Fotos: Tocho, octubre de 2012
Quienquiera haya visto la muestra antológica del italiano Alighiero
Boetti (1940-1989) que el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid organizó hace un tiempo,
no querría repetir la experiencia visitando de nuevo la exposición que el Museo deArte Modeno (MoMA) de Nueva York tiene abierta en ese momento (Game Plan) (Plan de Juego).
Recordaría una exposición ininteligible, con obras muy
irregulares, dispuestas bien separadas las unas de las otras, en las cuatro
paredes de las salas, configurando una muestra mortuoria, a la que la total -y lógica- ausencia de visitantes -ahuyentados- contribuía aún más a la tristeza y el desinterés que
despertaba.
Sin embargo, la exposición de Nueva York es muy distinta. Siendo
las obras las mismas. Con una distribución que nada tiene que ver con la de
Madrid, de pronto, las obras, a las que breves y claros textos explicativos que
acompañan, de tanto en tanto, las cartelas, ayudan a entender -salvo los
conocedores de la obra de Boetti, que no deben ser una multitud, es imposible,
si un texto no lo cuenta, que se sepa, y se aprecie la poesía, que un sobre
arrugado enmarcado, contiene siete sobres con los que Boetti hacia viajar
mensajes a lugares inexistentes para que volvieran y los pudiera reenviar a
otras partes del mundo hasta que, al séptimo envío, anotara una dirección
correcta, que constituía el término de un viaje que, por mediación de una carta
que transportaba sus palabras, Boetti, de algún modo, había efectuado-,
adquieren sentido. Su fragilidad, la ironía, la belleza de los
materiales simples, la levedad del gesto, las metáforas que los papeles y los
tejidos conforman y, por que no, la quebradiza belleza y poesía de las obras,
invisibles en Madrid, se alzan, trastocando obras casi anónimas,
imperceptibles, en maravillosas construcciones de papel o de tela. Las obras se
vuelven revelaciones.
La casi totalidad de las grandes obras bordadas (por la esposa de
Boetti y por ayudantes anónimas, bajo las indicaciones verbales del artista) se
muestran separadamente. Los organizadores del MoMA las exponen de tal modo que
adquieren un carácter sagrado. En una sala de altísimo techo, bajo un punto de
luz que desciende desde lo alto y se posa, encima de las alfombras a la altura
de un hombre, se asemejan a las alfombran que tapizan toda la superficie de la
sala de oraciones de una mezquita otomana. Este carácter sagrado que las obras
bordadas de Boetti adquieren con esa presentación, no se diría que es ajeno a
ellas, sino que manifiesta un aspecto latente que, quizá, hasta entonces no se
había hecho presente.
No sé si el que esta exposición coincida con una antológica de los
hermanos gemelos Quay -Boetti soñaba con desdoblarse, a fin de aminorar la
presencia del autor, ahora escindido, o confundido, firmaba como Alighiero e
Boetti, como si fuera dos artistas distintos, y se retrataba junto a sí mismo,
como un ser doble-, y con una gran exposición sobre el arte para los
niños en el siglo XX –que incluye marionetas y autómatas que no desmerecen de
las que confeccionan los hermanos Quay, y cuyo espíritu, que ofrece un punto de
vista nuevo sobre el mundo, una mirada limpia que no desdeña perder el tiempo,
y jugar, resuena en la obra de Boetti- es casual –la presentación de las
muestras de Boetti y de los Quay es muy parecida, y el inmenso cartel de la
exposición sobre el juego podría haberse utilizado en la de los hermanos Quay-,
pero las tres exposiciones se refuerzan, y la mirada del espectador azuzada por
una, observa de un modo diverso, y sin duda más agudamente, a las otras dos, como
si las tres muestras formaran parte de un tríptico dedicado a maneras de ver y modificar
el mundo que pasan por la agudeza del ingenio y la laboriosidad manual,
artesanal y anónima, que obvia el virtuosismo evidente.
La tan distinta percepción que las muestras en Madrid y Nueva York
suscitan revela que una exposición no consiste solo o tanto en la acertada
selección de obras, sino en su puesta en juego. Es el conjunto, los grupos, los
contrastes, los que otorgan sentido a la exposición, y a cada pieza. Éstas
entran en resonancia las unas con las otras, como si fueran las notas de una
composición que nada son por si mismo pero configuran un conjunto en la que
cada nota mantiene su individualidad pero trenza, une su sentido al del resto de las
piezas, cede su sentido para que juegue con el de las demás, para contar una historia distinta que solo se aprecia y se valora cuando
se recorre toda la exposición.
También se verifica una vez más que la actual dirección del Centro
Reina Sofía de Madrid logra montar grandes (por su hondura), hermosas
exposiciones que, sin embargo, fracasan, porque es incapaz de prestar atención
a las obras, de estar a la escucha de lo que cuentan y lo que piden, sino que
las utiliza para ilustrar tesis que les son a menudo extrañas, forzándolas a encajar en esquemas que nada tienen que ver, o aportan, a la comprensión, al sentido, al
significado o el alcance de las obras.