Ante nosotros se abría una profunda brecha que se adentraba en la tierra. Una escalera, estrecha y empinada, sumida en la penumbra, descendía durante un largo trecho, antes de torcer hacia la derecha y de seguir hundiéndose, ya en la oscuridad. Desembocaba en un pasillo angosto y abovedado, de techo bajo, húmedas paredes y suelo de tierra compactada, que no cesaba de descender y zigzagueaba, con pronunciados quiebros, sin que se adivinase hacia donde conducía.
Una primera estancia alargada, desnuda, se conectaba a una segunda, tan larga y estrecha, dispuesta perpendicularmente a la primera. Ésta última era también muy profunda y umbría. Si no fuera por una débil iluminación eléctrica, sería imposible circular.
Los romanos del Bajo Imperio tenían que portar algunas pocas antorchas. Nos hallábamos, en efecto, en el centro de un espacio de culto subterráneo que carecía de cualquier señal en el exterior, en pleno centro de la ciudad de Capua (Italia). Esto no era debido a la necesidad de ocultarse, como si de un santuario mefítico, o de un culto secreto o prohibido se tratase, sino que éste requería practicarse en lo hondo de la tierra (madre).
La estancia presenta dos bancos corridos a ambos lados. Sobre la pared del fondo, una plataforma baja de obra sobre la que destaca un gigantesco fresco que cubre enteramente la pared. El estado de conservación es excepcional. Se trata de una obra única en el mundo romano. Muestra a un hombre joven, cubierto con un gorro frigio y una corta túnica, degollando fieramente mientras gira la cabeza hacia los espectadores, en medio de un corro de imágenes de humanos y de animales, un toro blanco descomunal que ha doblegado las patas y parece, pese a la fiereza del cuello eshiesto, haberse rendido.
La figura central es Mitra; una antiquísima divinidad védica, pasada a Persia, cuya figura se acrecentó, convirtiéndose en un dios único (o, mejor dicho, en un dios con dos personas, el hijo -Mitra- y el padre -Ahura Mazda-) gracias a la reforma de Zoroastro durante la primera mitad del primer milenio aC.
Esta divinidad sedujo a los soldados romanos asentados en la frontera oriental del Imperio. El culto a Mitra -que cohabitaba con los cultos a otras divinidades como Orfeo, Dionisos, Cibeles, Isis, etc.- se divulgó por todo el bajo imperio, sobre todo en la parte occidental.
Mitra ofrecía lo que la religión capitolina y el culto imperial no podían ofrecer: una relación personal con una divinidad que se sacrificaba en favor de los hombres.
En lo hondo de una cueva, un veinticino de diciembre, una virgen dió a luz a un dios redentor. Pronto partió para divulgar la buena nueva. Persiguío a un toro blanco hasta que lo acorraló en una cueva, similar al antro en el que había nacido. Allí lo sacrificó. Su sangre, vertida sobre la tierra regeneró al mundo.
El toro blanco era una manifestación del propio Mitra. El sacrificio que practicaba era una auto-inmolación. El propio Mitra entregaba su sangre para la renovación del mundo y de sus fieles. Su sangre lavaba las faltas.
Los seguidores de Mitra, entonces, rememoraban, en criptas que recordaban el portal de los inicios, el sacrificio de su dios salvador. Los iniciados, que tenían acceso al santuario, se bañaban con la sangre de un toro degollado. Luego, comulgaban con pan y con vino, mientras un sacerdote evocaba la vida del dios entregado. La cueva les alumbraba. Finalmente, retornaban a la luz. Ésta, ahora, tenía sentido.
Los fieles de Mitra, sin embargo, no aceptaban a las mujeres, y no deseaban propagar su fe. No la impusieron (a sangre y fuego). Su culto, minoritario, sucumbió, primero, ante el empuje del culto a Isis, la madre del dios (Horus), y luego, de los seguidores de Cristo.
Los mitreos se convirtieron en las criptas de las primeras basílicas cristianas.
El Mitreo es Capua es un espacio excepcional. Su sacralidad se impone. Y nos recuerda o nos evoca aún, las imágenes de plenitud -y de muerte- que las cuevas suscitaban, y que los mitreos, primero, las criptas y las oscuras iglesias del cristianismo primitivo, abombadas, grávidas por tantas capillas salientes, desarrollaron y simbolizaron.
Se ha dicho, un tanto esquemáticamente, que faltó poco para que hoy seamos creyentes de Mitra. Falso: Mitra no vino a salvar el mundo, en general, pese incluso a la ocasional oposición de éste, sino que solo se entregaba a quienes (hombres) decidían seguirle, tras complejos ritos iniciáticos. Mitra es un término indo-europeo que significaba pacto o acuerdo, pero también amigo. Fue el primer dios que fue un hombre -antes de la divinizacón de Cristo (quizá por o a partir de Pablo).
La visita al Mitreo de Capua constituye, entonces, una de las más hermosas visitas a la región de Nápoles. Y evoca lo que pudo haber sido. En qué se hubiera convertido el mundo. Vana -e inútil- pregunta, sin duda.