Los dioses son crueles.
Crean, construyen, pero también, sin previo aviso, en un ataque de furia, o con fría determinación, devuelven la creación al caos de los inicios.
Entre las divinidades más temibles se hallan las que son responsables de la invención y la puesta en práctica de las artes edilicias. La razón es clara. Delimitar espacios, definir formas, edificar: tales son las tareas a las que se enfrentan. Pero los límites que trazan, para organizar el territorio, y siluetar volúmenes, tienen que ser duraderos. Son marcas hincadas profundamente en la materia. El tiempo y las inclemencias no las pueden borrar: los lugares acotados, las formas bien definidas y articuladas, se disolverían, y la permanente amenaza del caos, previo a la delimitación del espacio, se haría presente de nuevo.
Las líneas, los contornos, las tramas tienen que ser hendiduras que no pueden cerrarse, heridas que no cicatrizan. En Roma, los límites de una ciudad se llevaban a cabo mediante un arado que abría un profundo surco, llamado el surco primigenio. Las parcelas asignadas a cada clan, o cada persona, se desgajan del espacio informe. Son consecuencia de un quiebro, del desgaje de una parte del espacio. Los límites son cortes que permiten arrancar de cuajo un lugar asignándolo a unos vivientes. Aún hoy, las marcas que el cursos trazas tienen que ser indelebles. Se fijan para siempre. No se puede volver a la situación de los inicios. Por el contrario, las destrucciones de las ciudades en las culturas antiguas consistían en borrar todas las huellas de las urbes, que se cubrían finalmente de sal para que la vida no pudiera prosperar.
Los dioses constructores empuñaban armas afiladas o cortantes para trazar planos, sobre papel, papiros o tablillas, o sobre la misma tierra. Un punzón, una punta bastaban, mientras pudieran lacerar nítidamente el soporte o la tierra.
En Grecia, el dios de la arquitectura, Apolo, blandía permanentemente un cuchillo. Éste le permitía abrirse camino en la selva, y trazar vías duraderas. También la ayudaban a abrir claros en el bosque, a desbrozar terrenos para fundar ciudades o santuarios en terrenos previamente acotados y limpiados. Apolo no tenía merced: cortaba sin misericordia. La naturaleza no volvía a brotar por donde había pasado. Los caminos acababan por unir ciudades y permitir la comunicación, la organización del mundo. Gracias a estas sendas, los seres humanos ya no se perderían más en la intrincada maleza. Los bosques no le impedirían saber hacia dónde se dirige.
Esta imagen de un Apolo armado, capaz de cortar de raíz cualquier excrecencia que difuminaría o eliminaría las redes de comunicación y los formas planteadas, plantadas en la tierra, no coincide con la que se ha tenido durante mucho tiempo de aquella divinidad. La lira, que no la flecha y el puñal, era su atributo favorito. Apolo era el dios músico que embelesaba. Ciertamente lo era; pero también era una divinidad que manejaba como nadie el puñal para trocear el espacio.
Esta visión de un Apolo criminal -que los griegos bien tenían- perduró en la antigüedad y resuena en el Apocalipsis. La presencia de una divinidad griega en este texto puede sorprender, pero la imagen que se desprende es fiel al carácter de este dios.
Así, el
Apocalipsis (que, literalmente, significa revelación o descubrimiento, eliminación de un velo, o alejamiento de éste) cuenta el final de los tiempos. En lo alto, sentado sobre un trono, la Divinidad. empuña un libro sellado por siete sellos. Cada uno encierra un dato esencial sobre lo que vendrá. Nadie es capaz de hacer saltar las cerraduras, salvo un cordero recubierto de siete ojos, que son las siete hálitos de dios.
Cuando el libro se abrió, los siete mensajeros de dios, cuatro de los cuales controlaban los vientos y velaban sobre las cuatro esquinas del universo, se activaron. Tocaron las trompetas. A cada nuevo toque, un cataclismo se producía. El sol se cerró como un ojo gigantesco. Y nada más se vio. Cuando sonó la quinta trompeta, una estrella cayó del cielo sobre la tierra. Dios tendió una llave al quinto mensajero: la llave del pozo del abismo. El término griego (9,2) es
abyssos. Un sinónimo es
chasma, relacionado con
chaos. La llave que el mensajero recibe abre las profundidades del caos, que conecta con el Tártaro, uno de los espacios de los muertos.
En cuanto el abismo fue abierto, ascendió una humareda de las profundidades que cubrió el cielo de tinieblas. Del humo saltaron saltamontes con el poder de los escorpiones. Los insectos eran semejantes a caballos equipados para la guerra; acorazados, producían el ruido de carros de guerra. Estaban guíados por un rey: el mensajero del abismo (
aggelon thV abussou). Éste se llamaba, en hebreo, Abbadon; en griego, Apollyon: Apolo.
La descripción de los dominios de Apolo corresponde bien con lo que la tradición griega cuenta. Apolo reinaba en un templo, en Delfos, conectaba, a través de un hondo pozo, con el
chasma, el mundo infernal, del que ascendían vapores que embriagaban. Apolo siempre se desplazaba en cabeza de grupos. Cabe preguntarse si la asociación entre el saltamontes y Apolo no se fundaba sobre el parecido que existía entre el saltamontes y el grillo, y entre el grillo y la cigarra, ésta última, dedicada a Apolo.
El carácter infernal de Apolo no era un insulto a la tradición o la religión griega, sino que reflejaba bien los sentimientos dobles que Apolo despertaba entre los mismos griegos. Edificaba, ciertamente; por lo que, antes, tenía que haber arrasado la tierra, limpiándola de impurezas, devolviéndola al caos originario a fin de poder conformarla y delimitarla nuevamente.