(Fotos: Tocho: Julio de 2011. Utilización libre)
Imágenes de la entrada antes y después de 1943, y del espacio central dedicado al arte egipcio, antes de 1943 y tras la restauración.
El Neue Museum, en Berlín, cerrado desde que fue incendiado en 1943, ha reabierto, restaurado admirablemente por el arquitecto inglés David Chipperfield (obra que ha merecido el Premio Europeo Mies van der Rohe 2010)
Alberga arte egipcio faraónico (que hasta entonces se hallaba en el antiguo Berlín oeste) y colecciones de arqueología europea, sobre todo nórdica (celta, germánica), que formaban parte del Museo de la Prehistoria, ubicado anteriormente en el Palacio de Charlottenburg (antiguo Berlín occidental, igualmente).
La unión de las dos colecciones, egipcia y celta, da lugar a una exposición permanente un tanto extraña o confusa.
Pero, más allá de las hermosas máscaras mortuorias de la época del faraón Akhenaton, el Neues Museum merece ser visitado por si mismo.
Antes de la Segunda Guerra Mundial ya se trataba de un museo enteramente dedicado al arte egipcio. Toda la decoración (columnas papiriformes, frescos, etc.) evocaba la arquitectura egipcia y documentaba, de manera fantasiosa o cinematográfica, las riberas del Nilo.
Recuperar la ornamentación hubiera sido un error, digno de un parque temático, y una tarea imposible o inútilmente dispendiosa.
La restauración ha consistido en no restaurar. Los paramentos, los fragmentos decorativos han sido consolidados, pero no completados. El museo exhibe todas sus heridas; marcas de metralla, de hollín; muros lacerados, frescos mutilados o quemados, difícilmente legibles, en los que ya casi no se reconoce escena nítida alguna; muros desnudados en parte; techos en los que ya solo quedan fragmentos decorativos inconexos. Las sucesivas capas de las antiguas decoraciones se exponen a la vista. El ladrillo, cubierto por los frescos, ha quedado al descubierto; las molduras, rotas, ennegrecidas, salpican lo alto de los muros. Toda la lógica ornamental se ha derrumbado. Solo queda un envoltorio dañado, que no esconde sus miserias.
Lo que se da a ver es la historia de un museo egipcio. Guarda una memoria fragmentada de las imágenes que el Egipto faraónico suscitaba en la primera mitad de siglo. La desmesura, la ampulosidad, la gratuidad y falsedad de la ornamentación han quedado puestas en evidencia. Se trata de un museo roto: todas sus marcas, todos sus errores se leen en las paredes, las bóvedas, las columnas. Abierto en canal, no se ha querido cerrar las heridas, como si nada hubiera ocurrido.
Y, por eso, se trata de un museo de historia admirable: los avatares, los daños que la historia infringe han quedado registrados. La mejor lección de historia se descubre recorriendo en silencio las salas.
Y es cuando las obras egipcias, celtas, germánicas, chipriotas, romanas, auténticas, bien conservadas, excelentemente presentadas, de pronto, parecen falsas, porque esconden su historia en la mayoría de los casos. Tan solo la pérdida de un ojo del busto de Nefertiti, algo desvalida o empequeñecida en una sala de planta circular demasiado grande y vacía, recuerda que el tiempo ciega, o descubre las miserias, la antigua falsedad de un museo que, tras el bombardeo y el incendio, cuyos estragos no se han borrado, adquiere una insólita autenticidad.
Quizá, hoy, el museo europeo más inteligente.