La intuición que los arqueólogos que excavaban en el sur de Iraq en los años veinte acerca de la posible ubicación de las ciudades sumerias cerca del mar, pese a que hoy -al igual que a principios del siglo XX- se hallen en medio del desierto, se ha confirmado hoy: estudios recientes, tanto sobre el terreno cuanto a partir de fotografías por satélite, parecen indicar que las primeras ciudades del sur de Mesopotamia, en los quinto, cuarto y tercer milenios aC, se situaban cerca del delta de los ríos Tigris y Éufrates o, incluso, en medio de éste. Las urbes se habrían asentado sobre un sinnúmero de islas formadas por depósitos de juncos, separadas por canales naturales. Junto con las ciudades, vías de comunicación, terrestres, marítimas y fluviales, habrían creado una extensa red que habría cubierto la llanura desde Bagdad hasta el mar.
La red habría tenido tanta importancia que un rey como Shulgi, que se consideraba como un dios en la tierra, en la segunda mitad del tercer milenio, se vanagloriaba de las ciudades y los templos que había construido, pero sobre todo, de la red viaria (canales y caminos).
Los pueblos y las ciudades, y las vías, constituyen dos polos contrapuestos del imaginario espacial. Uno invita al asentamiento, al recogimiento; el otro, al desplazamiento.
Los mitos, las epopeyas, los himnos sumerios cuentan un gran número de viajes: viajes a ciudades vecinas o hasta los límites del mundo. Los dioses tambien no cesaban de viajar; Inana, la diosa de la fertilidad y la destrucción, se aventuró hasta el corazón de los infiernos. Los dioses -sus estatuas de culto durante las procesiones anuales- tambén se desplazaban de un templo a otro: iban a visitar a dioses parientes.
El movimiento constante parece que constituía un "estado" ideal, la condición deseable de la vida. La naturaleza ofrecía la imagen de un movimiento, lento y perpetuo. Las aguas cargadas de limo del Tigris y el Éufrates, se desplazaban lenta y majestuosamente, serpenteando por los mendros que no parecían querer llegar nunca al mar; la alta vegetación marismeña -juncos, cañas, papiros- se agitaba incesantemente a la merced del viento que, cuenta la epopeya de Gilgamesh, hablaba a través de las cañas, cuyas afiladas hojas cortaban las réfagas, que sacudía.
Las ciudades o ciudades-estado, estaban casi siempre enfrentadas. Paro parece que la astucia más que la violencia regía las relaciones urbanas. Ninguna ciudad parecía querer dominar el territorio. Escaramuzas, pactos, asedios también pautaban la difícil convivencia, pero no parece que se hubiera producido guerras sin cuartel.Las ciudades medían su fuerza, pero, salvo a finales del tercer milenio, ninguna pudo, quizá ninguna quiso o se imaginó en esa tesitura violenta, acabar con el resto de las ciudades.
Lo que las ciudades-estado bucaban más bien era establecer pactos. En el imaginario sumerio, los seres humanos estaban de paso. Al contrario que algunas ciudades griegas, muy posteriores, y a la equipareción entre tierra y sangre que ha asolado Europa desde el siglo XIX hasta hoy en día, las ciudades sumerias no se presentaban como hijas de la tierra; no creían tener raices profundas. Los lazos más sólidos se establecían con el resto de las comunidades, no con la tierra. Nadie se hubiera presentado como un autóctono, brotado de la tierra y, por tanto, con todos los derechos sobre ésta, lo que le hubiera incapacitado para entender, acoger y albergar al otro.
Las ciudades no poseían barrios especializados, ni cada clase social poseía un barrio en exclusiva. Nobles y artesanos compartían el espacio. Las clases sociales y profesionales tendían a mezlarse, a encontrarse.
El diálogo, el juego, las triquinuelas, y no la violencia política, religiosa o étnica, eran los instrumentos que regulaban las relaciones intercomunales. Aunque casi todas las ciudades estaban rodeadas de murallas, éstas tenían una menor función defensiva que símbólica: expresaban que los habitantes habían decidido compartir un espacio de convivencia. La mezcla, y no la segregación, o la expulsión, regulaba las organizxación social urbana.
Hoy más que nunca deberíamos quizá volver la mirada a Súmer. Si aún estuviéramos a tiempo.
sábado, 29 de septiembre de 2012
jueves, 27 de septiembre de 2012
Planos sumerios de arquitectura
Aunque los arquitectos griegos, toda vez que el simple enunciado del número de columnas que se querían ante la fachada de un templo permitía visualizar de inmediato la forma y el volumen de éste, no tuvieron necesidad de realizar planos de arquitectura, salvo para detalles ornamentales a escala natural, que podían variar según los templos, los santuarios, el gusto local, o el capricho del arquitecto, la mayoría de arquitectos de la antigüedad, al menos en Occidente y en el Próximo Oriente, proyectaban recurriendo a los mismos procedimientos gráficos, las mismas proyecciones, en planta y en alzado, que se siguen empleando hoy.
Las primeras representaciones bidimensionales de edificios se remontan a la prehistoria. Se conocen plantas de pueblos compuestos por lo que parecen chozas.
Los planos más cercanos a los que el arquitecto hoy en día traza son sumerios y egipcios. Éstos últimos, sobre papiro, piedra o tabla, dado el clima tan seco, se han conservado bien; en un par de casos, incluso, se han encontrado plantas que corresponden a tumbas conocidas, pudiendo apreciar la precisión de las plantas que incorporaban detalles en alzado, como los de las puertas, a fin que el constructor pudiera disponer, en un mismo documentación gráfico, de todas las medidas y de la distribución los principales elementos o componentes.
Los sumerios trazaban planos sobre tablillas de adobe. Algunas, unas cinco o seis, gracias a incendios -causados muy posiblemente por guerras-, se cocieron y han perdurado, al menos fragmentariamente. El número de planos, plantas y alzados, mesopotámicos, desde Súmer hasta Asiria, es muy superior, si bien se suelen mostrar raras veces.
La casi totalidad de planos sumerios, del tercer milenio aC, que se conservan se van a mostrar en Caixaforum en Barcelona y Madrid, a partir del 30 de noviembre, junto con algunos planos topográficos, uno de ellos inédito.
Se trata de planos de edificios desconocidos: templos o palacios, edificios sagrados o profanos; los datos no permiten la identificación. Incluso, en un caso, la celebre tablilla que el rey Gudea (hacia 2100 aC), sostiene en sus rodillas, en una célebre estatua sedente de diorita que muestra al rey en tanto que arquitecto, hoy en el Museo del Louvre (no incluida en la muestra por problemas de seguridad), la planta trazada, que se ha identificado tradicionalmente como la del templo principal dedicado a la divinidad protectora de la ciudad de Girsu -el dios Ningirsu: Señor de Girsu-, es interpretada hoy como la planta de las murallas de la ciudad.
Una de las característictas de las plantas sumerias, perfectamente trazadas a escuadra, en las que los límites, los muros y las puertas están bien señaladas, corespondiendo a una perfecta proyección ortogonal, es la disparidad de información entre el trazado de la planta y las medidas. Las plantas están acotadas; pero las cotas no corresponden siempre con las medidas que se toman en el dibujo.
Esta disparidad se ha interpretado como el resultado del trabajo de dos artesanos, un buen dibujante iletrado, y un escribano capaz de escribir y leer números. Esta disparidad es significativa. Revela la imagen que el dibujante se hacía del edificio, la imagen mental que se había formado, posiblemente las imágenes de aprecio y desprecio que inconscientemente poseía y que grabó en la tablilla. También nos hablan del imaginario del espacio interior, doméstico algunas veces. No muestra cómo era el edificio que se iba a construir, sino como debería ser. Las proporciones eran las que un edificio ideal hubieran tenido que tener, y que no tuvieron por incidencias: tamaño del solar, ubicación, limitaciones de todo tipo, quizá modificaciones de última hora que no quedaron reflejadas en la planta. Así, un hogar perfecto tenía que responder a una imagen determinada y ésta era la que se plasmaba. Las acotaciones, entonces, revelaban lo que había ocurrido, la realidad constructiva que, al igual que ocurre hoy en día, difería, a veces substancialmente, del sueño.
miércoles, 26 de septiembre de 2012
Estética y peluquería
Para Todos La 2 - Debate: La Belleza
TV2 es la cadena cultural española.Snif.
lunes, 24 de septiembre de 2012
El ojo en Mesopotamia
Se ha dicho a menudo que mientras que Grecia, y, por ende, toda la cultura "occidental" ha tendido a favorecer el sentido de las vista como órgano de conocimiento del mundo, en Oriente se ha preferido el sentido del oído. El que el universo hubiera sido creado por el Verbo llamando a los entes y las cosas por su nombre, tal como lo relata el Antiguo Testamento, no ha hecho sino confirmar esta opinión. En Mesopotamia también la palabra tenía efectos mágicos, como en cualquier cultura antigua, por cierto.
El predominio de la vista se acrecentó durante el Renacimiento. La invención de la perspectiva, gracias a la que el mundo se sometía a la vista de un observador, el artista, asentó definitivamente la supremacía del ojo. Era el órgano por excelente gracias al cual se descubría el mundo, convertido en una simple vista de un observador. El mundo cabía en una pupila espejeada.
Cabe preguntarse si esa asociación entre cultura "occidental" y el ojo -teniendo en cuenta que el ojo ha sido y es considerado como el órgano supremo, en detrimento del resto de los órganos sensoriales- es exclusiva. El oído, ¿era realmente el órgano dominante en el Próximo Oriente antiguo?
Ojo, se decia en sumerio: igi. El signo cuneiforme parece aún guardar el recuerdo de un trazado arcaico, naturalista. Se asemeja a un dardo lanzado por un ojo visto de lado: un ojo bien abierto, avizor, que escudriña el mundo.
Al igual que ocurre con la mayoría de los términos sumerios, su campo de significados es muy amplio, y cubre, en ocasiones, las funciones de sustantivo, verbo, adjetivo, adverbio o preposición. Así, en el presente caso, igi no denominaba solo un ente natural, fácilmente designable, el ojo, sino que también era utilizado para designar un concepto o un valor, simbolizado por el ojo, por las funciones, capacidades del ojo, y los valores asociados a éstas. En efecto, igi, o mejor dicho igi-gal (literamente gran ojo, u ojo bien abierto, como la forma del signo bien indica) también significaba inteligencia o sabiduría, y también sabio. Un igi-gal era, literalmente, un vidente: una figura, con un buen ojo, un ojo certero para ver, intuir o descubrir la verdad de las cosas. El que no andaba a tientas en el mundo era un igi. La sabiduría le venía porque era capaz de escudriñar los misterios del mundo, ver dónde los demás no veían, ver más allá o más profundamente, y ver antes que nadie, antes de que las cosas se volvieran evidentes. El igi-gal era el que llegaba hasta lo invisible. Aun hoy, decimos del descubridor, del científico, que tiene buen ojo. Ve lo que los demás somos incapaces de alcanzar, o entender.
Igi, finalmente, era una preposición espacial. Se traduce por delante. Las cosas que cobraran existencia se mostraban delante, se manifestaban (igi gar) delante de un ojo, el ojo (de un) sabio. La aparición, es decir la manifestación de una apariencia o imagen, el hacerse visible, el hacerse imagen o a imagen de, otorgaba entidad a una manifestación. Los entes eran en tanto que se mostraban. Al igual que, milenios más tarde, en Grecia, solo lo visible existía. Lo invisible, al menos hasta Platón (quien de todos modos, también exaltó al ojo, aunque en este caso, el ojo interior, la mirada anímica), el mundo de los dioses y los muertos, era discutible. Nadie sabía a fe cierta si existían. Los dioses, para ser creíbles y ser creídos tenían que mostrarse. tenían que encararse, aparecerse ante una faz. El ojo era lo que daba fe de la existencia de las cosas.
Por tanto, el mundo existía solo si se podía revelarse ante unos ojos. Éstos eran los que determinaban qué cosas existían, santificaban la esencia de las cosas. Ésta no "existía" independientemente de su manifestación sensible, visible. Su manifestación, por otra parte, no ocultaba o desdibujaba la esencia. La esencia tenía que ser visible, estar dotada de un rostro, que no escondía, como una máscara, sino que, no solo revelaba sino que fundaba. Las cosas se hacían en cuanto se mostraban. Su aparición certificaba que no eran una ilusión, un error de los sentidos. La imagen no se oponía a la esencia: estaba, por el contrario, en el origen de ésta.
No se trataba, por otra parte, de una imagen cualquiera, sino de una imagen vista, aparecida ante unos ojos. Éstos, preferentemente, eran los del sabio o del vidente, que certificaba que un nuevo ente había hecho su aparición en el mundo.
Que el ojo sea el órgano creador no era extraño. En Egipto, el padre de los dioses, creador del mundo, era, o se mostraba, como un ojo gigantesco y luminoso; y en el mismo Nuevo Testamento, Cristo se caracterizaba, quizá influido por el platonismo, por unos ojos siempre abiertos cuyos rayos traspasaban y electrizaban a los que se miraban en ellos y eran, al mismo tiempo, vistos, acogidos por los ojos de la divinidad.
Ojos humanos o antropomórficos, sin duda. Ojos de un sujeto, que sujetaban el mundo. ojos que daban sentido, organizaban, creaban el mundo.
Nunca como en Mesopotamia, el ojo adquirió tal preeminencia y poder -que pasó luego a Platón, y de allí, mil quinientos más tarde, con la recuperación de los diálogos platónicos en Florencia (comunicados por sabios bizantinos, orientales), al Renacimiento.
De algún modo, de nuevo, nuestra visión del mundo se enraiza en Mesopotamia. Vemos y concebimos el mundo según sus parámetros.
El emperador y el gobernador de Asiria: un cuento oriental
Érase un astuto gobernador de una región limítrofe del imperio de Asiria. Tenía frontera con el imperio de Babilonia. Era una tierra fértil, bien regada por el Tigris y el Éufrates -que podían ser cruzados fácilmente precisamente en esta parte-, distinta de las áridas altiplanicies y de las regiones montañosas al norte y al este del imperio. Su posición la convertía en la salida de las mercancías desde distintos puntos del imperio hacia otros países, sobre toda hacia el imperio de Babilonia.
Se hablaba una lengua semita, como el asirio y el babilonio, que no podía confundirse con éstos, aunque el asirio era también común.
El imperio era centralizado. Se gobernaba desde la capital, Assur. No obstante, todas las provincias asirias eran autónomas, dirigidas por un ensikgal, un gobernador, quien manejaba los fondos que Assur le enviaba tras haber recolectado los impuestos.
Aconteció que un gobernador, en el siglo VIII aC, llamado Nergal Eresh, decidió construirse un gran palacio, a imagen de los palacios imperiales de la capital, Assur. Disponía de una corte casi imperial. Las obras iban por buen camino. Todos los sidim, los contratistas, pagaban entre un tres y un diez por ciento de comisión que revertía en las arcas de la región, o directamente en los bolsillos de la corte o del mismo gobernador. Las obras eran faraónicas. Se trazaron y se construyeron también una extensa red de vías, con innumerables postas, hasta el palacio. Las obras costaban mucho más que los fondos llegados de Assur, y el déficit se acrecentaba por las numerosas mordidas que casi todos los miembros de la corte practicaban, lo que encarecía sobremanera los costes. Llegó un momento en que las arcas estaban casi vacías. Nergal Eresh decidió emprender recortes. Así, las eduba -las escuelas donde se enseñaba a leer y escribir los numerosos y difíciles signos cuneiformes- ya no recibieron punzones ni barro para las tablillas, y las familias que querían que sus hijos fueran unos letrados para hallar trabajo en la corte y los templos (toda la corte, el gobernador, sobre todo, mantenía muy buenas relaciones con los sacerdotes que bendecían todas las acciones gubernamentales) los tuvieron que pagar cada vez más, hasta que el número de aprendices a letrados descendió. Por otra parte, el patesi (consejero) de la sanidad caldea, reconocida en todo el imperio, y alabada incluso en Babilonia, redujo drásticamente los fondos de los azû, los médicos, a fin de potenciar la sanidad privada que el mismo patesi controlaba.
Ante esta situación, la población empezó a removerse y a manifestarse. Las acciones del gobernador Nergal Eresh, hasta entonces alabadas, fueron criticadas cada vez más abiertamente, y la corte denunciada. Los recortes iban en aumento, sin que el tren de vida de la corte disminuyera. Cada día que pasaba se descubrían nuevos fraudes. Así, el hijo del anterior gobernador asirio fue denunciado por querer acaparar la gestión de los talleres en los que se revisaban los carros que surcaban los caminos. A través de la é-du (la gran sala de conciertos palaciega recubierta de relucientes ladrillos vitrificados) se desviaban fondos públicos y privados hacia las arcas de la corte. Los dabariri (los artistas y juglares), cuyas gracias hasta los babilonios, rivales, admiraban, dejaron de recibir encargos, salvo si cantaban las grandezas del gobernador, tal cómo éste dictaba. Incluso se planificó un egal-enedi (un palacio de juegos de azar) que, posiblemente, habría servido para captar y desviar más fondos públicos y privados.
La situación se volvió insostenible. El imperio, y en particular, esta región fronteriza se hundía; las manifestaciones crecían.
Nergal Eresh tuvo entonces una idea luminosa. La crisis era debida a que la capital Assur no transfería fondos suficientes. Las obras que se llevaban a cabo eran esenciales si Kar -Assurbanipal, la capital de la región, quería rivalizar con Assur. La región más rica del imperio no podía ser tratada como el resto de las regiones, más pobres y menos pobladas. Casi toda la riqueza del imperio asirio provenía, se decía en Kar-Assurbanipal, de esta región, y por tanto, el imperio tenía que pagar.
Nergal Eresh y sus acólitos denunciaron las estrecheces a la que Assur le sometía, es decir, sometía a la región. Era una falta, un insulto, un injurio para el honor de todos los kur-assurbanipales. Con las obras descomunales emprendidas, solo quería que los kur-assurbanipales se sintieran orgullosos de su tierra milenaria.
Las protestas hacia la corte menguaron; las manifestaciones se acallaron. La revuelta, ahora, dirigió sus dardos hacia Assur. Assur oprimía a Kar-Assurbanipal y su área. Era necesario que esta región se desgajara del imperio, y hallara naturalmente su lugar entre los imperios de Asiria y Babilonia. Si pequeños reinos como los de Damascvo, Alepo o Judea, o incluso de Palmira vivían de maravilla, gracias a que eran tierra de contrabandistas y refugio de dinero negro, que controlaban los mercadeos orientales, ¿cómo no iba a sobrevivir e enriquecerse Kar-Assurbanipal?
Los restos de Kar-Assurbanipal fueron desenterrados, del desierto, y del olvido, hace veinticinco años, por una misión arqueológica francesa. Hoy, tras los acontecimientos en Siria, retornar lentamente al polvo.
Las exposiciones sobre arte asirio se multiplican.
sábado, 22 de septiembre de 2012
Alcohol y arquitectura: Ninkasi, diosa mesopotámica arquitecta y cervecera
NIN KAG
Sello-cilindro con escena de bebida: los comensales ingieren cerveza con unas largas pajas de una gran jarra (Nueva York, The Metropolitan Museum of Art.
Esta pieza al igual que otras semejantes se mostrarán en la exposición Antes del diluvio. Mesopotamia, 3500-2100 aC, en Caixaforum, Barcelona y luego Madrid, a partir del 30 de noviembre)
El imaginario de las bebidas fermentadas auna dos concepciones muy distintas, aunque lógicas, de la importancia y el efecto sociales del vino y la cerveza. Así, en Grecia, la vid y el vino fueron traídos de Oriente por el dios Dionisos. Éste, rechoncho, deforme o enano, se apartaba, pese a ser hijo de Zeus -un hijo no deseado, empero-, de la estirada y estilizada altivez de los dioses olímpicos. Su paso, su presencia provocaba problemas de orden público. Dolores de cabeza causaba su llegada a los reyes. Las mujeres enloquecían y abandonaban la ciudad para sumarse, poseídas, a la procesión báquica en la que alternaban animales como panteras y burros, seres híbridos, mitad humanos mitad animales, como los sátiros -y el mismo dios Pan, de la vegetación desatada-, y figuras antropomórficas en los que costaba, debido a su locura y su primitivismo, descubrir rasgos plenamente humanos como los genios del fuego los Telquines o los Coribantes.
Pero, Platón mismo sabía que el espacio más apto para el encuentro y la discusión, no era solo o tanto el del ágora, sino la sala de banquetes. Aunque el vino acababa por deformar y robar las palabras, las discusiones ingeniosas, en la que se hablaba de todo lo referente a la vida de la comunidad, tenían lugar durante los simposios, con una copa de vino, y danzantes extáticas, poseídas por Dionisos.
Las bebidas fermentadas poseías rasgos campestres y urbanos. La naturaleza, apenas cultivada, y el espacio domesticado, doméstico, se encontraban en lo hondo de una copa. Facilitaba el encuentro, y podía arruinarlo, desbaratando los acuerdos comunales, poniendo en jaque las leyes civiles fijadas mediante consenso.
Este imaginario greco-latino, en el que lo natural y lo artificial, el espacio indómito y el domesticado, el caos y el orden se encuentran, ya existía en Mesopotamia.
Ninkasi (Nin-Kag: Señora-Boca, Diosa que llena la Boca) era la diosa de las bebidas fermentadas, de la cerveza, principalmente, lograda por el abandono en un medio húmedo de cereales cultivados en tierras de labranza. Esta diosa era hija de Enki, el dios de las soluciones ingeniosas, de la puesta en orden del mundo, de su edificación, dios constructor, hábil y previsor, y de Ninti o Ninhursag, la diosa de las aguas matriciales: las aguas de los orígenes (Abzu, o Nammu, como también se la conocía, era, al mismo tiempo, una diosa-madre, y la materia y el espacio primordiales; Abzu era la madre de Enki, hijo y esposo de Abzu o Ninti, pues). Ninkasi nació de las aguas burbujeantes del Abzu, es decir de las marismas del delta del Tigris y del Éufrates, sacudidas por los remolinos de aire causados por la fermentación de los restos descompuestos de cañas, juncos y papiros.
Esta diosa fundó una ciudad y levantó los muros. La ciudad se hallaba cabe las aguas originarias del lal3-ḫar, o lalgar, otra denominación de las aguas primordiales. Lalgar era una región cósmica, el cielo y el inframundo al mismo tiempo, una región dulce, fértil, sabia, propicia a la vida -al ciclo de la vida, que une la vida a la muerte-, equiparada al Abzu (nombre que significaba Aguas de la Sabiduría).
Esta ciudad entonces, se hallaba al lado de otra ciudad llamada Uru-ul-la; o eran la misma ciudad. Esta ciudad había emergido de las aguas primordiales del Abzu, o se confundía con éstas. era, por tanto, no solo la primera ciudad, sino la ciudad primordial, el espacio primordial, concebido como una ciudad. Y esta ciudad, en la que nacieron todos los dioses, era una ciudad pletórica de vida: burbujeante.
La vida, el hálito de la vida, era semejante a las burbujas que animan las aguas con su incesante ascensión, y convierten la materia en descomposición en agua de vida: líquido espirituoso. Para los mesopotámicos, al igual que para todos los pueblos antiguos, la luz brotaba de las tinieblas, la vida de la muerte, el hálito de la descomposición. Ninkasi, la diosa de los líquidos que alegraban la vida, presidía el milagro: la materia descompuesta se recomponía y la vida prendía de nuevo. Los muertos resucitaban. Esta metamorfosis tenía lugar en una ciudad, de los orígenes.
Por eso, Ninkasi estaba asociada a las aguas vitales. No se celebrada simposio alguno sin que se la cantase. La cerveza, lograda por la transmutación de unos semillas, unos gérmenes de vida descompuestos, era lo que mantenía el espíritu de la comunidad.
La cerveza, al igual que cualquier bebida alcohólica, no se toma solo. Se bebe en grupo. Alimenta la creación de comunidades. Refuerza sus ligámenes. Hasta cierto punto.
Ninkasi, en tanto que diosa de la vida, hundía sus raíces en el mundo de los muertos. La alegría que infundía podía acabar, si se desmandaba, en tragedia. Muerte que, con un nuevo ciclo, alumbraría una nueva comunidad con el renacer de la naturaleza, cuando los cereales despuntan de nuevo.
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