sábado, 12 de diciembre de 2009

Geometría amable: Chuck Jones, The Dot and the Line: A Romance in Lower Mathematics (1965)



Oscar al mejor cortometraje de animación (1965)

Man Ray (imágenes) y Donald Sosin (música): Le retour à la raison (1923)



Uno de los mejores cortometrajes experimentales de la historia

viernes, 11 de diciembre de 2009

Jay Leyda: A Bronx Morning (1931)



Jay Leyda (1910-1988), cineasta y fotógrafo norteamericano, colaborador de Sergei Eisenstein

Jeff Scher: Milk of Amnesia (1992)



Scher, de la Universidad Columbia de Nueva York, es uno de los maestros de la animación contemporánea

Daniel Arsham: Réplica



Réplica es un ballet creado en colaboración por el joven artista y arquitecto norteamericano Daniel Arsham

jueves, 10 de diciembre de 2009

El más allá en Sumer y en Egipto




A principios de los años treinta, Agatha Christie, ya conocida, llegó hasta el polvoriento yacimiento arqueológico de Ur, en pleno desierto de Irak, para visitar lo que los periódicos de toda Europa y de los Estados Unidos no cesaban de anunciar: el reciente descubrimiento de centenares de tumbas mesopotámicas, algunas reales, cargadas de ajuares funerarios de oro, plata y piedras preciosas que el arqueólogo responsable de la mission, Wooley, proclamaba día sí día también, comparándolos, casi con ventaja, con los que se habían descubierto un poco antes en la tumba de Tutankhamon. Se trataba del famoso Tesoro de Ur (primera mitad del III milenio aC). Un año más tarde, Agatha Christie se casaba con Mallowan, ayudante de Wooley, y publicaba Asesinato en Mesopotamia.

El tesoro esplendoroso de Ur, hoy dividido entre Bagdad, Londres y Filadelfia -donde se puede contemplar, al fin en el UPennMuseum-, ha causado hasta hoy un grave problema antropológico. Los mitos, los textos épicos (como el Poema de Gilgamesh) y los himnos sumerios y acadios, describen el más allá como una antro oscuro, lleno de polvo, donde las almas (gidim) de los difuntos malviven, los ojos se resecan y los gusanos que rebullen acechan: un espacio infernal que marcará la concepción el infierno judío y, posteriomente, cristiano.

El más allá mesopotámico, por tanto, contrasta con el egipcio. En éste, campos florecientes, agua abundante, leche y miel, y un entorno idílico invitan al difunto -no siempre tan confiado como parece, sin embargo- a morar para la eternidad. El más allá culmina la vida terrenal; acoge lo mejor que la tierre puede ofrecer.
Por este motivo, los difuntos se aprestan gozosamente para el último viaje. Transportan todas sus pertenencias a fin de proseguir una vida ya de por sí, gracias a la fecundidad del Nilo, placentera.

El ajuar funerario aúreo de Ur contradice la sombría visión mesopotámica del inframundo. Los difuntos parecen ponerse sus mejores galas para aparecen ante Nergal y su esposa Ereshkigal, las divinidades que rigen la "vida" después de la muerte. ¿Acaso, entonces, el Tesoro de Ur, refleja una concepción del mundo de los muertos muy distinta de la que distilan los textos?

Hoy se sabe, al fin, que esto no es cuierto. Los ajuares funerarios deslumbrantes no son ornamentos que los difuntos portan para honrar a las potencias infernales, sino ofrendas para lograr que la estancia sea lo menos "terrorífica" o deprimente posible. Del mismo modo que, mucho más tarde, los griegos y los romanos, tendrán que pagar un peaje para viajar al más allá (los difuntos se enterraban con unas monedas en la boca o en las manos), los mesopotámicos tenían que implorar, mediante bienes deslumbrantes, a los dioses que no les hicieran una vida aún más imposible que la que habían tenido en la tierra, aplastada por el sol inclemente y los diluvios ocasionales que todo lo destruían.

Se ha descubierto también, en un nuevo estudio del yacimiento (preservado durante la guerra ya que alberga una base militar aérea), que las tumbas no eran construidas en vida, como en Egipto (ya que el ser humano se preparaba desde siempre para la gloria postrera, convertido en una estrella), sino, muy rápida y descuidadamente, tras la muerte del o de los ocupantes (ya que se trata, sobre todo, de tumbas familiares, reutilizadas durante siglos).

El Tesoro de Ur, pues, lejos de contradecir la siniestra visión del infierno que el espectro de Enkidu, el escudero de Gilgamesh, describe en su única apareción entre los vivos, la corrobora. El más allá era tan temible, que los muertos se arruinaban, y arruinaban sus familias, para tratar de lograr, vanamento, que los dioses infernales no les castigaran aún más y para siempre.

Los ajuares funerarios egipcios y mesopotámicos, pese a ser tan similares, revelan una concepción de la vida, y tienen un significado, opuestos. El oro, en Mesopotamia, no lograba disipar las tinieblas. O cegaba. Como ocurre aún hoy en Iraq.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Eero Saarinen: Shaping the Future (no future)






Las metáforas del pájaro abriendo las alas, y del interior de la ballena preparado para transformar a todos los jonases del mundo enviándolos a un nuevo mundo se han convertido casi en tópicos de la arquitectura aeropuertaria, pero fueron enunciadas por vez primera por Eero Saarinen, a mitad de los años 50, con el proyecto de la terminal de la TWA en el aeropuerto internacional de Nueva York (hoy JFK).

El escasamente visitado Museo de la Ciudad de Nueva York (que forma parte de la Museum Mile, que comprende el Museo Metropolitano de Arte, el Museo Cooper-Hewitt de diseño, el Museo Judio, el Museo Pueblo de arte íberoamericano, la Neue Galerie para el expresionismo alemán, y el Museo Guggenheim) presenta una muestra excelente (con fotografías, documentales, maquetas y mobiliario) dedicada a Saarinen, como forjador de la imagen moderna de los Estados Unidos, en los años cincuenta y sesenta: Eero Saarinen: Shaping the Future.

Saarinen es conocido por los proyectos depurados, casi vacíos, de sedes de grandes empresas multinacionales, de estilo rigurosa, austeramente "moderno" -formas cúbicas recubiertas de muros-cortina con motivos simples extendidos hasta la extenuación-.

Estas poderosas imágenes corporativas (que tuvieron gran ceptación tenían, sin embargo, una finalidad muy distinta. No se trataba de una arquitectura que debía atender solo a requerimientos económicos, funcionales y técnicos, sino también (o incluso sobre todo) a necesidades espirituales. Saarinen quería construir centros que simbolizaran la reunión voluntaria de individuos libres, centros de reunión o comunales, en suma, en los que individuos, sin perder su singularidad, sin abjurar o renunciar a lo que les constituían, conjuntaban libre (y no por imposición de planes quinquenales) sus esfuerzos en pos de un bien o un objetivo común: la mejora espiritual del mundo.
En este sentido, resulta esclarecedor la influencia manifestada por Saarinen de la mezquita de Córdoba que le proporcionó un modelo de espacio vacío dedicado a una comunidad en la que individuos rezaban, vueltos cada uno sobre si mismos pero al unísono, creando grupos de seres quer no dejaban de ser lo que eran (y pone de manifiesto el error de explicar la arquitectura de los siglos XX y XXI desligada de la historia, no necesariamente occidental, de la arquitectura).

Las sedes corporativas no eran, entonces, distintas de las numerosas capillas protestantes que
Saarinen construyó, inspirándose en estos casos de iglesias reformadas del norte de Europa, edificadas bajo un afilado campanario que se constituía como un punto de referencia para toda una comunidad, una invitación al encuentro y el compartir experiencias y meditaciones, a una plegaria conjunta.

La exposición documenta, agudamente, una faceta menos conocida del trabajo de Saarinen: la arquitectura doméstica, caracterizada por interiores compuestos por estancias interconectadas, dotadas de un mobiliario escaso y "moderno" (simple), organizadas alrededor de una amplia sala de estar alrededor de un espacio de encuentro.

Ssarinen empezó a proyectar esas viviendas a finales de la II Guerra Mundial, como respuesta a las necesidades de los soldados heridos física y espiritualmente que retornaban del combate y necesitan ser alojados. Se trataba de ofrecerles un espacio en los que pudieran reposarse y reencontrarse, restablecerse en todos los sentidos de la palabra: unos espacios de acogida, acogedores. El estilo denudado, la escasez franciscana de objetos, las formas nuevas tenían como fin constituir una especie de espacio en blanco que no mirara a un pasado horrísono, en los que no se pudiera recordar nada, afin que la mente, en blanco, pudiera descansar. El estilo moderno, tanto de la arquitectura como del mobiliario (las sillas y las mesas, con un solo soporte central, que rehuían, por tanto, el contacto con la dura tierra, eran y son significativas de este esfuerzo de elevación moral que Saarinen buscaba), rompía intencionadamente con el pasado, porque éste era demasiado doloroso. Antes que casas, lo que Saarinen proyectó eran centros de recogimiento. Lo "moderno" (el estilo moderno) era la manera, la "forma" más eficaz de huir de un mundo en ruinas, de historias personales rotas.

Las tentativas de Saarinen fracasaron. El ser humano no puede obviar el dolor. Entre la austeridad y la frialdad, la discreción y el desinterés, la frontera es tenue.

Pero Saarinen, como un arquitecto medieval que aspiraba a la pureza y la luz, dotó de una extraña intensidad a las formas descarnadas modernas.

Una exposición soberbia.