Las viviendas sumerias se construían con ladrillos de adobe sin cocer. Pese al grosor de los muros, las violentas lluvias anuales, junto con las aguas freáticas absorbidas por la tierra, dañaban seriamente la estructura. El mantenimiento tenía que ser constante, lo que no impedía que se derrumbaran a los pocos años de la edificación.
Sin embargo, las casas eran construidas y reconstruidas, una y otra vez, en el mismo lugar. Éste no era visto como un espacio maldito, ni la destrucción inevitable una hecatombe. Las viviendas se derrumbaban. Pero tenían que levantarse de nuevo, en el mismo lugar, y del mismo modo.
Las viviendas tenían sus dioses protectores. Éstos eran de dos tipos: los dioses superiores, que acogían las casas bajo su manto protector, pero que no moraban en ellas, y unas divinidades íntimamente ligadas al espacio interior. Éstas no podían ser molestadas. El llanto de un bebé las podía despertar. Era necesario actuar, moverse con cuidado. Pues las divinidades del hogar garantizaban la supervivencia de la casa; es decir, no de las estructuras, que siempre podían ser restauradas y construidas de nueva, sino del linaje, de la "casa" que moraba en la casa.
Estos dioses, que gustaban de comer, descansar, dormir en la vivienda, habían estado siempre allí. La casa era su morada perenne. Se trataba, sin duda, de los antepasados, cuyo espíritu, probablemente, se "encarnaba" en el padre de familia. Los antepassados -los padres de familia- se enterraban debajo de las viviendas. Dormían tan cerca de los vivos que éstos tenían que cuida de no molestarlos. De tanto en tanto, estos "dioses" -que no eran humanos divinizados, propiamente, sino humanos que alcanzaban otra vida, dioses menores o mediadores entre los vivos y los muertos o los verdaderos dioses, como se desprende de himnos babilónicos-, reclamaban la presencia del actual padre de familia, que fallecía, y pasaba a formar parte del coro de ancestros que, de algún modo, seguían vivos: una vida aletargada, ciertamente, pues pasaban la mayor parte del tiempo dormitando, lo que no les impedía velar por la, su "casa". Eran las raíces, los cimientos de la familia. Se les rendía culto, se les alimentaba y, muy posiblemente, la creencia en lo sobrenatural no se dirigía hacia los grandes dioses celestiales, lejanos y quizá en parte desconocidos, sino hacia estas figuras que testimoniaban -eran el testimonio veraz- que los humanos estaban íntimamente unidos a un espacio acotado; que éste los convertía en humanos a parte entera, que no se desvanecían, como aquéllos que habían perdido su hogar. Éste era el lugar en el que humanos del presente y del pasado, humanos y "dioses" se encontraban.
viernes, 3 de agosto de 2012
domingo, 29 de julio de 2012
Els Surfin´ Sirles / Joan Colomo: Anunnakis (2011)
Anunnaki es el nombre colectivo de los dioses superiores, hijos del Cielo (Anu) y la Tierra (Ki), en la mitología babilónica. Se oponían a los Igigi, divinidades primordiales anteriores en forma de pez que vivían en las aguas de los inicios, es decir en el vientre de Nammu, la diosa de las marismas, llamadas Abzu (Aguas de la Sabiduría, o de la Vida). Los Annunaki, por el contrario, ya eran antropomórficos. Para los devotos en religión marciana, los hombrecitos verdes son los antiguos Anunnaki.
Mitología mesopotámica: El diluvio
Tras haber sido modelados por el dios Enki, o haber brotado de la tierra, los humanos se multiplicaron. El ruido, o mejor dicho, la vibración que producían, ascendía y penetraba en las estancias celestiales donde dormitaban los dioses superiores. Este rumor era semejante al de las olas del mar: iba y venía, crecía y disminuía rítmicamente; pero no cesaba nunca. Era también idéntico al de la pulsión, o el ritmo de la tierra.
Los humanos vivían en comunión con la naturaleza. Habían sido compuestos con agua y arcilla, los elementos básicos que constituían las entrañas de la diosa-madre, mitad terestre, mitad acuosa, la diosa de las marismas, el espacio primigenio. Crecieron en el vientre de ésta, que los alumbró. La íntima relación de los humanos con la tierra que los había acunado, y con la que vivían en comunión, no sorprendía.
Bien lo sabían los dioses celestiales. Esta armonía entre la tierra y sus hijos irritaba al cielo. Por eso, An, el dios del cielo, y Enlil, el dios de las tormentas, decidieron romper este ligamen, el cordón ombilical que unía los humanos al vientre de la tierra. Lanzaron un diluvio, con gran dolor de la diosa-madre.
Todos los humanos se disolvieron, salvo uno, Utnapishtim, a quien el dios Enki pudo aconsejar cómo escapar de la disolución: construyento un arca estanca en la que guarecerse cuando el cielo se abatiera sobre la tierra.
Cuando cesó el diluvio, y la tierra pudo ser repoblada, el orden antediluviano cambió para siempre. Los hombres empezaron a honrar a los dioses celestiales, construyeron ciudades y parcelaron la tierra. Los monarcas tomaron a los dioses como modelos. Rompieron con su madre para adorar al padre celestial.
La diosa-madre nunca se recuperó de este golpe.
Los humanos vivían en comunión con la naturaleza. Habían sido compuestos con agua y arcilla, los elementos básicos que constituían las entrañas de la diosa-madre, mitad terestre, mitad acuosa, la diosa de las marismas, el espacio primigenio. Crecieron en el vientre de ésta, que los alumbró. La íntima relación de los humanos con la tierra que los había acunado, y con la que vivían en comunión, no sorprendía.
Bien lo sabían los dioses celestiales. Esta armonía entre la tierra y sus hijos irritaba al cielo. Por eso, An, el dios del cielo, y Enlil, el dios de las tormentas, decidieron romper este ligamen, el cordón ombilical que unía los humanos al vientre de la tierra. Lanzaron un diluvio, con gran dolor de la diosa-madre.
Todos los humanos se disolvieron, salvo uno, Utnapishtim, a quien el dios Enki pudo aconsejar cómo escapar de la disolución: construyento un arca estanca en la que guarecerse cuando el cielo se abatiera sobre la tierra.
Cuando cesó el diluvio, y la tierra pudo ser repoblada, el orden antediluviano cambió para siempre. Los hombres empezaron a honrar a los dioses celestiales, construyeron ciudades y parcelaron la tierra. Los monarcas tomaron a los dioses como modelos. Rompieron con su madre para adorar al padre celestial.
La diosa-madre nunca se recuperó de este golpe.
sábado, 28 de julio de 2012
Breve historia de la religión
La palabra religión viene del verbo latino religare: unión, atar, amarrar. La religión es la práctica que une lo mundano con lo ultramundano, lo humano y lo divino; que encadena los hombres a los dioses, y pone a éstos al servicio de las necesidades de los hombres.
La religión conlleva una manipulación del mundo ultraterreno. Mediante pregarias y ofrendas se trata de interceder ante los dioses. Se les suplica, se intenta comprar su voluntad, a fin que tuerzan el hado funesto, desvíen o aparten el mal, o, por el contrario, lo hagan caer sobre nuestros enemigos. La religión implica un trato, una negociación, un trueque. A cambio de alimentos, los dioses se preocupan de los hombres. Como en toda transacción comercial, emocional, hay una parte de chantaje. La zalamería, y las lágrimas son de recibo. Se trata de utilizar todos los subterfugios posibles para obtener determinados fines, para lograr lo que se persigue.
La religión apareció con la ciudad, hacia el quinto milenio aC, en Mesopotamia. Antes, y a partir de finales del primer milenio aC, la religión no existía y desapareció.
Existían chamanes, magos o adivinos en el neolítico, antes de las ciudades. Éstos tenían la capacidad de averiguar lo que las potencias habían decidido. Pero no podían, ni habían pensado en torcer voluntades. El mundo ultraterreno, celestial e infernal, no era sometido a alteración alguna. La fuerza y la misión del chamán era anunciar a los humanos lo que iba a acontecer antes de que ocurriera. Pero no habrían querido ni podido evitar lo que ocurriría. Informaban, mas no manipulaban. por eso, el sacrificio, el ritual era inútil, inexistente. No era posible, concebible negociación alguna. Los hombres no trataban con las potencias sobrehumanas. Estaban sometidos a ellas y, sin duda, las admiraban o las temían: Pero no se sentían capaces de oponerse a ellas.
A mediados del primer milenio aC, la religión, tal como quedó instituída en la Edad de Bronce, entró en crisis. Los deseos y voluntades de los dioses no podían ser alterados. Lo que contaba era la Ley. En la cultura hebrea, y ya antes, en la amorrita, los dioses escogían a su pueblo. El futuro de éste estaba decidido de antemano., Mientras éste siguiera los edictos de la Ley, nada le ocurriría. Mejor dicho, sabía de antemano qué iba a acontecer, y los acontecimientos, determinados, iban en favor de la vida del pueblo. Éste era el pueblo "elegido": los dioses lo favorecían. El bien, y una serie de valores, debían presidir las conductas humanas: valores que sin duda ya existían también en el platonismo. Los males no eran una consecuencia de un cambio de humor de los dioses. Éstos ya habían anunciado a los hombres, a su pueblo, qué tenían que hacer: cuáles eran las acciones qué debían emprender, qué fines debían perseguir. Si el mal se abatía era porque el pueblo había faltado a la Ley. En este caso, la venganza divina era inevitable, incuestionable. Nada se podía hacer.
Esta concepción de las relaciones entre lo humano y lo divino sufrió una última mutación con el cristianismo ( y posiblemente el budismo), aunque ya fue anunciada por las religiones mistéricas orientales. Las diferencias entre hombres y dioses se abolieron. De algún modo, se puso fin a la religión. El cristianismo no es una religión: es una no-religión, pues presupone que hombres y dioses son iguales. La mediación no es necesaria, no tiene sentido, pues ambos bandos son idénticos. Los dioses no son superiores a los hombres. Los dioses no son dioses ni los humanos humanos. La ley tampoco se aplica. De hecho, Cristo abolió la ley. Vino para abolirla. Ésta ya no era necesaria. Los hombres podían tomar las decisiones que les convenían. La sabiduría les había sido inculcada. El espíritu les alumbraba.
Cristo se hizo hombre. Conoció la suerte de los mortales. Su acción tuvo una consecuencia que cambió la vida. Al asumir la muerte, liberó a los humanos de ésta. El dios se hizo hombre, y los humanos, al dejar de estar sometidos a la muerte, se volvieron inmortales. La vida eterna dejaba de ser una promesa. Ésta ya no se conseguía en el mundo ultramundano sino en la tierra. La edad beatífica, a la que se aspiraba si se seguía la Ley, ya no era una meta anhelada, sino que quedaba instaurada en la tierra. La divinidad había morado entre los hombres, se había convertido en un humano, y su presencia, su testimonio seguía entre los hombres. Ya no cabía esperar tiempos venideros con los dioses. Éstos estaban entre los hombres; eran hombres. Y, por tanto, los hombres eran como los dioses, eran dioses. La muerte ya no marcaba la diferencia entre los mortales y los inmortales. Los humanos ya no estaban sometidos a la muerte. El poder de ésta había desaparecido. Ya no llevaba a la nada. Con la resurrección de los cuerpos y las almas, se demostraba que la muerte no alteraba nada: no tenía poder alguno. La vida proseguía idéntica a sí misma.
Pero ocurre que para el poeta latino Cátulo, religare significaba también deshacer nudos. El cristianismo -y el islam- sí serían religiones, pues habrían roto las ataduras entre hombres y dioses. La religión sería libertadora. los hombres habrían alcanzado la plenitud, la vida plena, no sometida a restricción alguna, gracias a la religión. Las cadenas, físicas y emocionales, habrían quedado abolidas. Los ligámenes ya no serían necesarios. Habrían perdido poder y sentido. Los hombres ya no serían niños que necesitaran ser guiados por una cuerda.
Queda plantearse si este hecho, ineludible, ha sido beneficioso. O quizá sea mejor no planteárselo. No se puede.
Nota: resumen de un diálogo con Maria-Grazia Masetti-Rouault, en su casa de campo, a quien agradezco sus lúcidas y agudas observaciones.
La religión conlleva una manipulación del mundo ultraterreno. Mediante pregarias y ofrendas se trata de interceder ante los dioses. Se les suplica, se intenta comprar su voluntad, a fin que tuerzan el hado funesto, desvíen o aparten el mal, o, por el contrario, lo hagan caer sobre nuestros enemigos. La religión implica un trato, una negociación, un trueque. A cambio de alimentos, los dioses se preocupan de los hombres. Como en toda transacción comercial, emocional, hay una parte de chantaje. La zalamería, y las lágrimas son de recibo. Se trata de utilizar todos los subterfugios posibles para obtener determinados fines, para lograr lo que se persigue.
La religión apareció con la ciudad, hacia el quinto milenio aC, en Mesopotamia. Antes, y a partir de finales del primer milenio aC, la religión no existía y desapareció.
Existían chamanes, magos o adivinos en el neolítico, antes de las ciudades. Éstos tenían la capacidad de averiguar lo que las potencias habían decidido. Pero no podían, ni habían pensado en torcer voluntades. El mundo ultraterreno, celestial e infernal, no era sometido a alteración alguna. La fuerza y la misión del chamán era anunciar a los humanos lo que iba a acontecer antes de que ocurriera. Pero no habrían querido ni podido evitar lo que ocurriría. Informaban, mas no manipulaban. por eso, el sacrificio, el ritual era inútil, inexistente. No era posible, concebible negociación alguna. Los hombres no trataban con las potencias sobrehumanas. Estaban sometidos a ellas y, sin duda, las admiraban o las temían: Pero no se sentían capaces de oponerse a ellas.
A mediados del primer milenio aC, la religión, tal como quedó instituída en la Edad de Bronce, entró en crisis. Los deseos y voluntades de los dioses no podían ser alterados. Lo que contaba era la Ley. En la cultura hebrea, y ya antes, en la amorrita, los dioses escogían a su pueblo. El futuro de éste estaba decidido de antemano., Mientras éste siguiera los edictos de la Ley, nada le ocurriría. Mejor dicho, sabía de antemano qué iba a acontecer, y los acontecimientos, determinados, iban en favor de la vida del pueblo. Éste era el pueblo "elegido": los dioses lo favorecían. El bien, y una serie de valores, debían presidir las conductas humanas: valores que sin duda ya existían también en el platonismo. Los males no eran una consecuencia de un cambio de humor de los dioses. Éstos ya habían anunciado a los hombres, a su pueblo, qué tenían que hacer: cuáles eran las acciones qué debían emprender, qué fines debían perseguir. Si el mal se abatía era porque el pueblo había faltado a la Ley. En este caso, la venganza divina era inevitable, incuestionable. Nada se podía hacer.
Esta concepción de las relaciones entre lo humano y lo divino sufrió una última mutación con el cristianismo ( y posiblemente el budismo), aunque ya fue anunciada por las religiones mistéricas orientales. Las diferencias entre hombres y dioses se abolieron. De algún modo, se puso fin a la religión. El cristianismo no es una religión: es una no-religión, pues presupone que hombres y dioses son iguales. La mediación no es necesaria, no tiene sentido, pues ambos bandos son idénticos. Los dioses no son superiores a los hombres. Los dioses no son dioses ni los humanos humanos. La ley tampoco se aplica. De hecho, Cristo abolió la ley. Vino para abolirla. Ésta ya no era necesaria. Los hombres podían tomar las decisiones que les convenían. La sabiduría les había sido inculcada. El espíritu les alumbraba.
Cristo se hizo hombre. Conoció la suerte de los mortales. Su acción tuvo una consecuencia que cambió la vida. Al asumir la muerte, liberó a los humanos de ésta. El dios se hizo hombre, y los humanos, al dejar de estar sometidos a la muerte, se volvieron inmortales. La vida eterna dejaba de ser una promesa. Ésta ya no se conseguía en el mundo ultramundano sino en la tierra. La edad beatífica, a la que se aspiraba si se seguía la Ley, ya no era una meta anhelada, sino que quedaba instaurada en la tierra. La divinidad había morado entre los hombres, se había convertido en un humano, y su presencia, su testimonio seguía entre los hombres. Ya no cabía esperar tiempos venideros con los dioses. Éstos estaban entre los hombres; eran hombres. Y, por tanto, los hombres eran como los dioses, eran dioses. La muerte ya no marcaba la diferencia entre los mortales y los inmortales. Los humanos ya no estaban sometidos a la muerte. El poder de ésta había desaparecido. Ya no llevaba a la nada. Con la resurrección de los cuerpos y las almas, se demostraba que la muerte no alteraba nada: no tenía poder alguno. La vida proseguía idéntica a sí misma.
Pero ocurre que para el poeta latino Cátulo, religare significaba también deshacer nudos. El cristianismo -y el islam- sí serían religiones, pues habrían roto las ataduras entre hombres y dioses. La religión sería libertadora. los hombres habrían alcanzado la plenitud, la vida plena, no sometida a restricción alguna, gracias a la religión. Las cadenas, físicas y emocionales, habrían quedado abolidas. Los ligámenes ya no serían necesarios. Habrían perdido poder y sentido. Los hombres ya no serían niños que necesitaran ser guiados por una cuerda.
Queda plantearse si este hecho, ineludible, ha sido beneficioso. O quizá sea mejor no planteárselo. No se puede.
Nota: resumen de un diálogo con Maria-Grazia Masetti-Rouault, en su casa de campo, a quien agradezco sus lúcidas y agudas observaciones.
jueves, 26 de julio de 2012
miércoles, 25 de julio de 2012
Ciudad de la Cultura, Santiago de Compostela (Gallaecia Petrea, 2012)
Se ha inaugurado la exposición Gallaecia Petrea, en la Ciudad de Cultura, en lo alto de Santiago de Compostela.
Muestra obras locales labradas en piedra. Venidas de Galicia y del norte de Portugal, a un tiro de piedra del museo: "el visitante recorrerá la historia de la construcción de la cultura gallega a partir de un elemento tan icónico como la piedra", se explica.
Ha costado un millón ochocientos mil euros. Los honorarios de la dirección ascendían a cincuenta mil euros.
Se anuncia con una plancha de acero corten de unos diez metros de largo por dos de alto y tres centímetros de grueso taladrada. Es mejor no preguntarse qué ha costado. Ni las obras más monumentales de Richard Serra...
Pero uno se imagina que la muestra está altura de un centro, construido tras un concurso por invitación en el que los arquitectos invitados cobraron veinte mil euros por un boceto o una maqueta.
... de cemento armado.
Helena Tatay & Bet Cantallops: Cartografías modernas. Dibujar el pensamiento (Caixaforum, Barcelona, 2012)
Érase un emperador de la China que encargó a un prestigioso geógrafo europeo un mapa detallado de sus posesiones.
Tanto y tan bien se documentó el dibujante, recorriendo a pie el imperio durante años que, cuando se presentó ante el emperador y empezó a abrir el mapa, el monarca mandó de inmediato que apresaran y ajusticiaran al geógrafo. Éste había trabajado de manera tan minuciosa, registrando hasta el menor detalle del territorio imperial, que el mapa se había extendido hasta tal punto que, al ser desplegado, cubría toda China. Anulaba, escondía, escamoteaba el imperio. Todos los bienes del emperador habían quedado incluidos en el papel, sobre si el geógrafo se los hubiera robado y encerrado en el mapa. China había desaparecido sepultada por su proyección en el papel.
Un mapa, por tanto, reproduce el mundo. Pone el mundo al alcance de la mano. El mapa produce la ilusión que el mundo se reduce. Pero también lo turba hasta tal punto que entra en conflicto con él. Cuanto más preciso sea, más permite intervenir en el mundo. Para ordenarlo. O no.
Cartografías modernas. Dibujando el pensamiento es una compleja exposición dirigida por Helena Tatay, y brillantemente montada por Bet Cantallops, que se presenta en Caixaforum.
Muestra obras contemporáneas que utilizan el lenguaje de la cartografía. Éste se definió en Mesopotamia -los primeros mapas territoriales que se conservan son de finales del tercer milenio aC-, y se transmitió a Grecia.
En el siglo XVII, la manera "objetiva" de representar el mundo, sin tener en cuenta, en principio, el punto de vista del observador (aunque la orientación del mapa ya denota dónde se ubica el geógrafo), se extendió hasta "cartografiar" territorios íntimos: los caminos que componen la vida sentimental o emocional fueron trazados por vez primera por la novelista francesa Madame de Sevigné. Su célebre "Mapa de la Ternura" o de "los Sentimientos" (la "Carte du Tendre"), mostró que los mapas podían ayudar a orientarse en la vida o los espacios interiores. La novela dejaba de reflejar el descubrimiento del mundo para, sin salir del espacio interior, mostrar como el universo cabía en el alma, y como el alma reconfiguraba -y distorsionaba- el mundo. El mundo era las imágenes que nos evocaba, los sentimientos que despertaba en nosotros.
Ambos tipos de mapas son los que trabajan los artistas contemporáneos seleccionados. La documentación, la variedad de registros, la calidad de las piezas sorprenden. Su ubicación, las relaciones establecidas, inmejorables.
En algún momento se plantea alguna duda. No se distingue bien, pues quizá no se deba o no se pueda, entre mapa, proyecto, dibujo, boceto, esquema. Ente mapa y carta, si es que existe alguna diferencia. Algunas piezas, semejantes a viñetas, parecen difíciles de identificar como mapas o cartas. Dos bocetos de Paul Klee podrían ser figuras. Ocurre lo mismo con un par de animaciones.
Pero esas dudas, que quizá los artistas hayan querido suscitar, no impide descubrir hasta donde se adentran los mapas, qué territorios "cubren", y cómo los mapas revelan la realidad, al tiempo que la confunden.
Como comentó lúcidamente Helena Tatay en la conferencia inaugural, los mapas son la mejor muestra de nuestro deseo de apoderarnos del mundo, y de nuestra incapacidad por satisfacer este deseo. Algo se pierde, inevitablemente, cuando pretendemos estudiar el mundo o estudiarnos. Mas, sin las mapas, nunca lograríamos acercarnos a lo que nos rodea, o nos compone.
Una exposición imprescindible, que da que pensar.
La mejor exposición del año en Barcelona
Tanto y tan bien se documentó el dibujante, recorriendo a pie el imperio durante años que, cuando se presentó ante el emperador y empezó a abrir el mapa, el monarca mandó de inmediato que apresaran y ajusticiaran al geógrafo. Éste había trabajado de manera tan minuciosa, registrando hasta el menor detalle del territorio imperial, que el mapa se había extendido hasta tal punto que, al ser desplegado, cubría toda China. Anulaba, escondía, escamoteaba el imperio. Todos los bienes del emperador habían quedado incluidos en el papel, sobre si el geógrafo se los hubiera robado y encerrado en el mapa. China había desaparecido sepultada por su proyección en el papel.
Un mapa, por tanto, reproduce el mundo. Pone el mundo al alcance de la mano. El mapa produce la ilusión que el mundo se reduce. Pero también lo turba hasta tal punto que entra en conflicto con él. Cuanto más preciso sea, más permite intervenir en el mundo. Para ordenarlo. O no.
Cartografías modernas. Dibujando el pensamiento es una compleja exposición dirigida por Helena Tatay, y brillantemente montada por Bet Cantallops, que se presenta en Caixaforum.
Muestra obras contemporáneas que utilizan el lenguaje de la cartografía. Éste se definió en Mesopotamia -los primeros mapas territoriales que se conservan son de finales del tercer milenio aC-, y se transmitió a Grecia.
En el siglo XVII, la manera "objetiva" de representar el mundo, sin tener en cuenta, en principio, el punto de vista del observador (aunque la orientación del mapa ya denota dónde se ubica el geógrafo), se extendió hasta "cartografiar" territorios íntimos: los caminos que componen la vida sentimental o emocional fueron trazados por vez primera por la novelista francesa Madame de Sevigné. Su célebre "Mapa de la Ternura" o de "los Sentimientos" (la "Carte du Tendre"), mostró que los mapas podían ayudar a orientarse en la vida o los espacios interiores. La novela dejaba de reflejar el descubrimiento del mundo para, sin salir del espacio interior, mostrar como el universo cabía en el alma, y como el alma reconfiguraba -y distorsionaba- el mundo. El mundo era las imágenes que nos evocaba, los sentimientos que despertaba en nosotros.
Ambos tipos de mapas son los que trabajan los artistas contemporáneos seleccionados. La documentación, la variedad de registros, la calidad de las piezas sorprenden. Su ubicación, las relaciones establecidas, inmejorables.
En algún momento se plantea alguna duda. No se distingue bien, pues quizá no se deba o no se pueda, entre mapa, proyecto, dibujo, boceto, esquema. Ente mapa y carta, si es que existe alguna diferencia. Algunas piezas, semejantes a viñetas, parecen difíciles de identificar como mapas o cartas. Dos bocetos de Paul Klee podrían ser figuras. Ocurre lo mismo con un par de animaciones.
Pero esas dudas, que quizá los artistas hayan querido suscitar, no impide descubrir hasta donde se adentran los mapas, qué territorios "cubren", y cómo los mapas revelan la realidad, al tiempo que la confunden.
Como comentó lúcidamente Helena Tatay en la conferencia inaugural, los mapas son la mejor muestra de nuestro deseo de apoderarnos del mundo, y de nuestra incapacidad por satisfacer este deseo. Algo se pierde, inevitablemente, cuando pretendemos estudiar el mundo o estudiarnos. Mas, sin las mapas, nunca lograríamos acercarnos a lo que nos rodea, o nos compone.
Una exposición imprescindible, que da que pensar.
La mejor exposición del año en Barcelona
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