Gilgameš, el legendario rey de la ciudad de Uruk, acabó su vida como un “santo”, adorado, recordado por sus súbditos. Una imagen muy distinta de la que se desprendía en los inicios de su reinado.
A Gilgameš se le acusaba de ser, en los inicios, un tirano cruel, que exigía incluso desflorar a todas las jóvenes prometidas. La ciudad le temía, y le despreciaba.
Por ese motivo, los dioses buscaron una solución: proporcionarle un compañero con el que aprender las artes de la civilidad.
Enkidu fue el elegido: un ser descendido de las montañas, arisco, salvaje, más fiero aún que Gilgameš. Un peligro. No se le podía dejar entrar en la ciudad en este estado.
De nuevo, el cielo intervino. Pidió a una prostituta que sedujera a Enkidu y le redujera el ímpetu. El encuentro sexual facilitaría el encaramiento. Los contendientes se mirarían a los ojos. Era precisamente ese verse las caras de cerca, ese reconocerse en los ojos del rival, lo que permitió que Enkidu se diera cuenta de quién era, de lo que hacía, y se apaciguara.
Los sumerios daban mucha importancia al cruce de miradas, al reconocimiento visual, que, por un lado, solo era posible si se habían depuesto las armas, y, por otro, ayudaba a rebajar la tensión guerrera.
Desde entonces, Enkidu estaba preparado para el diálogo. La ciudad podía ahora aceptarlo.
Para los sumerios, la ciudad no era apta para los salvajes. La naturaleza incólume no era un bien. Era pasto de monstruos y de fieras. Solo después de ser transformada por la acción de los hombres, aleccionados por el dios Enki, la naturaleza se convertía en un lugar amable.
La ciudad era la antítesis de la naturaleza. La ciudad era considerada como el espacio dónde el ser humano adquiría humanidad: un lugar de convivencia, que formaba una verdadera comunidad en la que las diferencias se resolvían. Los salvajes siempre vivían solos; los hombres, es decir, los ciudadanos, se encontraban en las asambleas, y convivían. Los hombres, en la ciudad, tenían que vestirse, un signo que habían abandonado su condición indómita primigenia. Para ser un humano había que vivir en la ciudad.
Los sumerios se hallaban muy lejos de la ingenia visión del buen salvaje que imperaría en el siglo XVIII en Europa, y que vuelve hoy.