jueves, 13 de octubre de 2011

Neil Coslett (¿1980?): Killing Time at Home (Matando las horas en casa) (2003)

La estatua de Enkidu

Uno de los primeros encargos de una "obra de arte" de la que se tenga constancia por escrito se halla enunciado en el Poema de Gilgamesh. Tras el fallecimiento de su amigo y escudero Enkidu, el héroe Gilgamesh, rey de la ciudad de Uruk, decidió erigirle una estatua (en acadio, salmum, que significa, literalmente, efigie o imagen).
Convocó a "herreros, tallistas, forjadores, orfebres, cinceladores, haced una estatua de mi amigo, como nadie ha hecho una estatua a su amigo."
La estatua tenía que estar fabricada con materiales preciosos: lapislázuli, el cuerpo de oro, alabastro, cornalina, alún.

La estatua sería colocada de cara al dios sol, ya que el Sol (Shamash) fue la divinidad que alumbró el camino que Gilgamesh y Enkidu emprendieron hasta el Bosque de los Cedros donde moraba el monstruo Huwawa al que mataron.
La efigie sería erigida durante una ceremonia fúnebre.

El breve texto ofrece datos interesantes sobre la concepción  de una estatua y su significado.
La estatuaria implica el trabajo de artistas o artesanos que no eran picapedreros. Por el contrario, se trababa de un trabajo de precisión, propio de joyeros. Esta indiferenciación entre el escultor, el joyero y el orfebre también se daría en la Grecia arcaica. El patrón de los escultores (y los arquitectos), el primer escultor y arquitecto, Dédalo, era, sobre todo, joyero. Sus obras eran maravillosas precisamente por la precisión del trabajo : verdaderas filigranas.

La estatua tiene sentido en un contexto funerario. es decir, la estatua sustituye a la persona a la que representa. Estamos más cerca de la magia que del arte.  No se busca su encanto, sino el poder de simular -o poseer- vida.
Los materiales empleados son metales o piedras que juegan con la luz (que la dejan pasar), como el alabastro. Se trata de dotar a la figura del máximo brillo. Tiene que resplandecer o irradiar.

Existían unos seres capaces de irradiar siete veces, o de siete maneras: los dioses. Éstos se diferenciaban de los seres humanos por el brillo cegador de su figura, por el resplandor o el halo deslumbrante que emitían. Se imponían, por la fuerza, sino por el deslumbramiento. Un ser superior era, pues, invisible a los ojos de los humanos, porque éstos no podían soportar el resplandor del cuerpo divino.
Algunos reyes también irradiaban. Pero eran sobre todo las estatuas, hechas de placas metálicas, las que emitían luz. Se asemejaban a los dioses: no eran de este mundo. En verdad, eran el cuerpo de las divinidades. Brillaban porque la divinidad las poseía; el metal y el alabastro desprendía la luz que los dioses poseían, o la dejaban pasar. La luz era el signo de la grandeza divina.
La estatua, a su vez, es un potente foco de luz. Puede soportar los rayos del sol. El brillo, en este caso, denota su condición sobrenatural.
Las estatuas no eran de este mundo, o no estaban poseídas o animadas por seres de este mundo. Servían para que el espíritu de los difuntos se apareciera a los vivos. Dotaban a los espectros de un cuerpo, un cuerpo irradiante, y por tanto vivo, con el que podían regresar de entre los muertos -que vivían una vida en sombra en las tinieblas de los infiernos.
Las estatuas trataban, entonces, de mantener en vida a los difuntos. Eran un mecanismo para oponerse a la muerte. El oro es imperecedero, al igual que la piedra. El ser humano desaparecía pero su doble áureo perduraría.
La estatua se hallaba entre dos mundos. Gilgamesh precisaba que aquélla se hallaba, quizá -el texto está incompleto-, cerca de la "gran tierra" , es decir de la madre tierra, el espacio de los difuntos. Actuaba como un recordatorio de los desaparecidos -a los que dotaba de una ilusión de vida. Es decir, la estatua mediaba entre los vivos y los muertos.
Lo que no impidía que la estatua destacase la separación entre ambos mundos. Los relacionaba y los separaba. La estatua tenía el aura de los dioses, pero solo recordaba la condición mortal de los humanos. De algún modo, su irradiación daba la ilusión que el difunto había cobrado vida, pero también acentuaba, por contraste, la frágil y fugaz suerte humana. La estatua no era humana. Inhumana, más bien. Insensible, distante, se confundía con los dioses. Es decir, se alejaba de los hombres.

Gilgamesh preferirá hablar con el fantasma de Enkidu que con su doble imperecedero, la estatua. Al menos, el fantasma parecía tener la misma inconsistencia que los mortales.

En todas las culturas, las imágenes han servido para que los humanos perduremos. Pero adquiriendo la frialdad, la indiferencia de la piedra y el metal. La estatua miraba al dios-sol. No al desconsolado Gilgamesh.

(basado en el Poema de Gilgamesh, VIII, 4, 7, 8)

miércoles, 12 de octubre de 2011

Harold Pinter (1930-2008, Premio Nobel de Literatura en 2005): The Room (La habitación, 1957)

Una estancia acogedora: un salón, un comedor, o una antesala. Fuera, hace mucho frío. Hiela. Rose lo ve cuando se asoma. Los caminos son impracticables. El contraste entre el exterior y el interior, alrededor de una estufa, se acentúa. Una y otra vez, se hace observar el carácter hogareño de la estancia. Ésta no deja de estar presente en el "diálogo", incluso en el del casero, que entra por un momento, y en el de los visitantes inesperados. Es la hora del desayuno. Rose lo está preparando para su ¿esposo? enfrascado en la lectura del periódico. La tetera silba.  Como el viento gélido, fuera. Pero Bert, sin decir nada, saca el coche pese a la helada.

El señor y la señora Sands buscan una estancia de alquiler. Han recorrido, del sótano al último piso, el bloque. Una voz, detrás de una pared, les ha comunicado que una habitación se alquila en el bloque. Es el número siete. La que ocupan Rose y Bert.

Rosa aguarda a Bert. Llaman a la puerta. Entra Riley, un negro ciego. Porta un mensaje del padre de Rose. Éste la reclama. Rose acaricia el rostro sin vida de Riley. Bert regresa.

... o cuando lo doméstico no rima siempre con lo hogareño.
La obra más absurda y angustiosa, cortante como una risa seca, sobre el espacio interior, y sus profundidades.
De lectura imprescindible para arquitectos.

The Room









martes, 11 de octubre de 2011

Ella Fitzgerald (1917-1996): A House is not a Home (1969) / Bill Evans (1929-1980): A House is not a Home



Nobuhiko Obayashi (1938): Onomichi (1963)



Homenaje fílmico (poema visual) a la ciudad natal del cineasta japonés. Uno de los más hermosos poemas urbanos filmados

lunes, 10 de octubre de 2011

Jefferson Airplane: Kansas City (1966)

El retorno a casa

¿La etimología sería engañosa? Las palabras, ¿no querrían decir lo que dicen?
Todas las etimologías de los términos que nombrar al espacio privado, doméstico, evocan el enraizamiento. Morada, en español, está relacionado con el verbo demorarse: detenerse, instalarse, quedarse quieto (aunque sea por un momento). Una morada interrumpe un viaje o un deambular errático. En francés, "demeure" es un sustantivo que se traduce por morada, mientras que el verbo "demeurer" significa habitar. Las sedes, los asentamientos se relacionan con los asientos. Sentarse y asentarse son verbos vecinos. En todos los casos, el espacio limitado de una casa delimita un territorio en el que el ser humano se encuentra como en casa: cómodo, cómodamente instalado. Los deseos de partir parecen ya no tener cabida en la casa. Los sumerios no distinguían entre el hecho de morar o habitar y el de sentarse; ambas acciones se designaban con un mismo verbo: til. Igualmente, emplazar, presentar, sentar se decían del mismo modo: gar. En todos los casos, se trataba de colocar firmemente, de asentar sólida y permanentemente una ente en un lugar dado que pudiera protegerlo.

Pero los mitos no dicen lo mismo. En los mitos, el hogar es el espacio donde no se vive, no se está; la casa es el lugar desde dónde se parte para un viaje que dura una vida. se trata de la casa natal, la casa familiar. Espacio recluido que se abandona, hasta regresar. Los mitos se refieren al retorno al hogar tras una vida en el exterior.
La casa aparece como un inicio y un término: marcan un itinerario vital. En casa no se está; se regresa, quizá para no volver a partir más.
Casi todos los mitos cuentan un viaje: el abandono de la casa, que es el inicio de la vuelta a ella. En el Poema de Gilgamesh, que narra el viaje que el rey de Uruk, Gilgamesh emprende para descubrir la esencia del ser humano -su condición mortal-, lo que le permite retornar, sabio, ilustrado y desengañado, pero tranquilo; los mitos también explican la relación, entre la huida y el apego, que Ulises mantiene con su palacio en Ítaca, donde le aguarda Penélope, investida de unos valores opuestos a los que Circe y Calipso poseen -los valores de la permanencia y la renuncia, contrapuestos a los de la aventura, el descubrimiento y la transformación de las magas antes citadas; valores de seguridad, fidelidad y luz tenue y envolvente, la cálida o mortecina luz del hogar, que se enfrentan a los de la transgresión, la inconstancia, la llama (que alumbra los palacios de las hechiceras) y la quemazón (ya que es fácil quemarse en contacto con aquéllas)- hasta el regreso de Ulises -Ulises, que volverá a partir-; las leyendas narran la salida del hogar de Jesucristo, imbuido con una misión que no puede ceñirse al espacio cerrado doméstico, sino que requiere espacios abiertos en lo que se agolpan multitudes, espacios por los que Cristo transita sin cesar, poseído por la fiebre del viaje, hacia los cuatro puntos del orbe, antes de retornar a "la casa del Padre" -tras su muerte-, como literalmente enuncia; y las leyendas narran, al fin, el regreso del bíblico hijo pródigo, que parece cerrar una herida, y completar una casa (una familia) mutilada.

El viaje que el héroe emprende puede ser luminoso o terrorífico. Pulgarcito y sus hermanos pequeños tratan de regresar a casa buscando una salida al intrincado bosque  en el que sus padres, sin recursos, han querido perderles. Su retorno simboliza la vuelta a la vida. Del mismo modo, el padre, que acoge al hijo pródigo, partido desde hace una eternidad, y organiza un banquete para recibirle y honrarle, explica que su hijo estaba muerto y ha regresado a los vivos. ¿Qué  otro milagro, una verdadera resurrección, se podría bendecir? El héroe vuelve al hogar tras una vida, plena o errante, vida que ha sido vida o muerte; pero vuelve a la vida -para morir: vuelve de su último viaje. La casa que fue su cuna acaba siendo su tumba. Toda una vida se resume en la partida y el regreso.

Los despegues, las huidas o los viajes que se emprenden desde la casa no implican necesariamente que la vida hogareña se haya vuelto un infierno, ni que el retorno cure. Harold Pinter, en la obra teatral El regreso al hogar (The Homecoming) (1965), ya mostró que la vuelta hace saltar las llaves que hasta entonces mantenían secretos a buen recaudo. Es cierto que Freud, en un ensayo reiteradamente citado, ha desvelado la cara oculta de la bondad del hogar: espacio de proximidad, que acaba constituyendo en un infierno, precisamente porque todo está a la vista, a merced de la mirada amable o inquisitiva del otro, de la que no se puede escapar: la casa se convierte en una cárcel.
La casa es una cárcel, o así se vive , aunque no atesore secretos que pueden salir a la luz. Se quiere descubrir el mundo, más allá del muro, la tapia que impide la vista, de las cuatro paredes. Incluso  aquéllos a los que no les queda más remedio que vivir recluidos necesitan el viaje, siquiera mentalmente, como Funes el Memorioso que Borges pintara -un pobre inválido, inmóvil en una silla,que logra escapar de su estancia gracias a la imaginación y a su prodigiosa memoria; ni siquiera necesita sentarse ante la ventana para escapar.

Quiénes se aprestan a partir, sabiendo que las experiencias ajenas, de todos modos, no sirven-. La casa siempre es la última casa. Se está siempre de vuelta. Vuelta del viaje que es la vida, como Ulises comprendió:

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage,
Ou comme cestuy-là qui conquit la toison,
Et puis est retourné, plein d'usage et raison,
Vivre entre ses parents le reste de son âge !

Quand reverrai-je, hélas, de mon petit village
Fumer la cheminée, et en quelle saison
Reverrai-je le clos de ma pauvre maison,
Qui m'est une province, et beaucoup davantage ?

Plus me plaît le séjour qu'ont bâti mes aïeux,
Que des palais Romains le front audacieux,
Plus que le marbre dur me plaît l'ardoise fine :

Plus mon Loir gaulois, que le Tibre latin,
Plus mon petit Liré, que le mont Palatin,
Et plus que l'air marin la doulceur angevine.

(Joachim du Bellay: Heureux qui comme Ulysse, c. 1550)





The Beatles: She´s Leaving Home (1966)




The Rolling Stones: Prodigal Son (1968)