viernes, 7 de octubre de 2011
jueves, 6 de octubre de 2011
Yoko Ono (1933): White Chess Set (Juego de ajedrez blanco) (1966)
Yoko Ono: PLAY IT BY TRUST aka WHITE CHESS SET (1966)
Play it for as long as you can remember
who is your opponent and
who is your own self.
Para Gregorio Luri (Blog El Café de Ocata)
Arte y Fetiche
Debe de ser una casualidad que las primeras expediciones arqueológicas en Egypto, y un poco más tarde, en el Próximo Oriente, a la búsqueda de obras antiguas singulares, empezaran cuando el arte en Europa dejara de tener sentido, o se convirtiera en algo decorativo o que tenía que ser contemplado desde cierta distancia, como un cuerpo un tanto extraño y un tanto prescindible.
Hasta finales del siglo XVIII, en Europa, el arte, tal como lo entendemos hoy, no existía; no existían obras de arte que tuvieran que ser apreciadas por sus cualidades (superficiales). Las grandes obras de arte, religiosas o mitológicas (incluso las obras de género como los bodegones) eran considerados como unos fetiches. No importaba demasiado cómo habían sido manufacturados; fueran hermosos o feos (calificativos en los que pocos pensaban), lo importante era la capacidad de las obras de ser lo que representaban. Los crucifijos sanguinolentos, las pinturas de santos y mártires, eran, no admiradas, sino adoradas. Es cierto que lo que hubiera tenido que suscitan devoción era, no la imagen, sino la figura representada; ella era la que hubiera tenido que despertar pasiones; pero las obras más apreciadas eran las que eran capaces de transportan al espectador (o, más bien, al fiel) hasta los santos y los mártires, o eran capaces de que éstos se encarnasen ante los angustiados devotos. La obra era idéntica al modelo figurado. Tocando la estatua o la pintura, el devoto tenía la sensación de entrar en contacto con el cuerpo dolorido o transfigurado del santo, que se mostraba, como Cristo, ante los sentidos de los hombres, para redimirlos. El que la talla o la pintura hubiera sido habilidosa o hermosamente representada contaba poco a la hora de valorar la imagen. Ésta tenía que transportar al devoto, dándole la sensación que estaba ante el cuerpo presente del ser sobrenatural.
Esta creencia en la magia de la imagen decayó desde el Siglo de las Luces (aunque los vídeos de Lady Gaga y Justin Bierbier, como hace poco, los de Hannah Montana -que Dios la preserve- siguen suscitando el delirio, como si aquellos se hubieran materializado). Las imágenes, los fetiches, más bien, se convirtieron en obras de arte. Dejaron de estar imbuidos del poder, el aura de las figuras representadas (o, mejor dicho, encarnadas). Las obras ya no se podían tocar: eran inertes. Frágiles bibelots que se quebraban y se quiebran con el solo roce. ¿Cabe imaginar que los rudos fetiches tenían que vivir entre algodones? Su fuerza no aminoraba ante los ocasionales desperfectos. Si los fetiches no se tocaban no era porque se temiera dañarlos sino porque inspiraban terror: si se tocaban, sin la debida preparación, uno podía caer fulminado. Las efigies, los fetiches mataban; las obras de arte solo podían ser observadas, distraidamente y desde lejos (de cerca se descubría la superchería: eran falsos idolos, sin poder alguno, meros objetos planos) de modo que la factura, ahora sí, se convertía en un elemento que cualificaba la creación.
La creencia en el poder efectivo e inmemorial de las imágenes había disminuido o cesado. De algún modo, hacía falta hallar sustitutivos. Las imágenes de los astros (de la música y del deporte) aun no existían. Los nuevos fetiches no podían ser contemporáneos de los espectadores. Ya nada creía en la fuerza de las imágenes. Por necesidad, tenían que proceder de la antigüedad, de la remota antigüedad. El arte greco-latino era demasiado parecido al arte neoclásico. Pocos poderes, escaso magnetismo parecían poseer las estatuas de divinidades como Venus o Apolo, apreciadas mas bien por su belleza, no por su capacidad de reflejar la irradiación divina. El arte greco-latino eras eso, arte: poco tenía que ver con la magia.
Por ese motivo, los occidentales partieron en busca de imágenes que les devolvieran la inquietante prestancia de lo invisible. Excavaron en Egipto, en Oriente y, pronto, en África.
Exploraron las colonias. Conquistaron tierras, crearon colonias para extraer bienes (y obtener esclavos) y abrir mercados,. Pero también buscaron lo que los fetiches occidentales, reducidos a obras de arte, ya no podían ofrecerles: el temor, y el temblor, ante lo desconocido.
Hasta finales del siglo XVIII, en Europa, el arte, tal como lo entendemos hoy, no existía; no existían obras de arte que tuvieran que ser apreciadas por sus cualidades (superficiales). Las grandes obras de arte, religiosas o mitológicas (incluso las obras de género como los bodegones) eran considerados como unos fetiches. No importaba demasiado cómo habían sido manufacturados; fueran hermosos o feos (calificativos en los que pocos pensaban), lo importante era la capacidad de las obras de ser lo que representaban. Los crucifijos sanguinolentos, las pinturas de santos y mártires, eran, no admiradas, sino adoradas. Es cierto que lo que hubiera tenido que suscitan devoción era, no la imagen, sino la figura representada; ella era la que hubiera tenido que despertar pasiones; pero las obras más apreciadas eran las que eran capaces de transportan al espectador (o, más bien, al fiel) hasta los santos y los mártires, o eran capaces de que éstos se encarnasen ante los angustiados devotos. La obra era idéntica al modelo figurado. Tocando la estatua o la pintura, el devoto tenía la sensación de entrar en contacto con el cuerpo dolorido o transfigurado del santo, que se mostraba, como Cristo, ante los sentidos de los hombres, para redimirlos. El que la talla o la pintura hubiera sido habilidosa o hermosamente representada contaba poco a la hora de valorar la imagen. Ésta tenía que transportar al devoto, dándole la sensación que estaba ante el cuerpo presente del ser sobrenatural.
Esta creencia en la magia de la imagen decayó desde el Siglo de las Luces (aunque los vídeos de Lady Gaga y Justin Bierbier, como hace poco, los de Hannah Montana -que Dios la preserve- siguen suscitando el delirio, como si aquellos se hubieran materializado). Las imágenes, los fetiches, más bien, se convirtieron en obras de arte. Dejaron de estar imbuidos del poder, el aura de las figuras representadas (o, mejor dicho, encarnadas). Las obras ya no se podían tocar: eran inertes. Frágiles bibelots que se quebraban y se quiebran con el solo roce. ¿Cabe imaginar que los rudos fetiches tenían que vivir entre algodones? Su fuerza no aminoraba ante los ocasionales desperfectos. Si los fetiches no se tocaban no era porque se temiera dañarlos sino porque inspiraban terror: si se tocaban, sin la debida preparación, uno podía caer fulminado. Las efigies, los fetiches mataban; las obras de arte solo podían ser observadas, distraidamente y desde lejos (de cerca se descubría la superchería: eran falsos idolos, sin poder alguno, meros objetos planos) de modo que la factura, ahora sí, se convertía en un elemento que cualificaba la creación.
La creencia en el poder efectivo e inmemorial de las imágenes había disminuido o cesado. De algún modo, hacía falta hallar sustitutivos. Las imágenes de los astros (de la música y del deporte) aun no existían. Los nuevos fetiches no podían ser contemporáneos de los espectadores. Ya nada creía en la fuerza de las imágenes. Por necesidad, tenían que proceder de la antigüedad, de la remota antigüedad. El arte greco-latino era demasiado parecido al arte neoclásico. Pocos poderes, escaso magnetismo parecían poseer las estatuas de divinidades como Venus o Apolo, apreciadas mas bien por su belleza, no por su capacidad de reflejar la irradiación divina. El arte greco-latino eras eso, arte: poco tenía que ver con la magia.
Por ese motivo, los occidentales partieron en busca de imágenes que les devolvieran la inquietante prestancia de lo invisible. Excavaron en Egipto, en Oriente y, pronto, en África.
Exploraron las colonias. Conquistaron tierras, crearon colonias para extraer bienes (y obtener esclavos) y abrir mercados,. Pero también buscaron lo que los fetiches occidentales, reducidos a obras de arte, ya no podían ofrecerles: el temor, y el temblor, ante lo desconocido.
martes, 4 de octubre de 2011
David Bestué (1980): Formalismo Puro. Un repaso a la arquitectura moderna y contemporánea de España (2011)
David Bestué ha escrito el que posiblemente sea el mejor libro sobre la arquitectura española jamás publicado: Formalismo puro. Un repaso a la arquitectura moderna y contemporánea de España, Tenov, Barcelona, 2011.
Las fotos no proceden de las favorecedoras, y casi siempre "libres" de gente y enseres, imágenes que los arquitectos entregan, sino que, en su mayoría, han sido, intencionadamente, realizadas por el autor. Imágenes que no solo ilustran, sino que construyen, junto con textos cortos, e imágenes suscitadas por lo que los arquitectos y los críticos has escrito, lo que el autor ha intuido ante la obra, o las asociaciones formales o de contenido que establece, una mirada crítica que destaca o destapa aspectos, a menudo desconocidos o escondidos, de lo que son los edificios -o aspiraban a ser.
David Bestué escribe (p. 12):
"El uso de la arquitectura cambia con el tiempo, buscar el sentido original de su construcción es como intentar descifrar un jeroglífico, sepultado bajo el respeto que infunde lo antiguo o la indiferencia que sentimos frente al abandono y lo obsoleto. Entrar en un edificio es meterse en un cuerpo inerte donde el sujeto se enfrenta con el objeto, buscar la empatía con algo inorgánico para poseerlo, para extender el ámbito de lo corporal. Si la arquitectura es el arte de gestionar el espacio, el de sus habitantes es el de gestionar sus acciones en él. Contraer el tiempo con nuestros músculos para comprender el espacio, recorrer su interior, establecer vínculos entre el mundo de las ideas y el de las cosas, entre el uso y el pensamiento; forzar situaciones en una arquitectura, manipularla (de la misma forma que ella manipula a la realidad) es la única forma de intentar explicarla".
De lectura obligatoria en las escuelas de arquitectura.
Inútil es convocar este año el Premio FAD de Pensamiento: el texto ganador es incuestionable.
PS: Existe un cortometraje relacionado con el libro, ya mostrado en Tocho.
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