Templo egipcio
Templo cristiano
Los templos pueden ordenarse en función del tipo de religión a la que atienden. Habitualmente, se distinguen entre los templos de cultos politeístas y los de ritos monoteístas.
Los primeros son la morada de una o varias divinidades (representadas, en general, por sus estatuas de culto, que son el cuerpo terrenal del espíritu divino que se muestra a través de las imágenes o efigies): el ser humano, salvo los sacerdotes y los monarcas -que median entre los hombres y los dioses- tiene vetada su entrada.
En algunos casos, incluso, el templo es la divinidad personificada. Desde luego, el santuario es un organismo habitado, animado. Su forma reproduce generalmente el cíclico tránsito celestial de las divinidades, representadas, en este caso, por cuerpos astrales. Así, el la disposición del templo egipcio dibuja y rememora el movimiento del sol.
Los altares suelen disponerse fuera del templo, frente a la fachada: del mismo modo que los manjares son presentados ante el comensal en un banquete, los sacrificios son ofrendados sobre las mesas ante el cuerpo de la divinidad que es el edificio.
Los templos de las religiones monoteístas (zoroastrismo, cristianismo, judaismo, islam) también son moradas, pero no pertenecen a la divinidad sino a los fieles: son casas comunales, lugares de encuentro entre los humanos y las potencias celestiales. La elección de la tipología basilical -la forma de los edificios públicos romanos- para las iglesias primitivas y, posteriormente, renacentistas, es una prueba de la función del templo cristiano. Se trata de un espacio sagrado, no porque la divinidad more en él, sino porque enmarca el cruce de miradas entre el hombre y el dios que se le aparece, la audición del verbo divino, la visión o lectura de su nombre. La disposición favorece -y simboliza- el viaje iniciático del hombre que avanza hacia su dios.
Existe un tercer tipo de santuario: el que atiende a religiones sin divinidades. Así, el budismo es una religión para la cual dios no existe (o cuya existencia no se plantea, o no plantea dudas o preguntas; dios no es tema de preocupación): el universo vive sin necesidad de un motor sobrenatural, sin haber sido creado en un momento dado, en el inicio de los tiempos.
El templo budista, entonces, no es la casa de una divinidad inexistente (Buda no es un dios sino un mediador), ni de los fieles, ya que éstos no necesitan espacio alguno para hallarse con quien no se concibe. Por este motivo, el templo budista es macizo interiormente: no posee espacio interior; es impenetrable. Solo puede ser rodeado, por fuera.
En ocasiones, es cierto que el hombre puede acceder en una parte del interior: pero el único espacio transitable es un pasadizo que rodea un centro monolítico, coronado por una cúpula vertical también maciza. Dado que Buda es un guía que ilumina (Buda significa Iluminado), cuatro estatuas, orientadas según los puntos cardinales, se disponen alrededor del bloque central a fin de orientar al humano cuando, literalmente, da vueltas alrededor de la nada, de la figuración de un misterio: un bloque pétreo en el que nada puede verse, y sobre el que, o al que, solo se le puede dar vueltas, física y mentalmente. El templo budista es un mecanismo que hace pensar, volviendo una y otra vez sobre lo mismo.
Hegel ya asoció la lejanía divina egipcia (aunque no la inexistencia de ésta) con el hermetismo de la pirámide, pero no podía saber aún (estamos a principios del s. XIX, cuando la egiptología apenas ha comenzado) que la pirámide no es un templo sino una tumba. La radical novedad del templo budista, entonces, se mantiene.
Posiblemente, sea la pagoda budista la arquitectura sagrada más útil para el ser humano: le ayuda a superarse, sin adoctrinarlo. La iluminación no es física (no hay luz en el templo) sino espiritual: solo ilumina a quien la busca.