lunes, 10 de octubre de 2011
El retorno a casa
¿La etimología sería engañosa? Las palabras, ¿no querrían decir lo que dicen?
Todas las etimologías de los términos que nombrar al espacio privado, doméstico, evocan el enraizamiento. Morada, en español, está relacionado con el verbo demorarse: detenerse, instalarse, quedarse quieto (aunque sea por un momento). Una morada interrumpe un viaje o un deambular errático. En francés, "demeure" es un sustantivo que se traduce por morada, mientras que el verbo "demeurer" significa habitar. Las sedes, los asentamientos se relacionan con los asientos. Sentarse y asentarse son verbos vecinos. En todos los casos, el espacio limitado de una casa delimita un territorio en el que el ser humano se encuentra como en casa: cómodo, cómodamente instalado. Los deseos de partir parecen ya no tener cabida en la casa. Los sumerios no distinguían entre el hecho de morar o habitar y el de sentarse; ambas acciones se designaban con un mismo verbo: til. Igualmente, emplazar, presentar, sentar se decían del mismo modo: gar. En todos los casos, se trataba de colocar firmemente, de asentar sólida y permanentemente una ente en un lugar dado que pudiera protegerlo.
Pero los mitos no dicen lo mismo. En los mitos, el hogar es el espacio donde no se vive, no se está; la casa es el lugar desde dónde se parte para un viaje que dura una vida. se trata de la casa natal, la casa familiar. Espacio recluido que se abandona, hasta regresar. Los mitos se refieren al retorno al hogar tras una vida en el exterior.
La casa aparece como un inicio y un término: marcan un itinerario vital. En casa no se está; se regresa, quizá para no volver a partir más.
Casi todos los mitos cuentan un viaje: el abandono de la casa, que es el inicio de la vuelta a ella. En el Poema de Gilgamesh, que narra el viaje que el rey de Uruk, Gilgamesh emprende para descubrir la esencia del ser humano -su condición mortal-, lo que le permite retornar, sabio, ilustrado y desengañado, pero tranquilo; los mitos también explican la relación, entre la huida y el apego, que Ulises mantiene con su palacio en Ítaca, donde le aguarda Penélope, investida de unos valores opuestos a los que Circe y Calipso poseen -los valores de la permanencia y la renuncia, contrapuestos a los de la aventura, el descubrimiento y la transformación de las magas antes citadas; valores de seguridad, fidelidad y luz tenue y envolvente, la cálida o mortecina luz del hogar, que se enfrentan a los de la transgresión, la inconstancia, la llama (que alumbra los palacios de las hechiceras) y la quemazón (ya que es fácil quemarse en contacto con aquéllas)- hasta el regreso de Ulises -Ulises, que volverá a partir-; las leyendas narran la salida del hogar de Jesucristo, imbuido con una misión que no puede ceñirse al espacio cerrado doméstico, sino que requiere espacios abiertos en lo que se agolpan multitudes, espacios por los que Cristo transita sin cesar, poseído por la fiebre del viaje, hacia los cuatro puntos del orbe, antes de retornar a "la casa del Padre" -tras su muerte-, como literalmente enuncia; y las leyendas narran, al fin, el regreso del bíblico hijo pródigo, que parece cerrar una herida, y completar una casa (una familia) mutilada.
El viaje que el héroe emprende puede ser luminoso o terrorífico. Pulgarcito y sus hermanos pequeños tratan de regresar a casa buscando una salida al intrincado bosque en el que sus padres, sin recursos, han querido perderles. Su retorno simboliza la vuelta a la vida. Del mismo modo, el padre, que acoge al hijo pródigo, partido desde hace una eternidad, y organiza un banquete para recibirle y honrarle, explica que su hijo estaba muerto y ha regresado a los vivos. ¿Qué otro milagro, una verdadera resurrección, se podría bendecir? El héroe vuelve al hogar tras una vida, plena o errante, vida que ha sido vida o muerte; pero vuelve a la vida -para morir: vuelve de su último viaje. La casa que fue su cuna acaba siendo su tumba. Toda una vida se resume en la partida y el regreso.
Los despegues, las huidas o los viajes que se emprenden desde la casa no implican necesariamente que la vida hogareña se haya vuelto un infierno, ni que el retorno cure. Harold Pinter, en la obra teatral El regreso al hogar (The Homecoming) (1965), ya mostró que la vuelta hace saltar las llaves que hasta entonces mantenían secretos a buen recaudo. Es cierto que Freud, en un ensayo reiteradamente citado, ha desvelado la cara oculta de la bondad del hogar: espacio de proximidad, que acaba constituyendo en un infierno, precisamente porque todo está a la vista, a merced de la mirada amable o inquisitiva del otro, de la que no se puede escapar: la casa se convierte en una cárcel.
La casa es una cárcel, o así se vive , aunque no atesore secretos que pueden salir a la luz. Se quiere descubrir el mundo, más allá del muro, la tapia que impide la vista, de las cuatro paredes. Incluso aquéllos a los que no les queda más remedio que vivir recluidos necesitan el viaje, siquiera mentalmente, como Funes el Memorioso que Borges pintara -un pobre inválido, inmóvil en una silla,que logra escapar de su estancia gracias a la imaginación y a su prodigiosa memoria; ni siquiera necesita sentarse ante la ventana para escapar.
Quiénes se aprestan a partir, sabiendo que las experiencias ajenas, de todos modos, no sirven-. La casa siempre es la última casa. Se está siempre de vuelta. Vuelta del viaje que es la vida, como Ulises comprendió:
Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage,
Ou comme cestuy-là qui conquit la toison,
Et puis est retourné, plein d'usage et raison,
Vivre entre ses parents le reste de son âge !
Quand reverrai-je, hélas, de mon petit village
Fumer la cheminée, et en quelle saison
Reverrai-je le clos de ma pauvre maison,
Qui m'est une province, et beaucoup davantage ?
Plus me plaît le séjour qu'ont bâti mes aïeux,
Que des palais Romains le front audacieux,
Plus que le marbre dur me plaît l'ardoise fine :
Plus mon Loir gaulois, que le Tibre latin,
Plus mon petit Liré, que le mont Palatin,
Et plus que l'air marin la doulceur angevine.
(Joachim du Bellay: Heureux qui comme Ulysse, c. 1550)
The Beatles: She´s Leaving Home (1966)
The Rolling Stones: Prodigal Son (1968)
Todas las etimologías de los términos que nombrar al espacio privado, doméstico, evocan el enraizamiento. Morada, en español, está relacionado con el verbo demorarse: detenerse, instalarse, quedarse quieto (aunque sea por un momento). Una morada interrumpe un viaje o un deambular errático. En francés, "demeure" es un sustantivo que se traduce por morada, mientras que el verbo "demeurer" significa habitar. Las sedes, los asentamientos se relacionan con los asientos. Sentarse y asentarse son verbos vecinos. En todos los casos, el espacio limitado de una casa delimita un territorio en el que el ser humano se encuentra como en casa: cómodo, cómodamente instalado. Los deseos de partir parecen ya no tener cabida en la casa. Los sumerios no distinguían entre el hecho de morar o habitar y el de sentarse; ambas acciones se designaban con un mismo verbo: til. Igualmente, emplazar, presentar, sentar se decían del mismo modo: gar. En todos los casos, se trataba de colocar firmemente, de asentar sólida y permanentemente una ente en un lugar dado que pudiera protegerlo.
Pero los mitos no dicen lo mismo. En los mitos, el hogar es el espacio donde no se vive, no se está; la casa es el lugar desde dónde se parte para un viaje que dura una vida. se trata de la casa natal, la casa familiar. Espacio recluido que se abandona, hasta regresar. Los mitos se refieren al retorno al hogar tras una vida en el exterior.
La casa aparece como un inicio y un término: marcan un itinerario vital. En casa no se está; se regresa, quizá para no volver a partir más.
Casi todos los mitos cuentan un viaje: el abandono de la casa, que es el inicio de la vuelta a ella. En el Poema de Gilgamesh, que narra el viaje que el rey de Uruk, Gilgamesh emprende para descubrir la esencia del ser humano -su condición mortal-, lo que le permite retornar, sabio, ilustrado y desengañado, pero tranquilo; los mitos también explican la relación, entre la huida y el apego, que Ulises mantiene con su palacio en Ítaca, donde le aguarda Penélope, investida de unos valores opuestos a los que Circe y Calipso poseen -los valores de la permanencia y la renuncia, contrapuestos a los de la aventura, el descubrimiento y la transformación de las magas antes citadas; valores de seguridad, fidelidad y luz tenue y envolvente, la cálida o mortecina luz del hogar, que se enfrentan a los de la transgresión, la inconstancia, la llama (que alumbra los palacios de las hechiceras) y la quemazón (ya que es fácil quemarse en contacto con aquéllas)- hasta el regreso de Ulises -Ulises, que volverá a partir-; las leyendas narran la salida del hogar de Jesucristo, imbuido con una misión que no puede ceñirse al espacio cerrado doméstico, sino que requiere espacios abiertos en lo que se agolpan multitudes, espacios por los que Cristo transita sin cesar, poseído por la fiebre del viaje, hacia los cuatro puntos del orbe, antes de retornar a "la casa del Padre" -tras su muerte-, como literalmente enuncia; y las leyendas narran, al fin, el regreso del bíblico hijo pródigo, que parece cerrar una herida, y completar una casa (una familia) mutilada.
El viaje que el héroe emprende puede ser luminoso o terrorífico. Pulgarcito y sus hermanos pequeños tratan de regresar a casa buscando una salida al intrincado bosque en el que sus padres, sin recursos, han querido perderles. Su retorno simboliza la vuelta a la vida. Del mismo modo, el padre, que acoge al hijo pródigo, partido desde hace una eternidad, y organiza un banquete para recibirle y honrarle, explica que su hijo estaba muerto y ha regresado a los vivos. ¿Qué otro milagro, una verdadera resurrección, se podría bendecir? El héroe vuelve al hogar tras una vida, plena o errante, vida que ha sido vida o muerte; pero vuelve a la vida -para morir: vuelve de su último viaje. La casa que fue su cuna acaba siendo su tumba. Toda una vida se resume en la partida y el regreso.
Los despegues, las huidas o los viajes que se emprenden desde la casa no implican necesariamente que la vida hogareña se haya vuelto un infierno, ni que el retorno cure. Harold Pinter, en la obra teatral El regreso al hogar (The Homecoming) (1965), ya mostró que la vuelta hace saltar las llaves que hasta entonces mantenían secretos a buen recaudo. Es cierto que Freud, en un ensayo reiteradamente citado, ha desvelado la cara oculta de la bondad del hogar: espacio de proximidad, que acaba constituyendo en un infierno, precisamente porque todo está a la vista, a merced de la mirada amable o inquisitiva del otro, de la que no se puede escapar: la casa se convierte en una cárcel.
La casa es una cárcel, o así se vive , aunque no atesore secretos que pueden salir a la luz. Se quiere descubrir el mundo, más allá del muro, la tapia que impide la vista, de las cuatro paredes. Incluso aquéllos a los que no les queda más remedio que vivir recluidos necesitan el viaje, siquiera mentalmente, como Funes el Memorioso que Borges pintara -un pobre inválido, inmóvil en una silla,que logra escapar de su estancia gracias a la imaginación y a su prodigiosa memoria; ni siquiera necesita sentarse ante la ventana para escapar.
Quiénes se aprestan a partir, sabiendo que las experiencias ajenas, de todos modos, no sirven-. La casa siempre es la última casa. Se está siempre de vuelta. Vuelta del viaje que es la vida, como Ulises comprendió:
Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage,
Ou comme cestuy-là qui conquit la toison,
Et puis est retourné, plein d'usage et raison,
Vivre entre ses parents le reste de son âge !
Quand reverrai-je, hélas, de mon petit village
Fumer la cheminée, et en quelle saison
Reverrai-je le clos de ma pauvre maison,
Qui m'est une province, et beaucoup davantage ?
Plus me plaît le séjour qu'ont bâti mes aïeux,
Que des palais Romains le front audacieux,
Plus que le marbre dur me plaît l'ardoise fine :
Plus mon Loir gaulois, que le Tibre latin,
Plus mon petit Liré, que le mont Palatin,
Et plus que l'air marin la doulceur angevine.
(Joachim du Bellay: Heureux qui comme Ulysse, c. 1550)
The Beatles: She´s Leaving Home (1966)
The Rolling Stones: Prodigal Son (1968)
domingo, 9 de octubre de 2011
Pablo Picasso (1881-1973): La mesa del arquitecto (1912)
Óleo sobre tela, 72,6x59,7 cm
The William S. Paley Collection, Museo de Arte Moderno (MoMA), Nueva York
Quizá el cuadro más importante del siglo XX.
Labels:
Estética y teoría de las artes,
Modern Art
La memoria y el olvido
La saga del rey mesopotámico Gilgamesh, de la ciudad sumeria de Uruk, sumadas las versiones sumerias y acadias del relato mítico, se construye a partir de la oposición entre la memoria y el olvido, que se resuelve o se simboliza en la figura del propio Gilgamesh. Éste posee una parte de divinidad y dos de humanidad. En tanto que dios es inmortal, mas el peso de su condición humana lo convierten en un ser mortal. Es esta dualidad, o este desgarro, que Gilgamesh trata de resolver, no solo para sí mismo, sino en tanto que representante de todos los seres humanos. En Mesopotamia -como ocurrirá también en Grecia-, los mortales eran considerados unas sombras: seres evanescentes, creados solo para servir penosamente a los dioses. Mas los humanos, moldeados con barro, poseían una espurna divina. La suerte de la humanidad estaba ligada a la de Gilgamesh y simbolizada por la de este rey.
Gilgamesh trata de perdurar para siempre, cultivando su lado divino. Sabe, empero, que deberá esforzarse, pues su destino es la muerte. Tiene, pues, que torcer el hado funesto.
Una primera tentativa pasa por la preservación del cuerpo, sede del lil, el espíritu o soplo. Parte, pues, en busca de la planta de la inmortalidad. No la busca para si mismo, ciertamente, sino para devolver a la vida a su fiel amigo y escudero Enkidu, recientemente fallecido por culpa de las ambiciosas aventuras de Gilgamesh. pero también sabe que esa planta podría redimir a todos los hombres: una planta dotada de espinas de la que Gilgamesh desconfiará -podría devolver los muertos a la vida, o envenenar- y que perderá para siempre.
Pero Gilgamesh también busca que su nombre perdure. Busca "hacerse un nombre", alcanzar el renombre.
Su partida hacia el intrincado Bosque de los Cedros, situado más allá de las siete montañas y los siete desiertos, donde moran los dioses, encabezados por el Dios del Espíritu (Enlil), vigilado por el monstruo divino Humbaba, solo tiene una finalidad: colocar (gar) su nombre (mu), emplazarlo (gub). Algunos intérpretes piensan que lo que Gilgamesh trata es de erigirse un monumento en el Bosque de los Cedros que celebre y recuerde su gesta: su enfrentamiento a muerte con Humbaba, y su victoria final. La búsqueda de la fama, que redima del olvido en el que le conduce su condición humana, impregna toda la saga. Una y otra vez, Gilgamesh trata de emprender acciones heroicas que sean dignas de ser recordadas para siempre.
A la vuelta de sus aventuras, cansado, tras haber perdido a Enkidu, y haber temido los efectos de la planta de la inmortalidad, Gilgamesh descubre que el monumento gracias al que su buen nombre perdurará ya existe: son las espléndidas murallas de la ciudad de Uruk, donde reina, levantadas bajo sus órdenes. Esta obra es como una estela funeraria. Recordará para siempre a todos los mortales la existencia de Gilgamesh, impedirá que su nombre caiga en el olvido, nombre, que una vez pronunciado o recordado, devolverá, por un momento a Gilgamesh a la vida. Su imagen aparecerá, se destacará de la penumbra infernal que atenaza a todos los mortales.
Las murallas de la ciudad se asentaban sobre unas sólidas fundaciones o cimientos. En éstos descansaba un texto. Unas tablillas de lapislázuli habían sido depositadas durante el ritual de fundación de la ciudad. en éstas estaba escrita la vida de Gilgamesh, el Poema que los lectores tienen aún en las manos. El texto está incluido en el texto. La narración cuenta o recuerda un ritual fundacional que contiene esta misma narración. Se trata de una narración circular, como el cuerpo de una serpiente inmortal cuando se vuelve sobre si misma.
Es, por tanto, el Poema de Gilgamesh lo que preserva para siempre el nombre de Gilgamesh, que lo mantiene en vida. Gilgamesh vivió para contar su vida. Y contándola, contando lo que vivió, alcanzó la inmortalidad.
La ficción venció a la realidad. El poder de la ficción es lo que nos mantiene en vida.
Gilgamesh trata de perdurar para siempre, cultivando su lado divino. Sabe, empero, que deberá esforzarse, pues su destino es la muerte. Tiene, pues, que torcer el hado funesto.
Una primera tentativa pasa por la preservación del cuerpo, sede del lil, el espíritu o soplo. Parte, pues, en busca de la planta de la inmortalidad. No la busca para si mismo, ciertamente, sino para devolver a la vida a su fiel amigo y escudero Enkidu, recientemente fallecido por culpa de las ambiciosas aventuras de Gilgamesh. pero también sabe que esa planta podría redimir a todos los hombres: una planta dotada de espinas de la que Gilgamesh desconfiará -podría devolver los muertos a la vida, o envenenar- y que perderá para siempre.
Pero Gilgamesh también busca que su nombre perdure. Busca "hacerse un nombre", alcanzar el renombre.
Su partida hacia el intrincado Bosque de los Cedros, situado más allá de las siete montañas y los siete desiertos, donde moran los dioses, encabezados por el Dios del Espíritu (Enlil), vigilado por el monstruo divino Humbaba, solo tiene una finalidad: colocar (gar) su nombre (mu), emplazarlo (gub). Algunos intérpretes piensan que lo que Gilgamesh trata es de erigirse un monumento en el Bosque de los Cedros que celebre y recuerde su gesta: su enfrentamiento a muerte con Humbaba, y su victoria final. La búsqueda de la fama, que redima del olvido en el que le conduce su condición humana, impregna toda la saga. Una y otra vez, Gilgamesh trata de emprender acciones heroicas que sean dignas de ser recordadas para siempre.
A la vuelta de sus aventuras, cansado, tras haber perdido a Enkidu, y haber temido los efectos de la planta de la inmortalidad, Gilgamesh descubre que el monumento gracias al que su buen nombre perdurará ya existe: son las espléndidas murallas de la ciudad de Uruk, donde reina, levantadas bajo sus órdenes. Esta obra es como una estela funeraria. Recordará para siempre a todos los mortales la existencia de Gilgamesh, impedirá que su nombre caiga en el olvido, nombre, que una vez pronunciado o recordado, devolverá, por un momento a Gilgamesh a la vida. Su imagen aparecerá, se destacará de la penumbra infernal que atenaza a todos los mortales.
Las murallas de la ciudad se asentaban sobre unas sólidas fundaciones o cimientos. En éstos descansaba un texto. Unas tablillas de lapislázuli habían sido depositadas durante el ritual de fundación de la ciudad. en éstas estaba escrita la vida de Gilgamesh, el Poema que los lectores tienen aún en las manos. El texto está incluido en el texto. La narración cuenta o recuerda un ritual fundacional que contiene esta misma narración. Se trata de una narración circular, como el cuerpo de una serpiente inmortal cuando se vuelve sobre si misma.
Es, por tanto, el Poema de Gilgamesh lo que preserva para siempre el nombre de Gilgamesh, que lo mantiene en vida. Gilgamesh vivió para contar su vida. Y contándola, contando lo que vivió, alcanzó la inmortalidad.
La ficción venció a la realidad. El poder de la ficción es lo que nos mantiene en vida.
viernes, 7 de octubre de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)