Halvard Solness, un gran constructor noruego que no quería ser llamado arquitecto para que quedara claro su lucha con la materia, su control, su implicación con la obra (en detrimento de la simple labor proyectual), estaba a punto de coronar su obra maestra. literalmente: pese al vértigo, que le había impedido acometer este ritual en los últimos años, ascendía por una escalera de mano apoyada sobre una alta torre para depositar una corona de flores que simbolizaría el fin de la obra. No sabía que esta corona sería utilizada poco después en una ceremonia muy distinta. O quizá sí lo intuyera.
La joven Hilde había vuelto en su vida. Reclamaba lo que Halvard le había prometido cuando aún era una niña: un castillo de arena, con sólidos cimientos, en los que podrían vivir como en un sueño. El castillo estaba a punto de concluirse.
No era la primera vez que Solness levantaba una torre. En los inicios de su carrera, construyó un buen número de iglesias. Un día decidió que ya no honraría más a dios. Lo había perdido todo. Un incendio había acabado con su casa y con sus hijos. Su mujer, Aline, los recién nacidos y él, lograron ponerse a salvo, mas Aline enfermó y no pudo amamantar a sus hijos que fallecieron. Solness se culpaba porque no había prestado atención a un fallo en las instalaciones del hogar que habrían podido desencadenar su destrucción. Pero era posible que hubiera sido consciente de lo que podía acontecer y no hizo nada. En secreto habría deseado esta destrucción.
Pues, quizá entonces, hubiera podido estar con Kaja, su sobrina, que llevaba las cuentas del estudio. Pero Kaja estaba prometida a Ragnar, un excelente arquitecto que no confiaba en su talento, siempre puesto en entredicho por Halvard, lo que le impedía partir y fundar su propio estudio, llevándose a Kaja. Ragnar era hijo de Knut, un antiguo socio de Halvard, reducido a colaborador, aunque era el autor de las mejores obras que Halvard firmaba.
Tras el incendio de su primer hogar, Solness levantó una casa aún mejor, aunque sin vida. Ya solo quedaban Aline, azorada por los celos, y Halvard. La destrucción de su casa hizo la fortuna de Solness. Los encargos se multiplicaban. Solness era consciente de la ironía del destino. Era célebre por las bondades de los hogares que construía, a costa de la ruina del suyo.
Mas, ahora, iba a culminar un nuevo hogar, con una torre, como Hilde quería. Un hogar en el que Aline quizá se recuperara, aunque Solness sabía que su vida ya no tenía sentido.
Desde el porche de hogar a punto de ser abandonado, que daba al jardín, Aline e Hilde contemplaban la nueva "torre". Aline estaba tranquila. Había pedido a Hilde que intercediera para que Halvard no acometiera la locura de coronar personalmente la recién construida torre, como se solía hacer. No sabía, sin embargo, que le había dicho Hilde a Halvard.
De pronto, Aline soltó un grito desgarrador, y la multitud de operarios y vecinos que contemplaban lo que ocurría en lo alto de la torre se agitó como un mar en el que una ola se hubiera formado de súbito.
Solness, el constructor, una compleja obra de teatro de Ibsen (que se representó hace años en Barcelona), es el libro de cabecera de todo arquitecto. Cuenta qué significa construir.
«SOLNESS: Ya veo que los hombres no saben qué hacer con sus hogares. No encuentran en ellos la felicidad. ¿Qué haría yo de un hogar, si lo tuviera? (Sonríe amargamente.) Sí. Por más lejos que quiera ir en el recuerdo, no veo nada. No he construido nada fuerte, nada sólido, ni he sacrificado nada para construir nada que sea perdurable. ¡Nada de nada, nada de nada!»