Las murallas y una parte de Babilonia fueron reconstruidos por orden de Saddam Hussein en los años ochenta y noventa. Esos muros, delgados como un papel de fumar, no son más que un decorado, apenas un telón de ladrillos, un simple tabique, en el que se pintaron los antiguos relieves de animales guardianes, leones, toros y dragones, vitrificados, que solo puede ser contemplado de frente; de lado no se ve nada. Apenas una raya, un rasguño.
Esa es la imagen que se ha divulgado de Babilonia. Sin embargo, el camino desemboca, de súbito, en una empinada pendiente. El suelo se hunde hacia lo que parece el fondo de un valle. En medio, sobresalen nuevas murallas cuya parte superior alcanza casi el nivel del camino superior. Estas murallas, se intuye de inmediato, son distintas: delimitan una amplia vía procesional de un centenar de metros de largo. Los muros, en este caso, tienen espesor; un espesor desmesurado. Son como gruesos macizos por los que los años o las aguas habrían abierto una profunda garganta. El espesor no es un espejismo. Se trata de murallas originales, levantadas hace dos mil seiscientos años: las murallas de Babilonia; las "verdaderas".
Mas, ¿por qué están hundidas? ¿Acaso el nivel de Babilonia yacía treinta metros por debajo del nivel actual hacia el siglo VII aC?
Por el aquel entonces, Babilonia estaba arrasada. Los neo-asirios no dejaron ladrillo sobre ladrillo. Los últimos reyes neo-babilónicos, antes de que Babilonia cayera para siempre ante el empuje persa, decidieron levantar de nueva, por última vez, la ciudad del dios Marduk. Durante unos años, Babilonia volvió a sorprender a los viajeros venidos de todo el mundo conocido.
En Mesopotamia, no se podía construir sobre un terreno virgen, a menos que la tierra hubiera quedado mancillada. Era necesario edificar sobre las ruinas de una construcción precedente. Por eso, los reyes se ufanaban a mandar a los constructores que buscaran las trazas de templos y palacios sepultados antes de erigir nuevas construcciones. Éstas tenían que enraizarse profundamente.
Los reyes neo-babilónicos se encontraron con un grave problema. Las trazas de las antiguas murallas habían desaparecido. Era imposible saber dónde se habían hallado. La reconstrucción no podía llevarse a cabo según mandaba la tradición. Ningún rey se habría atrevido a burlar la atención de los dioses, según comunicaban los sacerdotes.
Era necesario que, de algún modo, se encontraran estas trazas. Fue entonces cuando se mandó levantar toda una fortaleza con el máximo cuidado. Ladrillos en relieve vitrificados se insertaron en los muros, perfectamente aparejados, a fin de componer filas de fieros animales guardianes. El trabajo se llevó a cabo con el máximo cuidado. Los leones al acecho los toros impacientes, los dragones semejantes a unicornios, volvieron a recorrer, en implacable fila, las murallas de Babilonia, desde el suelo hasta las almenas. Una vez concluidas, fueron sepultadas. Cuidadosamente enterradas. Luego, descubiertos. Sobre ellas, se pudo, al fin, construir las murallas visibles que deslumbraron a Herodoto o a quienes le instruyeron. Babilonia volvió a ser el faro del mundo.
Hace sin duda milenios que estas murallas desaparecieron, derribadas por persas y las tropas de Alejandro. Las que se descubren con pasmo hoy no son ésas que se alzaban al borde del Éufrates -un río que atravesaba la ciudad, al menos la fortaleza y el área sacra-, sino las que se enterraron. Escaparon a la furia y la desidia. Y hoy se yerguen agazapadas en una hondonada.
Este proceso constructivo no era nuevo. Ya se comentó en una entrada del año pasado que la ciudad sumeria de Uruk posee una de los templos más antiguos de la historia (Giparu), en perfecto estado. Se trata, también, de una construcción edificada para ser enterrada, sobre la que se levantó un templo que sobresalía y del que no ha quedado ni rastro.
1.- El decorado de Babilonia 2.- Babilonia profunda (Fotos: Tocho, junio de 2009)
Gaston Bachelard no gustaba de vivir en un piso de París. Desaprobada esas cajas de cemento", como las denominaba, por las que la imaginación no podía viajar. Ésta yacía enclaustrada en esas estancias sin misterio. Su desaprobación ante las viviendas urbanas no respondía a que se trataba de construcciones recientes o modernas, sino que estaba motivado porque éstas faltaban a lo que una casa tiene que ser: un espacio que conjuga, más que la horizontalidad, la verticalidad, uniendo el cielo, representado por el desván, y el infierno, que la bodega ejemplifica. Un hogar tiene que conjugar la luz y las tinieblas, alzarse hasta lo más alto sin descuidar su enraizamiento en el mundo de los muertos, suscitar temor y esperanza, estar imaginariamente poblado de ángeles y de espectros. La bodega, a la impone respeto, cuanto no miedo, el temido descenso -Bachelard observaba que siempre se desciende a la bodega, mientras que siempre se sube a un altillo o un desván-, reproduce oscuramente la estructura de una casa. Es su anverso siniestro; pero necesario. Precisamente para que un hogar cohabiten los vivos y los muertos, ofreciendo un espacio de reposo imperecedero.
Es esa misma consideración de la arquitectura que los mesopotámicos habían aplicado a sus verdaderas moradas, las moradas divinas. Los templos solían edificarse sobre templos anteriores. Cuando éstos no existían, porque habían desaparecido, o porque se había decidido edificar sobre un espacio virgen, se enterraba previamente una construcción que servía de fundamento a la que se alzaría a la vista de todos.
Estos templos enterrados solían estar dedicados a las potencias del subsuelo. Ésas no eran necesariamente divinidades infernales sino ancestrales. Divinidades primigenias, ligadas a elementos, a espacios de los inicios: las aguas, la tierra, el primer montículo, sobre los que se alzarían los dioses luminosos. Esas divinidades primeras estaban acostumbradas a la noche. La luz siempre brota del erebo. Para que un templo brillara era necesario que se convocaran las potencias de la noche, pues éstas alumbrarían a las moradas de los dioses celestiales. Esos templos subterráneos, esas criptas, eran más importantes que los templos visibles pues reunían a las fuerzas que habían dado a luz a la vida del universo. Eran los depósitos en los que los sueños se encerraban. Un templo verdadero era, así, un espacio oscuro, al que se descendía, que devolvía a las entrañas de la madre tierra.
Un eco de esas creencias llegó incluso a Grecia -e incluso al Cristianismo-. El templo apolíneo de Delfos se apoyaba sobre un santuario anterior, una cueva o un sima, dedicado a Gea, la diosa-madre, la tierra.
Un templo sin estos espacios sepultados no hubiera aguantado. Hubiera carecido de lo que le daba fuerza y sentido, su conexión con las fuerzas que conformaron el mundo, para las que muerte y la vida, siempre en este orden, eran pasos ineludibles.