viernes, 23 de marzo de 2012

Michel Gondry (1963): Björk, Bachelorette (1997)

Museos en Berlín



Neues Museum
Foto: Tocho, julio de 2011


(Versión de un texto publicado en la revista Altaïr: Berlín. Siempre en vanguardia, nº 76, 2012, ps. 50-59).
Agradecimientos a Pepe Verdú, y a Marc Marín.

Berlín no posee monumentos antiguos, catedrales góticas, palacios barrocos, parques salpicados de falsas ruinas románticas, como Roma, Londres  o París, ni deslumbrantes muestras de la más delirante arquitectura del siglo XX, como los rascacielos de Chicago y Nueva York. Berlín es una ciudad relativamente moderna, convertida en la capital de un estado en el siglo XIX, arrasada hasta sus cimientos hace setenta años, y levantada de nuevo.

Pero Berlín posee el mayor número de grandes museos, de muy distinto tipo, que quepa imaginar. Un visitante podría pasar varios días pisando la calle solo para desplazarse de museo en museo; y, aún así, apenas tendría la necesidad de recorrer la ciudad, pues  cinco de los grandes museos se hallan concentrados en la llamada Isla de Museos, situada, en efecto, en una isla del río Spree.

Museos públicos y privados (Colección Boros expuesta en un bunker), generalistas (Kulturforum ) y monográficos (Museo Käthe Kollwitz, dedicado a la mejor autorretratista del siglo XX; Museo del movimiento expresionista Brücke), dedicadas a las artes del remoto pasado (Museos Pergamon, Neues, Altes, Bode) y del presente más actual (Hamburger Bahnhof, Neue Nationalgalerie dedicada al arte del  s. XX) , occidentales y de otras culturas, orientales y “primitivas” (Museo Etnológico, Museo de Arte Asiático), exclusivamente alemanes (Altes) e internacionales (Gemäldegalerie), artísticos (artes, artesanía y diseño industrial: Museo Bröhan, Bauhaus-Archiv), históricos (Museo de la Historia Germánica, Memorial del Muro de Berlín), científicos y etnográficos;  museos con colecciones permanentes y centros de exposiciones temporales (Martin-Gropius-Bau); la oferta cubre casi todas las manifestaciones del quehacer humano: signos de grandeza, o de bajeza, de horror (Topología del Terror, Museo del Muro, Memorial del Muro, Museo de la Stasi); museos que cantan el ingenio, el buen hacer, la creación humana, o que expían la destrucción (Museo Judío, Memorial de los Judíos Asesinados en Europa).

Berlín quiso dominar del mundo,  conquistándolo y saqueándolo a finales del siglo XIX y en la primera mitad del s. XX.  Lo logró, aunque no necesariamente por medio de la violencia: hoy, el mundo se refugia en los museos, los centros de creación, los espacios, en ocasiones, ocupados (Radialsystem,  o los antiguos talleres de reparación de trenes de la RAV, en Revaler Strasse), las bibliotecas, los archivos, las universidades, las salas de concierto (admirables los edificios de Hans Scharoun), edificios y conjuntos de grandes arquitectos del siglo XX (Le Corbusier, Gropius ), de Berlín; Berlín, convertida, para muchos, en una de las ciudades más atractivas y económicas de Europa, más libre y en las que la creación está menos legislada.

Esta concentración de bienes artísticos no es casual, aunque sorprende, porque se efectuó tardíamente y en poco tiempo, habiendo quedado, por otra parte, afectada por la historia alemana del siglo XX: la destrucción de Berlín y de una parte de los bienes que atesoraba, como el bombardeado y quemado Museo dedicado a la ciudad mesopotámica de Tell Halaf (cuyas grandes estatuas de basalto, intactas, que representaban a dioses y reyes, fueron llevadas de Siria a Berlín para protegerlas supuestamente de la incuria, y estallaron durante un bombardeo en 1943, aunque han podido ser reconstruidas parcialmente hoy), y la partición y ocupación de la ciudad durante cincuenta años, por parte de las cuatro potencias victoriosas, con la consiguiente división de los bienes artísticos; algunos, tomados como botines de guerra, desaparecieron para siempre, aunque descubrimientos y devoluciones recientes (como el tesoro arqueológico de Schliemann) no impiden soñar que tesoros siguen escondidos en almacenes o desvanes .

Cuando Berlín se convirtió en la capital de un imperio unificado, en 1871, la mayor parte del mundo no occidental (África  y Extremo Oriente) estaba ya en manos británicas y francesas. La creación de colonias europeas –aparte de las colonias iberoamericanas, fundadas en el s. XVI- había empezado a finales del siglo XVIII. Alemania necesitaba colonias si quería rivalizar con las grandes potencias occidentales. Solo quedaba el Próximo  Oriente, en manos de un decadente Imperio Otomano, cuya disgregación se aceleraba por las rivalidades internas entre turcos y árabes a los que solo la religión unía.  Alemania se alió al Imperio Otomano, para apuntalarlo, obteniendo a cambio la posibilidad de explorarlo y explotarlo. Las tierras y culturas citadas en la Biblia, como Asiria y Babilonia, ambas semitas –y, por tanto, poco apreciadas por los turcos-, estaban a disposición de los alemanes.  El mismo emperador financió expediciones que tenían como fin obtener piezas arqueológicas con las que dotar los recién creados museos, dignos de una nueva capital imperial mundial. Berlín tenía que competir con el Museo del Louvre de París y el Museo Británico en Londres. Las ruinas de Asur, la capital del Imperio Asirio, y de Babilonia, una de cuyas puertas, y cuyo paseo procesional, delimitado por altos muros recubiertos de ladrillos vitrificados con relieves de animales sagrados babilónicos, libraron sus riquezas transportadas a Berlín. Por otra parte,  El Próximo Oriente antiguo  también había acogido a pequeños reinos, como el reino de Tell Halaf, a colonias griegas de la costa jonia (como Halicarnaso o Mileto, algunos de cuyos principales monumentos fueron también trasladados y remontados en lo que se convertiría en el Museo de Pérgamo), y a reinos orientales marcados por la cultura helenística, como Pérgamo, uno de cuyos grandes altares sacrificiales dedicados a todos los dioses, recubiertos de pesados relieves que narran las luchas entre divinidades, fue también llevado a Berlín y remontado (primando, desdichadamente, la visión de los relieves y no la forma íntegra del altar): todos libraron piezas excepcionales.

La afluencia de obras, casi todas de culturas antiguas procedentes de colonias o de territorios controlados y explorados por los alemanes, llevó a la creación, en el centro de Berlín, de la llamada Isla de los Museos, centrada alrededor del Museo Pérgamo. Se construyeron cinco museos dedicados a colecciones arqueológicas y de arte alemán.

 Desde la reunificación alemana (que se suponía iba a doblar los presupuestos del estado) y de las colecciones (divididas, tras la Segunda Guerra Mundial entre la Alemania Federal –que construyó sus propios museos berlineses- y la Alemania oriental),  la Isla de los Museos, que habría sufrido durante la Guerra, y no había podido ser restaurada adecuadamente durante la Guerra Fría (los edificios aun no rehechos, ennegrecidos, siguen marcados por huellas de metralla), ha sido enteramente replanteada.

Varios museos ya han sido completados. Destaca el Altes Museum, ubicado en un edificio neoclásico de K.F. Schinkel (muy dañado durante la Guerra, y reconstruido en 1966), construido alrededor de una rotonda que alberga una colección de estatuario greco-latina, dedicado a las colecciones clásicas.

Sin embargo, por ahora la joya de la corona es el Neues Museum, abandonado desde el final de la guerra, tras un incendio. Ha sido salvado, siguiendo un criterio admirable, por el arquitecto inglés David Chipperfield: las heridas no se han borrado. Dedicado al arte egipcio, como lo había sido antes de la Guerra, y a la arqueología celta y del norte de Europa (con los fondos del antiguo Museo de la Prehistoria) –la unión de las colecciones egipcia y celta no da lugar a una nueva colección armónica, empero-,  se muestra como una obra de arqueología moldeada por el tiempo y la historia: un envoltorio que no camufla sus heridas, y  entre cuyas paredes vuelve a brillar el arte egipcio del periodo amarniense: las exangües máscaras funerarias de yeso  de Akhenaton y su familia, así como el deslumbrante busto de su esposa Nefertiti , encapsulado, en su fascinante ensimismamiento, en una pequeña rotonda.  

La inteligencia con las que se han planteado la reconstrucción y ampliación del edificio (Premio de Arquitectura Contemporánea de la Unión Europea Mies van der Rohe 2011) y el despliegue de las colecciones, quizá también destaque en la laboriosa restauración de la pieza central de la isla de los Museos, iniciada este año, según un proyecto que el arquitecto O.M. Ungers, fallecido en 2000, no ha visto completado: el Museo Pérgamo. Cuando las faraónicas obras concluyan (hacia el año 2015), el Museo –muy necesitado de una reconversión y actualización museográfica- estará enteramente dedicado al arte oriental antiguo. Seguirá presentando una buena colección de arte mesopotámico, desde el IV milenio hasta las invasiones árabes en el s. VII dC, pasando por Asiria, Babilonia, el imperio hitita y los reinos siro-cananeos, en la que las imponentes murallas y la puerta de Babilonia, en el centro del museo, no dejarán de fascinar a los visitantes (pese a que son muestras de un arte mesopotámico tardío, técnicamente irreprochable, pero algo frío o chillón), guiándolos por un recorrido a través de los orígenes de la cultura.

Desde el Museo Pérgamo, una serie de paseos cubiertos enlazarán todos los museos de arte antiguo de la isla, configurándolos como las distintas estancias de un gran conjunto, salpicado de jardines, plazas  y paseos, abiertos a todos los transeúntes, dotado de una nueva entrada, aún por edificar.  El sueño del paseo procesional de Babilonia se extenderá a todo el centro cultural de Berlín. Todas las vías confluirán hacia el Museo Pérgamo, como si la historia naciera en él, convertido en el centro de la ciudad, en su origen.

Bibliografía:

BILSEL, Can: Antiquity on Display. Regimes of the Authentic in Berlin´s Pergamon Museum, Oxford University Press, 2012: una historia de cómo el museo ha construido un sueño, ligado al gusto colonialista de Europa por Oriente, y no una reconstrucción fidedigna de monumentos.



CHIPPERFIELD, D., FRAMPTON, K., KEATES, J.: Neues Museum, Berlin, Walther Konig, Colonia, 2010: una presentación y evaluación de los criterios de restauración aplicados en este museo. Con fotografías de la fotógrafa y artista Candida Hofer.

jueves, 22 de marzo de 2012

Frédéric Back (1924): The Man Who Planted Trees/L´homme qui plantait des arbres (El hombre que plantaba árboles) (1987)



Basado en un relato corto del novelista francés Jean Giono, publicado en 1953.
Oscar al mejor cortometraje de animación en 1987

Votado como la tercera mejor película de animación de la historia

miércoles, 21 de marzo de 2012

Rastko Ciric (1955): 1988 Lalilonska kula (La torre de Babel) (1988)



Sobre esta animador croata, fan de los Beatles, véase su web: http://www.rastkociric.com/

El zigurat de Babilonia y la torre de Babel





1.- Zigurat de Babilonia (según una reciente reconstrucción)
2.- Torre de Babel (según una visión del s. XVII)


Toda obra de arte interpreta una creación anterior. Éste sirve de modelo o de acicate a una nueva creación que ofrece un nuevo punto de vista sobre un tema tratado por la obra que le precede. La nueva creación trata de aclarar algunos aspectos no resueltos o mal resueltos de la obra que le sirve de motivo.
Toda obra es una versión de una anterior. Esta lectura puede -quizá deba- alterar el sentido que la obra ya existente manifiesta. Tiene que descubrir lo que la obra precedente no ha hallado, exponiendo contenidos latentes o sepultados. Así, una nueva creación descubre o revela aspectos inéditos de obras precedentes.

Esta cadena de obras de arte, en las que cada una aparece como una revisión de una obra anterior, y la fuente de la que le sucede, da lugar a obras que pueden llegar a tener significados muy distintos, ambos válidos, poniendo de manifiesta las complejas relaciones entre lo visible y lo invisible.

Una de las primeras interpretaciones de una creación anterior consistió en la torre de Babel. Ésta, tal como se describe en el Génesis, se inspiraba en el zigurat del templo principal de la ciudad de Babilonia, dedicado al dios protector de la ciudad, Marduk.
Ambas obras eran formalmente parecidas, pese a que la primera, la torre de Babel, solo existiera en la descripción bíblica ( y en la imaginación de los sacerdotes del templo de Jerusalén que redactaron el texto a la vuelta del exilio en Babilonia). Del zigurat de Babilonia, por otra parte, solo se conservan las trazas de los cimientos. En ambos casos, son obras casi imaginarias, hoy.

El zigurat del templo de Marduk, edificado en el siglo VII aC, cumplía la función de todo zigurat. Éste, una pirámide escalonada que formaba parte de un recinto sagrado (al lado del templo propiamente dicho, patios, estanques, árboles, etc.), se basaba en un prototipo, el zigurat del templo del dios de la luna de la ciudad de Ur, concebido y construido hacia el 2100 aC.
La función de un zigurat no está clara. Desde luego no era una tumba, como las pirámides escalonadas egipcias, ni, un observatorio astronómico, como las pirámides mayas, sino que, posiblemente, fueran bases, altísimas bases, de una capilla principal en la que se hallaba  la estatua de culto.
La razón de ser del zigurat consistía en soportar la morada de la divinidad, lo más alejada de la tierra. La divinidad, que descendía hacia el mundo de los humanos, no podía tocar tierra, pues en este caso se convertía en un ser mortal, perdiendo su condición divina. Su morada, en la que el espíritu divino se recogía cuando animada la estatua de culto, evitaba descender demasiado. De este modo, el zigurat simbolizaba la diferencia sustancial entre los mortales y los inmortales. Éstos no podrían estar entre los humanos. A fin de que siguieran siendo inmortales, era necesario que ser recogieran en moradas celestiales, a las que ningún humano, salvo determinados sacerdotes y los monarcas, tenían acceso. El zigurat expresaba la sumisión humana. Denotada su condición inferior. Gracias al zigurat, el humano se prosternaba ante la grandeza de la divinidad que vivía allí donde casi no alcanzaba la vista.

La torre de Babel, empero, fue dotada de un significado muy distinto. Fue construida, al igual que el zigurat, por humanos. También se asemejaba a una montaña. Servía de enlace entre el cielo y la tierra. Se presentaba como una escalera celestial. Pero mientras el zigurat era una escalera descendente, solo usada por la divinidad cuando, accediendo a los ruegos de los humanos, decidía acercarse a éstos, la torre de Babel era una escalera por la que solo se subía, y quienes ascendían eran los hombres, deseosos de alcanzar a los dioses -a Yahvé- y de equipararse a éstos. Así, la torre de Babel era un signo de orgullo, no de sumisión; demostraba que los humanos tenían la sensación que entre el cielo y la tierra no existía ningún abismo, y que el espacio entre lo alto y lo bajo podría perfectamente surcarse.

El destino de ambas construcciones fue, sin embargo, el mismo. Ambas cayeron, derribadas, en un caso por el tiempo, en otro por la divinidad furiosa por la arrogancia humana.
En Mesopotamia, los cataclismos, las guerras, los males y, en el caso de las ciudades y los edificios, su decadencia y su derrumbe, eran causados, indirectamente, por las divinidades que daban, de pronto, la espalda a los humanos y los abandonaban a causa de una falta que éstos, al menos el rey, habían cometido.
Cuando una ciudad era asediada y tomada, cuando todos sus edificios eran incendiados y destruidos, se sabía que la suerte se había vuelto en contra de los habitantes. La falta que el rey había cometido se pagaba con el alejamiento de los dioses, que entregaban la ciudad a los enemigos, para que hicieran pagar las faltas a los ciudadanos.

Queda entonces la duda de si el fin del zigurat de Babilonia y de la torre de Babel responde a razones muy distintas. El zigurat no fue levantado por unos humanos que se creyeron dioses. Pero sí fue arrasada por un acto de impiedad del rey que se creyó una divinidad. Ésta era una falta imperdonable. Los humanos, en toda la historia mesopotámica, siempre fueron considerados, siempre se vieron a sí mismos, como unas criaturas de barro, que podían ser disueltos si cometían la menor falta. Igualarse con los dioses era una afrenta que se pagaba con la muerte y la destrucción de la ciudad. Igualarse con los dioses conllevaba la lógica destrucción del zigurat. ¿Para que hubiera servido si la barrera altiva entre los dioses y los humanos hubiera sido abolida? Los dioses hubieran podido estar entre los hombres, o los hombres en el cielo. El zigurat ya no era necesario, o éste hubiera tenido que multiplicarse hasta llegar a soportar todas las moradas humadas, como si los humanos hubieran abandonado la tierra.

Es posible, entonces, que la diferencia entre zigurat y torre babélica, siempre tan señalada, no hubiera sido tanto, o no hubiera existido. De algún modo, puesto que se trataba de una construcción que se apoyaba en la tierra y se alzaba hacia el cielo, cuestionaba la perfecta estructura jerárquica que mediaba entre los dioses y los humanos, estructura que cualquier edificio siempre ha puesto en jaque.
La arquitectura siempre ha sido una muestra de orgullo. Dependiendo del valor que se otorgue a esta virtud (o este vicio), cambiará la consideración que la arquitectura suscite o merezca.
El arte ha servido -y sirve- para que el hombre se crea un dios. Quizá sea inevitable.

martes, 20 de marzo de 2012

La puerta del suelo: John Irving y el infierno, según Inés Vidal.

Érase una arquitecta a quien encargaron, hace unos pocos años, construir un centro cívico en un pueblo que no existía. Los primeros viajeros que desembarcaban en la isla de Ibiza y se dirigían hacia San Mateo, bien señalizado en los mapas, se encontraban con un paraje desierto, del que tan solo destacaba un modesto y solitario campanario sin que se vislumbrara iglesia alguna.
El pueblo existía -y existe. Pero se trataba, se trata de un pueblo invisible.

Un gran terreno cultivado, de tierras fértiles,  ocupa una hondonada. Se trata de tierras preciosas, unas de las pocas que se pueden cultivar en esta parte de la isla, árida y pedregosa. La tierra es demasiado preciada y rara para poder ser ocupada.

A este pareja solo llegaban los benjamines de las familias ricas, a quienes les tocaban pedregales en herencia: terrenos rocosos situados en laderas de montañas, que rodeaban un campo cultivable, que recaía en el heredero de un gran clan familiar.
Algunos desheredados, sin embargo, decidieron intentar cultivar el huerto misérrimo que habían recibido. Desmontaron la ladera, la aplanaron y dispusieron pequeñas terrazas apoyadas en bancales. El esfuerzo para remover las piedras y construir los muros era tal, que decidieron aprovecharlos para levantar sus hogares. Éstos se hallan adosados a los muros de contención de los bancales. Las terrazas de las casas están al mismo nivel que las terrazas superiores; son la continuación de éstas. Las viviendas apenas sobresalen. Todas están semi hundidas en la tierra. Cualquiera que se acerca solo descubre muros y muros de piedra que rodean un amplio terreno cultivado. Las casas ni siquiera tienen chimeneas que sobresalgan que puedan señalar la presencia de fuegos.
Las casas están unidas por caminos privados. No existen calles, ni plazas. Cada habitante vive como un topo, enterrado en su mísero terreno que cultiva a duras penas, mientras labra el fértil campo del terrateniente.

Este pueblo inexistente decidió dotarse de un espacio comunitario.
´Un centro que no podía destacar, que tenía que tener el mismo aspecto, la misma invisibilidad que las casas a las que atendería.
Fue entonces cuando la arquitecta leyó La puerta en el suelo, el hermoso cuento de John Irving. Y decidió que su proyecto iba a solucionar el aterrador problema con el que se enfrentaba la madre (la protagonista del cuento). El acceso al centro cívico, tan oculto como las casas del pueblo de San Mateo, se realizaría, como en un poblado neolítico agazapado, aferrado a la tierra, por una puerta situada en la terraza. Esta puerta se abriría en el suelo.Sería el único elementoo arquitectónico visible, cuando uno estuviera encima.  Pero no daría paso al infierno, sino que, a través de un corredor subterráneo, atravesando lo hondo de la tierra, como un tunel incierto, llevaría a un prado verde, brillante bajo la luz, invisible desde cualquier punto salvo desde el umbral de la Puerta en el Suelo.
El centro cívico iba a apaciguar la madre. Y crea un lugar donde el pueblo pudiera encontrarse y hallar un mágico prado, un sueño, como si de otro mundo se tratara, en medio de un injusto pedregal que apenas da para alimentar a unas pocas familias aferradas a una tierra avara.

Esta es la historia que Inés Vidal (arquitecta y novelista, autora de la hermosísima, y dura, obviamente, novela Historia del llop, sin duda la mejor novela catalana de los últimos años) contó ayer, en una fascinante conferencia en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, titulada:



“Había una vez un niño que no sabía si quería nacer, su madre tampoco sabía si quería que naciera. Vivían en una cabaña de un bosque, en una isla, en medio de un lago — no había nadie más alrededor. Y en la cabaña había una puerta en el suelo. El niño tenía miedo de lo que había en la puerta del suelo y la madre también tenía miedo.
Una vez, tiempo atrás, otros niños habían ido a visitar la cabaña por navidad, pero esos niños abrieron la puerta del suelo y desaparecieron por el agujero. La madre entró para buscar a los niños pero cuando abrió la puerta del suelo oyó un ruido tan espantoso que el cabello le quedó totalmente blanco, como si fuera un fantasma. Y la madre también vio ciertas cosas, cosas tan horribles que no podéis imaginar. Por eso la madre dudaba de si quería tener al niño, especialmente por lo que podía ver tras la puerta del suelo, pero entonces pensó… ¿por qué no? Le podré decir que no abra la puerta en el suelo.
El niño, sin embargo, no estaba seguro de querer nacer en un mundo en el que había una puerta en el suelo. Sin embargo, había cosas muy bonitas en el bosque, y en la isla en medio del lago. ¿Por qué no me aventuro?, pensó. Por lo tanto el niño nació y fue feliz y su madre también volvió a ser feliz, aunque le decía al niño, por lo menos una vez al día:
-No se te ocurra nunca jamás, nunca, nunca, nunca, abrir la puerta del suelo.
Pero por supuesto, el niño era un niño. Si tú fueras ese niño, ¿no desearías abrir la puerta en el suelo?”
(John Irving, con ilustración de Jeff Bridges)


There was a little boy who didn't know ifhe wanted to be born.
His mommy didn't know if she wanted him to be born either.
They lived in a cabin in the woods on an island in a lake, and there was no one else around.
And in the cabin there was a door in the floor.
The little boy was afraid of what was under the door in the floor, and the mommy was afraid too.
Once, long ago, other children had come to visit the cabin for Christmas, but the children had opened the door in the floor and had disappeared down the hole.
The mommy had tried to look for the children, but when she opened the door in the floor she heard such an awful sound that her hair turned completely white like the hair of a ghost.
And the mommy had also seen some things, things so horrible you can't imagine them.
And so the mommy wondered if she wanted to have a little boy, especially because of everything that might be under the door in the floor.
And then she thought, 'Why not? I'll just tell him not to open the door in the floor.'
Yet the little boy still didn't know if he wanted to be born into a world where there was a door in the floor.
But there were some beautiful things in the woods, on the island and in the lake.
'Why not take a chance? 'he thought.
And so the little boy was born and he was happy, and his mommy was happy again too.
Although she told the boy at least once every day, 'Don't ever, not ever,'never, never, never open the door in the floor.'
But, of course, he was only a little boy.
If you were that little boy, wouldn't you want to open that door in the floor?
(Textos tomados de los blogs siguientes:
 
 
Agradezco a Inés Vidal su intervención, ayer por la noche, en el ciclo de conferencias La arquitectura no tiene lugar, en el CCCB de Barcelona, organizado por el Institut d´Humanitats)


Tindersticks: City Sickness (1993)