viernes, 16 de marzo de 2012

Alex Budovsky (1975): Bathtime in Clerknwell (2003)



Uno de los cortometrajes más y más merecidamente premiados del s. XXI. Imprescindible.
.... o cómo y dónde acabaremos viviendo

John Cale (1942): Paris 1919 (1973)

La mano de Sabazios, o el espacio redentor







Una gran exposición sobre valores perennes de las culturas mediterráneas que Caixaforum y CosmoCaixa preparan para mediados de 2013 en Madrid y Barcelona, con el asesoramiento del filósofo  Gregorio Luri (www.cafedeocata.blogspot.com), ha dado pie para tratar la figura de un divinidad, no muy conocida, del norte de Grecia, cuya culto se divulgó más tarde por todo el Imperio Romano, arraigando en diversas ciudades hispanas, como en Ampurias: Sabazios.

Se trataba de una divinidad cuyo culto no se amioldaba a las grandes ceremonias urbanas en honor de los dioses olímpicos. Por el contrario, Sabazios, entroncaba, y en ocasiones, se confundía, con divinidades marginales, o cuyo culto se practicaba ya sea en los márgenes de la sociedad ya sea en los espacios domésticos, fuera del control público y político, como Dionisos, Cibeles, Atis, Isis, Mitra, Cristo o los Dióscuros (como en la placa de bronce hallada en Ampurias). Éstos últimos, como vimos, eran divinidades protectoras de los hogares, poderes o funciones que Sabazios asumió, no limitándose a la defensa del hogar, empero, sino a lo que el hogar simbolizaba: el espacio, el mundo interior, esto es, el alma.
Todas esas divinidades eran honradas por medio de rituales durante los cuales los ceremoniantes, en el secreto de espacios recoletos, comulgaban con la divinidad, cuya carne o cuya sangre ingerían bajo la forma de carne cruda y sangre, en el caso de ciertos rituales dionisíacos, ya sea bajo la forma simbólica del pan y del vino, como en el caso del culto a Mitra.
En todos los casos, las ceremonias perseguían la revitalización del cuerpo, por medio dé prácticas orgiásticas (alcohol y licencias sexuales), y del espiíritu. Posiblemente, también aseguraban la vida en el más allá, esto es, la vida verdadera. Una posible etimología del nombre de Sabazios lo asocia con un nombre persa que significa Salvador. Esos cultos tenían una componente ctócnica o funeraria, ya que conllevaban la muerte ritual del ceremoniante -que se perdía durante los excesos, se desmembraba simbólicamente, se disolvía- y su resurrección, liberado de los condicionantes materiales. Los espacios recluidos, casi siempre hogares -en contra de los espacios sagrados reconocidos por las ciudades: templos y santuarios autorizados-, evocaban bien la tumba, en la que el ceremoniante se encerraba, y el vientre materno que le devolvía a la vida. El espacio ritualístico era concebido como una cripta y una cueva: espacio conectado tanto con el mundo inferiore o infernal cuanto con la luz.

Uno de los objetos que mejor representa o simboliza a Sabazios era una mano de bronce. Ésta, extendida, presentaba dos dedos doblegados, en signo de bendición. Esta iconografía fue posteriormente para representar el gesto del Salvador.
Esta mano estaba cubierta de signos. Una cueva en la que una madre amamanta a un niño se inscribía en la muñeca. A partir de ésta, los dedos se cubrían con diminutas figuras cuyas respectivas posiciones describían una espiral ascencional hasta culminar con la imagen de un águila, o de un rayo (signos del Padre de los dioses, Júpiter, también asociado a Sabazios), posados sobre el dedo mayor bien extendido.
Esos atributos o símbolos comprendía serpientes, ánforas, toros, crecientes de luna, piñas, globos, águilas, que pareían constituir estaciones por las que pasaba el alma del iniciado a medida que ascendía de la gruta al cielo. en cada estación el alma se revigorizaba. Los signos se desprendían de figuraciones excesivamente terrenales y adquirían formas aéreas, celestiales. En medio de la palma, protegido por los dedos, extendidos (salvo dos, doblados), pero con la punta ligeramente curvada, como si aquellos constituyeran un dosel, se alzaba la figura bondadosa de Sabazios, un anciano barbado tocado con un gorro frigio, cuya forma abombada -como el que también portaban los Dióscuros- recordaba al huevo cósmico de donde la vida del universo emergió. Los inicios y los momentos postreros se asociaban en la iconografía simbólica de Sabazios, y la mano extendida  representaba un cuenco acogedor en cuyo centro anidada el mismo Sabazios conm el que el ceremoniante comulgaba. Frente al espacio exterior siempre amenazante, la mano de Sabazios se erguía, o se tendía, como un envoltorio amable enel que uno podía recogerse mentalmente. La mana de Sabazios era una mano tendida. Mano solidaria y bendita, que rescatada al fiel de las duras condiciones materiales. La palma formaba un cuenco que recordaba tanto a un útero como una imágen de la bóveda celestial. Su simple contemplación levantaba el ánimo, y permitía que el alma, sinténdose protegida, se elevara, como los dedos tendidos que apuntaban al cielo o, mejor dicho, mostraban al fiel hacia dónde tenía que dirigirse o, al menos, dirigir su mirada interior. La mano mediada entre la tierra y el cielo y se constituía como un espacio en el que confluían las fuerzas disolventes de la muerte y redentoras de la luz.
De algún modo, somos todos deudores de Sabazios. De algún modo, su mano nos modeló. 



Reconstrucción de la placa de bronce, con la efigie de Sabazios, del Museo de Ampurias (España)

Youth Lagoon: Montana (2011)

Branko Ranitović (1925): Moj dom (Mi hogar) (1958)

Josko Marusic (1952): Neboder (El rascacielos) (1982)

jueves, 15 de marzo de 2012

El banquete: La phénoménologie du cocktail de crevettes (la fenomenología del cóctel de gambas)



Cahiers Kubaba : Le banquet à travers les âges de Pharaon à Marco Ferreri, édité par Sydney H. Aufrère et Michel Mazoyer, publié par l'Association Kubaba et le CPAF, textes et documents de la Méditerranée antique et médiévale, Éditeur : L'Harmattan, Paris, 2012


Colección de ensayos sobre el tema del banquete, recientemente publicado. El artículo reproducido fue redactado en francés en 2007. Desde entonces la lista de peliculas dedicadas a las bodas (La boda de mi mejor amiga, etc.) se ha multiplicado.


LA PHÉNOMÉNOLOGIE DU COCKTAIL DE CREVETTES
Pedro Azara
Université Polytechnique de Catalogne (UPC), Barcelona (Espagne)

Qui ne se souvient pas de Quatre mariages et un enterrement[1], Le mariage de Muriel[2], ou Le beau mariage[3] ? Mariages « exotiques », comme ceux que Mariage des moussons[4] ou Mon mariage grec[5] — ou même… Mamma mia ![6] — exposent, de façon cruelle (Les noces rouges[7], Après la noce[8], La demoiselle d’honneur[9], Noces de sang[10], Margot va au mariage[11], Rachel Getting Married[12]), grotesque (Vive les mariés![13], Folies de graduation-le mariage[14], Mariages et un enterrement[15], Meilleures ennemies[16]), fantastique (Les noces funèbres[17]) ou tendre (Les noces de papier[18], Le fils de la fiancée[19], Le père de la mariée[20]), l’importance dans la vie et l’imaginaire actuels de l’institution et la cérémonie du mariage. La complexe organisation de cette cérémonie, thème de films à l’eau de rose comme Un mariage trop parfait[21], et Demain on se marie[22], trahit les espoirs et les angoisses que la cérémonie engendrent, et qui semblent être le principal sujet de films qui étudient les relations humaines (Les noces rebelles[23]) mais évitent de se fixer sur les liens économiques — à l’exception du très beau Un mariage de Robert Altman et du burlesque Comment épouser un millionnaire[24] de Jean Négulesco — voire politiques, qui constituent la base de Le Mariage de Maria Braun de Rainer Werner Fassbinder. La liste ne désemplit pas au fil des ans. Hollywood est le grand producteur de films qui tournent autour du thème, toujours conflictuel, de l’union, presque toujours religieuse, entre personnes. Mais les grandes compagnies de cinéma européennes ou asiati­ques ne cessent aussi d’observer la vie à travers ce cadre, grave et solennel, où la gravité se mêle à la bouffonnerie.
Car en effet, les invités et les mariés sont en quelque sorte des acteurs, des interprètes qui jouent un rôle comique ou mélodramatique.
Alors que le baptême est en perte de vitesse, et que rares sont les fidèles qui pratiquent encore le rite de la confirmation à l’adolescence, le mariage (et les funérailles) continuent à structurer un changement décisif ou définitif dans la vie ou le sort des êtres humains, même entre les non-croyants. La possibilité des mariages (et des enterrements) civils n’est pas l’une des moindres raisons qui maintient le succès et la fascination que ces cérémonies possèdent — alors que les baptêmes « civils » suscitent peu d’enthousiasme. Le fait que les mariages civils suivent de si près le modèle des cérémonies religieuses et se déroulent dans des espaces ordonnés de façon presque identique à celui des églises — jusqu’au point où, pour quelqu’un qui observe la cérémonie d’un peu de loin, il est difficile de savoir si la cérémonie est civile ou non- contribue, sans doute, à une époque où les rites religieux perdent leur importance, au succès du rite nuptial, du moins en Espagne (où le catholicisme est pourtant en nette régression).

Cependant, la cérémonie, même religieuse (c’est-à-dire, en Espagne, majoritairement catholique), bien qu’elle semble se dérouler selon un modèle traditionnel, a « souffert » quelques changements : ainsi, par exemple, le curé n’est plus invité au banquet (car les conjoints, norma­lement, ne sont plus liés à une paroisse), et, alors que la cérémonie à l’église est pratiquée à la va-vite, toute la seconde partie — le banquet, —prend une importance démesurée qui diminue la caractère sacré du rite du mariage. C’est pourquoi le banquet constitue aujourd’hui le point d’orgue de cette — ou ces journées — si spéciale(s). Qu’est-ce donc qu’un banquet de mariage ? Où a-t-il lieu et quelles images peut-il évoquer ?
La salle de banquet
Un mariage, en Espagne, comprend une centaine d’invités au moins, même dans des familles avec des moyens modestes. Sauf dans le cas de gens très riches qui possèdent une résidence secondaire avec un grand jardin, il est donc impossible d’organiser le banquet et la fête postérieure dans une maison privée. Il est donc nécessaire de louer un restaurant qui puisse accueillir un groupe si important. Il existe, en effet, de nombreuses salles qui se consacrent exclusivement aux banquets de grandes dimensions : repas d’entreprises, premières communions et mariages. Quelles sont les carac­téristiques de ces salles ?
Si on limite le commentaire à la seule ville de Barcelone, on découvre qu’il en existe un grand nombre dans l’agglomération mais peu en centre-ville. Même les grands hôtels ne disposent pas toujours d’un nombre suf­fisant de salons. D’autant que les hôtels du centre ville, quoique de grand luxe, sont peu recherchés.
La ville de Barcelone se trouve coincée entre la mer et un système de collines boisées et assez escarpées, surtout au nord, disposé parallèlement à la côte. De nombreuses maisons de campagnes et des villas de la fin du dix-neuvième et du début du vingtième siècle s’égrènent parmi les bois ou au sommet, avec une large vue sur la mer, au détour d’une petite route en lacet. Le coût de leur entretien étant de plus en plus élevé, la plupart abritent désormais des salles de banquet. Le choix est large. Les prix et les carac­téristiques, cependant, sont semblables.
Toutes disposent (et doivent disposer) d’un jardin clôturé, dont le mur empêche de distinguer le volume principal depuis la route : gazon et bosquet sont de rigueur. L’ensemble se présente comme un endroit isolé, fermé, mais à la fois comme une clairière, un puits de lumière accessible seulement aux élus. En un sens, l’espace est irréel, semblable à celui des châteaux enchantés (le restaurant où ont lieu des repas de mariage, décrit dans le film Novios[25], s’appelle précisément Camelot). Mais ce côté fantastique constitue le cadre adéquat à une fête, unique en quelque sorte, comme celle d’un mariage qui signe un changement de statut pour les nouveaux époux. De l’entrée, où un photographe prend des photos des invités qui doivent poser, un tapis rouge conduit au jardin. Ce tapis, évocation d’un palais (royal ou de congrès) jure avec le décor de manoir ou de maison campagnarde, souligné par les murs en pierre, signe d’identité de la propriété, et qui a été recherché pour les épousailles. D’une certaine façon, que la fête s’organise hors de la ville signale bien le caractère extraordinaire de ce qui va se passer. Les adjectifs les plus éculés comme « magique », « romantique », « inoubliable » (Mas de Sant Llei, Vilanova del Vallés, Barcelone) composent les brefs textes de présentation qui décrivent, par exemple, des « des chemins de rêve » parmi les jardins (Can Marlet, Montseny, Barcelone). Les invités ont abandonné leurs repères habituels, pour pénétrer dans un autre monde, que le côté un peu factice du décor (la restauration de la villa s’est plu à accentuer le caractère faussement pastoral de l’ensemble) signale comme appartenant à l’univers des comptines et des légendes populaires. C’est ce même caractère paradoxal du tapis rouge qui invite à avancer avec précaution, comme si les repères connus s’étaient effacés. Une fête de mariage doit donc avoir un certain côté enfantin, burlesque et de légende de la belle au bois dormant pour bien marquer l’entrée dans un tout autre monde. C’est ce que le tapis introduit, en interrompant la vie quotidienne, et en fournissant le recul nécessaire pour découvrir le monde de la famille qui s’instaure, d’un nouveau noyau qui va permettre la survivance du nom et des biens.
À l’entrée, premier espace où ont lieu des actes représentatifs, comme la prise en photo des invités qui posent, succède, au bout du tapis rouge, le jardin. Celui-ci doit comprendre deux ou trois zones : une première, à l’air libre, où les invités se rassemblent et où l’apéritif va être servi, une seconde, couverte par un toit léger (tente, voile, pergola), occupé en cas de pluie, et, souvent, une troisième, où deux masses composées de plusieurs rangs de chaises ou de bancs, séparés par un couloir étroit couvert d’un tapis, font face à ce qui ressemble fort à un autel, et forment comme une chapelle en plein air qui accueille ceux qui rêvent d’une cérémonie pseudo-religieuse alors, qu’étant divorcés, ils n’y ont pas droit. Cette cérémonie n’a aucune valeur, ni civile (le mariage civil ayant eu lieu à la mairie) ni religieuse (le « prêtre » n’est qu’un acteur déguisé qui égrène des textes vaguement religieux), mais elle permet que les mariés puissent justifier la robe et le long voile blancs, et elle donne le change aux familles imbues de valeurs « traditionnelles » pour qui les mariages civils ne sont que faux-semblants. C’est le théâtre, ici, qui tient lieu de réalité. Oublions les jardins méditerranéens (ou mauresques), de même que les jardins contemporains, où la verdure vient à manquer. L’espace ressemble à un jardin anglais : une large pelouse, dont le gazon est parfaitement taillé, bordée d’arbres feuillus tel un golf, ce qui, en Espagne, surtout dans la frange aride méditerranéenne, est devenu le modèle de l’espace vert, « naturel ». Il s’agit bien d’une illusion de nature, qui constitue le cadre où la richesse et le savoir-faire de la bourgeoisie aisée s’étalent dans une atmosphère feutrée. L’apéritif dans le jardin est un must ; les prospectus expliquent qu’il permet que les invités ne s’impatientent pas alors que le photographe ne cesse de prendre en photos les jeunes mariés ; mais ce qu’ils ne disent pas c’est que le jardin, bien dégagé, est propice à l’étalage des habits (des robes, surtout) et des bijoux. Son caractère faussement naturel contribue au caractère irréel de la scène qui met en valeur, par contraste, la richesse, le grain des tissus et des chairs. C’est l’endroit où les invités se croisent et rencontrent, se cherchent et s’évitent, parfois malencontreusement, comme le montre le film récent Après la noce[26], où deux anciens amants, qui ont beaucoup à se reprocher, se retrouvent nez à nez devant un petit four. Une fête de mariage est un microcosme : les tensions habituelles, les désirs et les mauvaises humeurs, s’accentuent. Les images des fêtes nonchalantes chargées d’érotisme qui décorent la peinture rococo française sont évoquées pour souligner le carac­tère à la fois intemporel et spécial de la cérémonie. Il faut éviter la ville, cadre « naturel » habituel, si l’on veut que la fête se dote d’un ton hors du commun. La prose des prospectus est très explicite : un lieu comme celui-ci permet de « prendre plaisir à la nature loin des problèmes de la grande ville » (Castillo de Monteviejo, près de Madrid). Il est donc important que les invités puissent avoir l’impression qu’ils se meuvent en liberté, que le temps ne presse pas : dans le cadre immuable de la nature — bien protégée des contingences climatiques — le temps paraît suspendu. La vie, ici, se déroule sous un rythme « autre », comme le prouve le fait que les invités n’ont pas encore une place fixe. Ils se placent là où ils veulent. D’aucuns parlent, d’autres grignotent. Certains ne voient pas le moment de commencer à s’assoir dans la salle du banquet.

Des buts pratiques, symboliques et protocolaires structurent la salle du banquet. Vide, elle doit être « neutre », ce qui veut dire qu’elle ne doit avoir aucun caractère et qu’elle doit être prête à recevoir n’importe quelle déco­ration, facilement installée puis repliée. Un volume en forme de boîte, sans cloisons ni piliers, fait l’affaire. Quelques éléments fixes, dont une cheminée et une profusion de lustres en cristal — qui, par leur taille et leur reflets clinquants, parfois détonnent avec la faible hauteur de l’espace, plus proche de celle d’un appartement moderne que celle d’un château, — qui évoquent l’image d’une salle de banquet noble ou princière, sont recherchés. De larges baies donnant sur le jardin — sur les arbres et les haies vertes qui empêchent de découvrir la taille du domaine et, surtout, son emplacement, non loin de la ville — ou sur la mer sont aussi prisées. Il s’agit à nouveau d’échapper au temps et à l’espace, de remonter dans le temps et d’entrer dans l’espace reflété par les photos des médias.
La forme et la situation des tables répondent à des règles précises. Celles-ci doivent être rondes, le pourtour hérissé de chaises, disposées en quinconce face à la seule table rectangulaire disposée comme un autel (la description de la table des mariés du Restaurant Trinidad de Galapagar, en Espagne, indique : « table allongée, vêtue jusqu’en bas, comme un autel, décorée d’œillets » ; notons la précision très pudique de la longueur de la nappe qui empêche de découvrir les pieds) : les sièges ne sont disposés que d’un côté et regardent tous, comme sur une scène — et comme dans l’iconographie chrétienne de la Cène, — vers la ronde des tables serrées les unes contre les autres qui valsent dans la salle. La table principale est normalement placée contre les fenêtres qui donnent sur le jardin, de façon à auréoler les jeunes époux et leurs familles. Quand elle est contre un mur recouvert d’un papier aux motifs floraux, celui-ci supporte une décoration totalement symétrique, organisée autour d’une nature morte que des lampes murales vaguement baroques surveillent de chaque côté.
L’ensemble surprend. Tous les meubles — les chaises, les tables, même les buffets, — ploient sous plusieurs couches de tissus : nappes, sous-nappes, napperons enveloppent les tables ; de même, deux housses de couleurs différentes, maintenues par un gros nœud qui s’étale, telle un papillon monstrueux, sur le dos du siège, enferment les chaises comme une camisole de force. Tout ce débordement de toiles épaisses repassées, très victorien, laisse supposer que les tables ne sont qu’un assemblement de planches posées sur un tréteau, que les chaises sont pliantes, que l’ensemble est un décor qui s’installe et se range en un coup de main. Cependant, ce côté fragile, semblable à celui que possédaient les meubles au Moyen-âge et, encore de nos jours, ceux que les maisons perses (iraniennes) souvent dis­posent, est volontairement neutralisé et dissimulé. Les valeurs qui sont mises en scènes sont toute autres : elles évoquent la stabilité, la pérennité, l’enracinement que le mariage tient à instituer, comme si la salle de banquet était la salle centrale du nouveau foyer. Toutes les images qui évoquent le caractère transitoire et fugitif de la scène qui se joue sont, par contre, voilées. Les pieds grêles et pliants, la très faible épaisseur du plan sont cachés sous des toiles qui épousent difficilement les formes trop maigres. Le décor, la profusion de plats, de verres, de couverts, casés entre les serviettes, les menus, le petit pain, les fleurs et les bougies, attirent l’attention à la surface de la table et évitent que le regard ne se fixe sur le support et les parties inférieures de la table. Le style plus ou moins baroque ou surchargé, sem­blable à celui que les bourgeois du dix-neuvième siècle prisaient, a ceci de bon : la décoration flamboyante, toujours utilisée dans les banquets de mariage, empêche d’y regarder de près. Les nappes empesées, de plus, suggèrent l’image de tables en bois massif, difficiles à déplacer, où il fait bon se réunir pour manger ensemble, comme en famille. En y regardant de loin, il faut que les tables semblent avoir été toujours à la même place.
La forme et la disposition des tables répondent à un code très précis : les tables rondes évitent de favoriser des invités ; cependant la proximité de certaines tables où sont placés les jeunes époux et leurs familles contribue à mettre discrètement en évidence les liens familiaux ou amicaux. Un mariage est l’occasion du rapprochement, souvent forcé, de personnes qui ne main­tiennent plus aucune relation. Il est rare que les parents divorcés ne fassent pas un effort et n’acceptent pas d’être placés à la même table, celle des mariés. Les nouveaux conjoints sont souvent relégués en arrière. En Espagne, « le » mariage modèle fut celui du prince héritier et d’une journa­liste divorcée, dont les parents, quoiqu’aussi divorcés, acceptèrent, le sourire (forcé ?) aux lèvres, d’entrer, bras dessus, bras dessous, dans la salle et d’être assis, non loin l’un de l’autre, à la même table. Cette table principale où les convives ne sont assis que d’un côté, est une table d’apparat, une petite scène, en quelque sorte, où se joue, à la vue de tous les invités, un banquet qui scelle l’union de deux familles. On ne mange pas vraiment, mais on interprète un rôle, fixé, avec beaucoup de précision, d’avance. Le protocole est impératif et strict : il s’agit de montrer que l’on est capable de manger ensemble pour la première fois, de façon à marquer l’union définitive, la mise en commun de biens et d’idées, durant laquelle les invités jouent le rôle de spectateurs et de témoins. Les gestes, les paroles s’expriment sous les feux de la rampe. Et, de leur côté, les invités reçoivent, en quelque sorte, les avantages d’une telle manifestation d’harmonie, ils sont « bénis » par la présence conjointe des deux familles. Ce banquet est donc un rituel, régi par les nouveaux époux, qui profite à tous ceux qui y participent.
Comme dans tout rite, l’alternance de moments de recueil et d’explosion vitale est nécessaire. Alors que la fin du banquet approche, les langues et les gestes se délient, les cravates se dénouent, le champagne (dit cava, en espagnol) est versé à pleins verres, tout en respectant des conventions non écrites. Le charivari fait parti du mariage. Déjà, en sortant de l’église, les mariés, plus détendus, après que l’épouse eut lancé vers ses amies céli­bataires le bouquet qu’elle portait et qui a été béni, partent, sous une pluie de grains de riz ou de confettis, vers la salle du banquet dans une voiture couverte de fleurs et de gros nœuds, à l’arrière de laquelle des boîtes de conserves ou toutes sortes d’objets métalliques ont été suspendus afin de faire le plus de bruit possible. Le bruit vient également comme dans une ronde infernale, des klaxons continus et assourdissants des voitures des amis qui les suivent dans leur bruyante tournée à travers les rues, de façon à mettre en fuite sur leur passage les mauvais esprits. De même, cette explosion de jovialité repart de plus belle à la fin du banquet : farces, cris à unisson demandant que les mariés s’embrassent sur la bouche, polis­sonneries, on coupe la cravate du marié, on enlève le porte-jarretelle de l’épouse, toutes sortes de licences sont permises, qui introduisent le bal.
La salle doit être capable d’accueillir le banquet, où règnent au début l’étiquette, un code très strict, et des danses accompagnées parfois par un chanteur et des musiciens, sans que ce changement de fonction implique un grand chamboulement. L’espace doit être ample et unique, mais isolé, séparé des autres salles du restaurant. Normalement, les tables de services sont écartées ou retirées, alors que celles où les convives ont mangé restent à leur place, bien que les nappes soient maintenant froissées, les chaises désor­données, et les enfants courant d’une table à l’autre. Il est important que le bal ait lieu dans la salle même du banquet : les timides, les personnes âgées et ceux qui ont trop bu peuvent rester assis sans se sentir à l’ écart dans une salle à moitié vide. Ce que le banquet représente, l’union scellée entre deux familles accompagnées de leurs invités, doit s’exprimer jusqu’ à la fin : la danse, et les rondes qui s’ensuivent manifestent la satisfaction d’un repas riche, et doivent tournoyer dans le lieu même où le repas a été pris et où les indécis picorent encore mignardises et sucreries, un verre trouble à la main. Bien que les « jeunes », à l’extinction des feux, partiront sans doute « en boîte », le bal de mariage a ceci en particulier qu’il emporte dans un même élan toutes les générations : les grands parents dansent avec leurs petits enfants, les parents avec leurs enfants, tout en veillant que les deux familles que la cérémonie a réunies ne puissent pas faire bande à part. Le repas en commun finit dans un amalgame où les différences s’estompent (ou semblent s’estomper).

Le banquet
Quoique certains mariages, surtout dans les villages, puissent durer plusieurs jours (une fin de semaine, par exemple) et comporter donc plusieurs repas (qui doivent être tous planifiés), un banquet se structure normalement en deux parties : l’apéritif dans le jardin, et le déjeuner à l’intérieur, qui peut à l’occasion se compléter par un bref souper si la fête dure longtemps.
En Espagne, du moins, la nouvelle cuisine, dont la riche bourgeoisie libérale, à Barcelone, surtout, est si friande, se marie mal avec un repas de noces. Alors que, même dans des repas d’affaire, il est de bon ton de servir des petites rations un peu perdues au fond d’assiettes bien trop grandes, où le décor, ponctué de lignes et de taches liquides ou gélatineuses de toutes les couleurs, occupe autant de place que le petit monticule du met proprement dit, ce sont les riches platées « traditionnelles », nageant dans des sauces épaisses nappant les victuailles de façon à ce que leur côté trop « matériel », « animal » soit dissimulé, tout comme les toiles recouvrent les meubles, que les futurs époux, leurs mères et leurs belles mères choisissent.
L’apéritif ne doit pas offrir trop de plats froids : ceux-ci sont tristes, sous leur chapeau de mayonnaise qu’une pointe de sauce tomate en bouteille essaye de ranimer ; ils semblent avoir été préparés la veille. C’est à un défilé de petits plats, de marmites en terre cuite vernissée brûlantes, apportées par des serveurs, où nagent dans l’huile bouillante de la charcuterie, des cochonnailles et des fruits de mer frits et fort épicés — les petits poivrons rouges, et l’ail émincé, mettent le feu à la bouche, et forcent la course vers les boissons alcoolisées — que les convives ont droit. Les portions indi­viduelles (canapés, petits fours, brochettes) sont reléguées au profit des plats collectifs où les invités se servent eux-mêmes des bouchées avec une petite fourchette, un morceau de pain ou une pique en bois, par souci d’économie, peut-être, mais aussi pour que ceux-ci, jusque là un peu perdus dans le jardin, se réunissent autour d’un plat et commencent à échanger quelques mots : les premiers contacts, les premières rencontres se produisent en essayant de pêcher un chorizo fuyant au fond d’une petite marmite où l’huile écume encore.
De même, le déjeuner, très espagnol où le mouton grillé et les poissons occupent une place de choix, propose des sauces veloutées aux noms souvent français qui évoquent la Belle Époque. Viande et poisson, bizar­rement entrecoupés d’un sorbet ­ ce qui semble fort « moderne » mais qui en fait remonte aux banquets pantagruéliques du dix-neuvième siècle ­ se succèdent. Les plats toujours en sauce, proviennent directement de la gastronomie la plus assurée. On innove peu dans ce genre de repas ; on ne peut pas courir de risques ni tenter présentations ou saveurs qui pourraient choquer, comme le disent les cartes des salles de banquets. Les assiettes sont servies à ras bord. La nourriture tend à occuper toute l’assiette. Les invités ne peuvent pas choisir ; le menu, très complet et copieux, est fixe. Tout le monde mange la même chose. Il est très important qu’il n’y ait aucune différence parmi les invités. Il s’agit d’un banquet en commun où l’on mange tous à l’unisson. Cependant, chaque convive a l’impression que son assiette a été préparée spécialement pour lui. La viande au centre, sur un fond en sauce, la garniture, bien disposée sur le côté, ne semblent pas avoir été placés à la chaîne. Alors que la nouvelle cuisine joue avec le fond de l’assiette qui, comme la surface vierge d’une toile, sert à ce que divers ingrédients se détachent et participent donc à la présentation, les plats d’un repas de mariage se basent sur la présence de la sauce qui semble donner une certaine richesse aux ingrédients cuisinés en série. Les plats combinent le commun et le particulier, l’égalitarisme et l’individualisme. Tout en voyant bien qu’il n’est pas traité de façon différente, chaque convive découvre que son assiette a eu droit à une attention, probablement machinale, mais spé­ciale.
Les noms des plats, souvent connus, énoncent bien ce que l’on recherche : ils désignent le type générique de l’ingrédient principal (poisson, viande, entrées) suivis d’un adjectif qui le particularise. La plupart proviennent de l’école traditionnelle française ; les adjectifs en français ne sont pas rares. En Espagne, les tomates sont « grillées » au lieu du banal « al horno »; les pata­tas (pommes de terre) « sautées » (et non « salteadas », mot jugé peut-être vulgaire). L’adjectif « Meniere » (sic) invariablement accompagne la sole ; les crevettes ne peuvent être qu’ « Orly » ; le Restaurant La Puerta de Toledo de Madrid, un grand classique des repas de noces, propose, dans la plupart de ses menus, des côtes de veau « a la Buena Mujer » (« Bonne Femme »), que les Français, et les férus de littérature française, reconnaîtront sans doute. De fait, les noms des plats évoquent les fêtes que les romans du dix-neuvième siècle reflètent. On se croit en pleine Comédie Humaine balza­cienne. La littérature de référence est française, et non espagnole, celle-ci est jugée trop campagnarde ou bien décrivant des vies misérables ou austères, comme celles que Leopoldo Alas Clarín raconte dans La Regenta, desquelles les plaisirs de la nourriture, la boisson et la chair sont bannis.
Parmi les entrées, c’est la pièce montée qui est la plus courue. Il s’agit d’ordinaire d’une couronne d’écrevisses ou, plutôt, de crevettes ou de langoustines froides, sur un remplissage de feuilles de salade coupées menu ce qui permet de créer un volume à peu de frais. La nourriture ne doit pas s’étaler au fond de l’assiette, mais au contraire, s’élever, composant, au centre de l’assiette, une forme symétrique. Le regard est attiré par ce volume apparemment complexe. Cette arabesque, cette élévation presque archi­tecturale qui combine une base verte et les voutes roses des crevettes, exige une certaine dextérité et un certain temps. Ce plat semble avoir été préparé pour chaque convive. Le volume qui jaillit parait avoir été composé pour une personne, bien que de toutes les assiettes les crevettes lèvent leur queue de la même façon. Il est nécessaire que l’invité ait la sensation que son assiette a été dressée pour lui seul, tout en étant évident qu’aucun plat n’a exigé plus de temps que pour les autres. Le regard de la personne peut ainsi se concentrer sur son assiette, et découvrir ensuite la parfaite harmonie d’une multiplicité d’éléments identiques disposés sur toutes les assiettes.
Le dessert comporte un changement complet par rapport aux plats précédents. Jusque là chaque plat est une unité, identique à celle des autres assiettes. Toutes les rations offrent une composition complète, comme si chaque assiette avait reçu un contenu individuel, cuisiné spécialement. Or, le gâteau de mariage, qui constitue le point d’orgue non seulement de la dernière phase, sucrée, du repas, mais de tout le banquet, est quasiment toujours une pièce montée. Celle-ci est d’habitude introduite dans la salle soit portée sur un charriot, soit présentée comme une apparition dans un nuage de sucre à la barbe à papa grâce à un ingénieux mécanisme : une trappe d’où émerge une base sur laquelle repose le gâteau. Celui-ci comporte plusieurs « niveaux », qui, tous ensemble, dessinent un volume échelonné, une sorte de cascade de sucre et de chocolat solidifiée. Les mariés, qui jus­qu’alors, bien qu’ils aient autorisé que les plats qui leur étaient montrés fus­sent servis, ne se sont pas levés de table, se dépêchent de poser à côté du grand gâteau, alors que le protocole commence à céder (le vin et les vapeurs font leur effet). Ce sont les époux, qui tenant ensemble une épée le partageront, ou feront semblant de le couper en portions égales. Il est important de souligner que cet acte, le partage du gâteau réalisé, non par des serveurs, mais par les époux eux-mêmes (qui se sont déplacés pour donner le premier coup de couteau), est symbolique et non réel : le gâteau est un faux : il est composé, en général, d’une structure en carton recouverte d’une fine couche de crème fraîche ou de chocolat ; ce gâteau est immangeable ; d’ailleurs, il est creux. De plus, les époux ne coupent rien ; le faux gâteau présente une fente où est insérée l’épée. Les portions qui sont ensuite servies ont été découpées au préalable dans les cuisines. Il s’agit donc d’une repré­sentation où ce qui compte n’est pas la réalité de l’action mais, comme dans tout rituel et dans toute œuvre de théâtre, et d’art en général, l’image, l’illusion (de réalité). Il est important de souligner que c’est le seul acte représentatif du banquet ; toutes les autres actions sont réelles ; les invités mangent et boivent réellement. Seul le partage du gâteau est symbolique : et les acteurs sont les mariés qui « se » donnent, transfigurant l’ingestion d’aliments en un rituel où ce qui est décisif ce ne sont pas les aliments mais le geste du partage qui clôt le banquet. Une fois les photos prises, le gâteau est retiré ; quelques minutes plus tard, des assiettes à dessert avec une portion sucrée commencent à être servies. Il est évident que le plat comporte une fraction, une unité qui a été visiblement divisée. C’est la première fois que tous les invités ont le sentiment de partager un même met. Le dessert avec lequel se conclut le banquet constitue donc une véritable communion. Le gâteau représente les nouveaux mariés. D´ailleurs, leur effigie, en forme de statuette en plastique, se détache sur le niveau supérieur du gâteau. Or, c’est ce même gâteau qui semble avoir été brisé, puis distribué. Cette brisure et ce partage, qui ressemblent fort à une version plus ou moins profane d’un rite sans doute antique, ont peut-être pour but, non seulement de garantir la fécondité et le bonheur du couple, mais aussi de souder le groupe formé par les proches parents, les parents lointains, les amis et les connaissances sur qui retombent aussi les bénéfices de ce partage, de ce don qu’effectue le couple pour signaler son insertion dans la société. Le fait que les desserts semblent une gâterie, un aliment qui n’est pas nécessaire, contribue à cette image de don, de largesse que la distribution du gâteau symbolise. Dès lors, tout ce que le mariage apporte est consommé. Un nouveau noyau s’intègre à l’ensemble de la tribu.
Les derniers fêtards, un peu titubants, le nœud de la cravate défait, partent. Les « jeunes » se dispersent dans la nuit vers un lieu qu’eux seuls connais­sent. Les lumières s’éteignent sur un paysage dantesque : les nappes fripées, maculées, tanguent autour des derniers plats sales et des coupes tombées qui n’ont pas été encore retirées. Par endroits, le sol est glissant ou poisseux. Les tiges fleuries commencent à courber la tête. Quelqu’un a oublié un châle sur une chaise, une chaussure neuve mais déjà fatiguée gît incongrument sous une table. Un technicien enroule les derniers câbles. Bientôt la salle redeviendra ce qu’elle était : une espace neutre et vide, une véritable scène dans l’attente d’un nouveau décor qui va être bientôt placé pour que, quel­ques heures plus tard, deux familles essayent encore de croire à l’efficacité magique d’un repas pris en commun, d’un banquet où la vie d’un groupe se joue, se représente et se défait. Que l’illusion de la fête ne cesse. Il y a fort longtemps, les banquets scellaient l’union des hommes et des dieux. Au­jourd’hui ils unissent encore les hommes à leurs rêves de bonheur — vite remplacés.


[1] Four Wedding and a Funeral, directeur : Mike Newell, 1994.
[2] Muriel´s Wedding, directeur : P.J. Hogan, 1994.
[3] Directeur: Eric Rohmer, 1982.
[4]Monsoon Wedding, directrice: Mira Fair, 2001.
[5] My Big Fat Greek Wedding, directeur : Joel Zwick, 2002.
[6] Directrice: Phyllida Lloyd, 2008.
[7] Directeur : Claude Chabrol, 1973
[8] Efter brylluppet, directrice : Suzanne Bier, 2006.
[9] Directeur: Chaude Chabrol, 2004.
[10] Bodas de sangre, d´après la pièce de théâtre de Federico García Lorca, directeur : Carlos Saura, 1994.
[11] Margot at the Wedding, directeur : Noah Baumbach, 2007
[12] Directeur : Jonathan Demme, 2008
[13] ¡Vivan los novios!, directeur: Luis García Berlanga, 1970
[14] American Pie: The Wedding, directeur: Jesse Dylan, 2003.
[15] Four Weddings and a Funeral, directeur : Mike Newell, 1994.
[16] Bride Wars, directeur : Gary Winick, 2009
[17] Corpse Bride (dessin animé), directeur : Tim Burton, 2005.
[18] Directeur: Michel Brault, 1989.
[19] El hijo de la novia, directeur: Juan José Campanella, 2000.
[20] Father of the Bride, directeur : Vincent Minnelli, 1950; une version édulcorée à été dirigée par Charles Shyer en 1991.
[21] The Wedding Planner, directeur: Adam Shamkman, 2001.
[22] The Wedding Singer, directeur : Frank Coraci, 1998
[23] Revolutionnary Road, directeur: Sam Mendes, 2009
[24] How to Marry a Millonaire, 1953.
[25] Directeur: Joaquín Oristrell, 1999.
[26] Voir note 8.