A FAUNO
Fauno, perseguidor de las fugitivas Ninfas, pisa benigno mis cercados y tierras de labor, y antes de alejarte, mira propicio las crías de mis ganados, si es verdad que en tu honor se sacrifica el tierno cabrito al caer el año, que corre en abundancia el vino de la crátera amiga de Venus, y que tu ara vetusta humea con las nubes del incienso.
Todo el rebaño salta de contento en los viciosos
El lobo anda entre los corderos libres de temor, la selva alfombra el suelo de verdes hojas y el cavador goza golpeando con los pasos de la danza la tierra que tanto aborrece.
(Horacio, Odas, 3.18)
Del mismo modo que los dioses paganos no eran de una pieza sino que poseían virtudes a menudo opuestas (la diosa del amor, como Ishtar, en Mesopotamia, o Afrodita, en Grecia, era también una fuerza destructora, ávida de sangre), y que gustaban de relacionarse con divinidades antitéticas (la diosa de la belleza estaba unida al dios de la forja, cojo, deforme), las potencias sobrenaturales paganas no actuaban solas. A fin de evaluar sus dones y sus influjos, es necesario tener en cuanta con qué otras potencias (divinidades, espíritus, númenes) se relacionaban, a fin de calibrar qué papel jugaban en las sociedades humanas.
Los espacios habilitados y habitados por los humanos -territorios planificados, campos cultivados, ciudades y espacios domésticos- estaban al cuidado de divinidades que los habían alumbrado: potencias creadoras, dioses artesanos, y fuerzas que velaban sobre el fuego del hogar. En Roma, como vimos en una entrada reciente, los Lares eran unos espíritus que iluminaban los altares domésticos y protegían, así, las viviendas.
Sin embargo, un espacio se organiza a partir de un centro -el hogar, por ejemplo- y se define por unos límites. Éstos separan espacios protegidos y protectores de espacios librados a fuerzas indómitas, amenazantes, que ponían la vida en peligro. Por otra parte, los espacios recluidos no podían estar aislados. Era necesario que se establecieran vías de comunicación entre los distintos asentamientos humanos; estas vías, que estructuraban el territorio, también eran esenciales para que los hombres dispusieran de lugares donde asentarse y recogerse. Centros bien delimitados al mismo tiempo que interconectados constituían los elementos o las directrices para disponer de espacios acotados y seguros en los que los humanos podían instalarse sin temor.
En Roma, los Lares moraban recluidos. Raras veces salían del limitado espacio doméstico. Por su madre, empero, Lara, los espacios abiertos, por los que circulaban los que se desplazaban de un punto a otro del territorio -bien urbanizado-, no les eran extraños.
El conocimiento de los espacios exteriores y de los límites que era necesario establecer nítidamente, venía también, o sobre todo, por la relación que los Lares mantenían con dos divinidades ancestrales, pertenecientes al mundo latino más antiguo: Fauno y Silvano.
El aspecto de ambos seres sobrenaturales, y el mismo nombre de Silvano, ponían en evidencia que se trataba de unas fuerzas ligadas a los bosques, a la naturaleza indómita. Pero estas fuerzas eran esenciales para el debido control del espacio habitado.
Así, en Grecia, tan importante era Apolo, el dios de la arquitectura y el urbanismo, capaz de organizar el territorio y de fundar ciudades y santuarios, cuanto su hermana gemela Ártemis, al cuidado de los lindes boscosos o selváticos. Apolo moraba en el centro del mundo griego: en Delfos (nombre que significa matriz); mientras, Ártemis (Diana, en Roma) no se alejaba de los claros bien defendidos por los intrincados bosques. Suyas eran las alimañas y las bestias salvajes. Era su "Señora". Las controlaba, protegiendo así el lugar de los humanos. Al mismo tiempo, ciertos ritos de paso, que facilitaban el tránsito de una edad a otra (el paso de la niñez a la edad adulta), o de una a otra condición (cuando las jóvenes muchachas se aprestaban a esposarse), estaban bajo la protección de Ártemis. Era la diosa que cuidaba de los márgenes, las fronteras. Velaba por los límites del mundo humano. También por que los hombres pudieran sortear sin problemas los obstáculos que la vida les tendía.
El espacio cultivado, civilizado, que comprendía el lugar de la ciudad y un cinturón de campos labrados, lindaba con los bosques. Los Lares solo protegían el espacio domesticado y doméstico desde el interior. Esta protección era insuficiente. Era necesario que unas potencias ejercieran el control sobre la retaguardia. Estas fuerzas tenían que tener un perfecto conocimiento tanto de la selva cuando del espacio ordenado por el hombre.
Fauno y Silvano cumplían admirablemente esta función. De hecho su condición doble, mitad humana, mitad animal, ofrecía un testimonio visible de su doble condición. Pertenecían tanto al bosque como a las tierras cultivadas.
En verdad, Fauno y Silvano eran una misma divinidad: Silvano era solo una cara de Fauno, o representaba a Fauno en tanto que guardián de los mojones con los que se pautaba el territorio. En ocasiones, apenas se diferenciaban de los Lares.
Las fuerzas vivas o vitales de la naturaleza estaban a su servicio. Cuidaban de la fecundidad animal (de los rebaños), vegetal (la siembra) y humana.
Como su nombre indicaba, Fauno era una divinidad que hacía el bien; actuaba en favor de los hombres: favere, en latín, se traduce, precisamente, por favorecer, Y Faunopurificaciones; februare significa purificar), del año nuevo latino. La vida se renovaba, los peligros mortales se alejaban, cuando Fauno despuntaba.
Fauno tuvo a un hijo con Fauna, una antigua diosa bondadosa: Latino, rey de los Autóctonos, que recibió a Eneas cuando éste llegó al Lacio, huyendo de Troya, para fundar la ciudad de Lavinia, que precedió la fundación de Roma. Algunos romanos creían que Fauno fue también un rey, el primer rey. La historia de Rome se iniciaba con Fauno. Gracias a él, los humanos abandonaron su naturaleza o condición salvaje y se civilizaron. Fauno los educó, y les enseño a vivir colectivamente, teniendo muy en cuenta los peligros que la selva, que él conocía a la perfección (en tanto que Silvano), encerraba.
Sin Fauno (y Silvano), el espacio habilitado habría sido menos seguro. Su presencia convertía un entorno agreste en pastoril. Domesticaba los animales y, contaba Horacio, favorecía a los seguidores de Mercurio (Hermes, en Grecia), que no se amedrentaban ante lo desconocido, la oscuridad. Seguidores de Hermes eran los viajantes, los exploradores, todos aquéllos que recorrían el espacio, guiados por Hermes, cuyas efigies, a modo de mojones, indicaban la "buena" dirección. Este control de los límites y las vías territoriales, que impedían perderse, se acrecentaba por el hecho que Silvano era confundido con Término (o asumía sus funciones), cuyas fiestas las Terminalia, también acontecían en el mes de las purificaciones (febrero).
Los romanos, como los griegos, sabían que el control del territorio y la organización del espacio exigía el pacto con las fuerzas de la selva: sólo éstas podían velar por los límites que definían allí dónde los humanos podían asentarse y sentirse seguros. Proyectar implicaba encararse con la noche