimología falsa, sin duda. Pero reveladora.
Jano, por tanto, cumple en Roma, el papel asignado a Apolo: es el guardián del espacio ordenado. La doble faz de Jano (Jano era un dios bifronte, como ya lo era el mensajero del dios mesopotámico de la arquitectura, Enki), simbolizaba, según el mismo Macrobio (I, 9, 13), que Jano miraba hacia los cuatro puntios cardinales y era, por tanto, capaz de ordenar y componer el espacio. Introducía, al igual que Apolo, las coordenadas gracias a las cuales el espacio, hasta entonces vacío y, por tanto, intransible, se convertía en un lugar en el que la vida podía asentarse o aferrarse -vida que los ejes sostenían-.
Este carácter ordenador de Jano se acrecentaba, según Macrobio, porque el nombre de Jano provenía del verbo eundo, que significa ir. La relación es fantasiosa, pero lo que denota es significativo. Del mismo modo que, según Homero, Apolo era el dios viajero que -como sostiene el estudioso Detienne-, iba siempre adelante, abriendo caminos y delimitando y parcelando el espacio, Jano, en Roma, también era un dios ordenador del espacio puesto que, en tanto que divinidad solar, trazaba diariamente líneas en el cielo que ayudaban a los humanos a no perderse.
Esta asociación entre Jano y Apolo responde a una especulación tardía; pero denota que Macrobio había entendido perfectamente las funciones, el papel atribuidos a ambas divinidades: componer ámbitos en los que los humanos se pudieran cobijar con seguridad.
La relación entre Jano y la Edad de Oro, que comentaremos en otra ocasión, acentuaba este carácter benéfico de Jano, la divinidad que, al igual que Apolo, impedía que los humanos se perdieran.
miércoles, 7 de octubre de 2009
Tradición
Louis Kahn: mezquita de Dacca
El ayuntamiento de Bagdad convocó un concurso internacional (al que se ha presentado un equipo español) para restaurar un barrio periférico de la ciudad, cuyas estrechas e intrincadas callejuelas, salpicadas de zocos y de mercados, envuelven como una red uno de los siete grandes (y más hermosos) santuarios chiítas del mundo musulmán: Khadimyia (s. XVI), donde están enterrados dos imanes del siglo IX. Las bases pedían, además, insertar en el barrio diversos equipamientos de acogida (comedores, albergues, etc.) para los cuatro millones de peregrinos que, dos veces al año, como en la Meca, acuden a orar, colapsando un barrio ya densamente poblado y con una fuerte actividad de mercadeo. Además, se tenía que proyectar una mezquita para cuatro mil fieles cabe el santuario.
El espacio libre disponible es escaso. La única manera de insertar un edificio tan grande sin arrasar una parte importante de la trama urbana -que las guerras han preservado pese a un sangriento atentado hace unos meses-, consiste en deformar, incluso en fragmentar el volumen de la mezquita.
Una mezquita es un edificio público: una gran sala de reunión, semejante a una basílica romana. No se trata de una construcción sagrada. Es una casa común, no un templo. Alá no mora en la mezquita. Tan sólo el vacío que abre el hueco de la hornacina del mirbab y la luz de una solitaria lámpara evocan algunas de las cuialidades de la divinidad (su irradiante presencia y su incommensurabilidad, que solo el vacío sugiere negativamente: es tan grande, tan inconcebible, que es como si no estuviera).
La primera mezquita, como ya comentamos hace meses, fue una casa tardo-romana oriental: la villa que Mahoma tenía en Medina y donde acogía a los primeros fieles. Este carácter secular ha permanecido. Solo ha aumentado el tamaño de la sala de acogida, de la sala de estar alfombrada donde los fieles se sientan para debatir, pensar y, eventualmente, orar.
Los elementos que toda mezquita tiene que disponer son pocos: un elemento que indique la dirección de la Meca (el muro de la qibla y el mirhab), hacia donde tienen que disponerse los fieles cuando oran, una tribuna para la lectura comentada del Corán el viernes, una sala amplia, un estanque o una fuente para las prescritas abluciones, y un minarete donde otrora subía el imán para anunciar e incitar a la oración.
Ninguna mezquita, sin embargo, puede prescindir de estos componentes.
La manera de disponer a los fieles en una mezquita es distinta a la de una iglesia cristiana. En ambos casos, los fieles se ubican en filas (en el caso de una mezquita es la única manera aceptada). Pero, mientras que los cristianos se disponen en la nave central, es decir en una área rectangular -en uno de cuyos lados lados se ubica el altar mayor hacia el cual se orientan los fieles-, en una mezquita, la mayoría de los orantes tienen que estar delante y ver el muro o el mirhab que apunta hacia la Meca: es decir, el area ocupada es un rectángulo -en uno de cuyos lados lados se apoya el mirhab-. Esta manera de disponer a los fieles, en largas filas paralelas al muro que señala la dirección de la Meca, permite que poca gente se sitúe en filas posteriores y solo vea la parte posterior de los orantes que tiene delante (no se puede mirar la espalda de las mujeres; por ese motivo, en el mejor de los casos, a las mujeres se las relega siempre en las últimas filas).
El espacio disponible para ubicar la nueva mezquita en Khadimyia obliga a proyectar un edificio más largo que ancho. Para un musulmán, se trata de un espacio interior que recuerda el de una nave catedralicia.
Y esto no es posible. ¿Qué lo impide?
En el Corán, el profeta no señala en ningún caso la necesidad de disponer de un edificio especial para orar. Antes bien, Mahoma indicó que el devoto (el sumiso, que esto es lo que significa la palabra musulmán) podía recogerse en cualquier lugar. Su cuerpo era su lugar de oración.
Por otra parte, no existe ningún tratado de arquitectura musulmana (como sí existen en la tradición hindú) que detalle cómo debe construirse una mezquita. En ningún escrito se especifica las características de ésta, su ubicación, forma y elementos.
Ninguna ley detalla qué se debe hacer y cómo se debe obrar.
Sin embargo, existen tipologías y soluciones espaciales que no son de recibo. ¿En qué se basan las autoridades civiles y religiosas para precribir determinadas formas y proscribir otras? En la tradición. La temible tradición.
La tradición es una losa. La tradición pesa; asfixia. Es un lastre que atenaza los pensamientos, los movimientos, las expresiones. Astutamente, las tradiciones nunca están escritas -como sí lo están las leyes y las normas que pueden, así, ser debatidas, discutidas, retocadas, revocadas. Las leyes son humanas-. Siempre son orales. No tienen rostro. Y se remontan, se dice, a un pasado remoto o inmemorial. La tradición suple la divinidad. No puede ser contestada. Se compone de miradas, de soplos o alientos, de sonidos, de gestos y expresiones, de presiones físicas y psíquicas que envuelven, condicionan, conforman, modelan al ser humano que vive en sociedad, y le obligan en una dirección determinada.
Los dictaduras (teocráticas, nacionalistas) siempre invocan el "peso" de la tradición. Velan por las "esencias" (algo impalpable, invisible, que rodea y nubla la vista y la razón, y llega a ahogar como un gas letal). En nombre de la tradición se han cometido las peores atrocidades, ya que el que falta a la tradición (le falta el respeto) es expulsado y condenado. Es como si faltara al "espíritu de un pueblo" que sobrevuela como un ave de agüero, como si lo o le contestara. Los que hablan en nombre de la tradición siempre afirman que no lo hacen en nombre propio; ¡Por dios! no expresan una opinión, un punto de vista personal. Pueden incluso afirmar que, personalmente, permitirían ciertas cosas, ciertas formas o ciertos actos, pero se deben a lo que la tradición dictamina. Las tradiciones son los medios más efectivos para encuadrar a las colectividades. La tradición no permite la reflexión personal. Solo pide sumisión.
El cristianismo posee un canon escrito que define cómo se tienen que construir los templos. Estas órdenes pueden revisarse (este fue el papel que, para bien o para mal, cumplió el concilio Vaticano II). La religión musulmana, por el contrario, no dispone de un código parecido.
Lo único que se puede hacer, entonces, es hacer más de lo que la tradición prescribe, exagerar las prescripciones, como si se respetaran aún más. Las mezquitas pueden ser cada vez más grandes, más ostentosas, más recargadas, como si las voces de la tradición se engolaran. Pero no se pueden cambiar las tipologías, las formas.
Por eso, no existen mezquitas contemporáneas, es decir mezquitas que respondan a los nuevos tiempos y no al sueño de la eternidad, o al limbo en el que la tradicción mantiene a una sociedad dada. Las únicas son las que Louis Khan construyó en Dacca (en un Parkistán marcado por el hinduismo) en los años 70 y la que Zaha Hadid proyectó -pero no construyó- en Estraburgo en 2000.
Ni existirán.
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