domingo, 14 de octubre de 2012
Retratos de El Fayum (ss. I-III dC)
1.- Museum of Fine Arts, Boston
2-5.-: The Metropolitan Museum of Arts, Nueva York
Fotos: Tocho, octubre de 2012
Los llamados retratos del Fayum (hallados en el yacimiento de El Fayum, en Egipto) son los retratos pintados más antiguos conservados.
Pertenecen al periodo romano-egipcio.
Se trata de verdaderos retratos, pintados en vida, utilizados tras el fallecimiento: las tablas, pintadas a la encaústica (pigmentos mezclados con cera), se insertaban entre las vendas que cubrían el rostro de la momia. Solían reemplazar las máscaras tridimensionales colocadas sobre el rostro.
Revelan una confluencia de influencias: la retratística etrusco-romana (inspirada en la helenística, la cual, sin embargo, idealizaba al modelo, contrariamente a la romana), y la egipcia (que reproducía los rasgos propios del modelo, aunque no necesariamente los que tenía cuando el retrato, sino los que tuvo y tendría que haber mantenido, en un momento de esplendor o significativo de la vida).
Los retratos de El Fayum (encontrados, en verdad, en diversos yacimientos del Egipto Medio, en el extenso oasis del Fayum), poseen unos características propias: pintados sobre tabla o lino, muestran siempre al modelo de cara, en vista frontal. El retrato se centra en el rostro, y en éste destacan los ojos, siempre bien abiertos.
Se ha especulado que este tipo de imagen muestra al difunto que mira desde el más allá. Habiendo alcanzado el otro mundo, y la inmortalidad -lo que los ojos que no parpadean o se cierran simbolizan, un motivo de origen platónico-, se gira y mira a los mortales, invitándoles a cruzar sin miedo la frontera entre la vida y la muerte.
Esos retratos han sido decisivos en la historia del arte, principalmente occidental. Su iconografía fue adoptada por los pintores de la corte de Bizancio (Egipto pasó a ser parte del Imperio Romano Oriental, que derivó en el Imperio Bizantino) para representar al dios cristiano, hecho hombre, que nació y murió, asumiendo su humana condición. Los ojos desmesurados de los Pantocrators y de las efigies en los iconos bizantinos simbolizan la resurrección de Jesucristo, y la vida inmortal alcanzada. La pintura de los iconos, que mostraba sobre todo el lado humano del Hijo de Dios, llegaría a Occidente e inspiraría a Giotto, origen de la moderna retratística occidental.
viernes, 12 de octubre de 2012
jueves, 11 de octubre de 2012
La ciudad: "espacio propio" humano (según Aristóteles)
Antes de que la cultura griega tuviera una visión ambivalente de la cultura urbana, juzgada tanto positiva cuanto perniciosamente, y frente a la decididamente -salvo en contados casos- juicio negativo que toda ciudad terrenal merecía en el Antiguo Testamento (no solo ciudades asirias o Babilonia, sino incluso ciudades de Israel y Judea), la cultura sumeria o mesopotámica en general, consideró que la ciudad no era una invención divina o humana, sino la condición misma de la creación del cosmos. Éste emergió, como Egipto de una flor de loto entreabierta, de una mítica ciudad primigenia situada tanto en los márgenes cuando en el centro de las aguas primordiales. Antes que nada érase la ciudad. Por este motivo, cualquier ciudad fundada rememoraba las condiciones mismas de la creación del universo, retrotraía el tiempo al inicios de los tiempos, antes de que el tiempo degradara la creación.
Para los griegos antiguos, la ciudad era una creación humana, sin duda alentada, en el origen por el dios Apolo. Algunas urbes, como Troya fueron construidas por divinidades como Poseidón, y Herakles tuvo mucho que ver con la fundación de ciudades o colonias griegas en todas las costas occidentales mediterráneas. Sin embargo, esta creación, que no se remontaba al inicio de los tiempos, ni estaba en el origen del cosmos, no era una obra que entorpeciera o dañara el mundo.
Aristóteles consideraba que la ciudad era el typos oikeion, el espacio propio, el hogar, verdaderamente (oikos) del hombre. Existía una relación natural entre el hombre y la ciudad. La constitución, las leyes era lo que ambas estructuras, natural y artificial, humana y urbana, compartían. Ambos, ciudad y ciudadano, se regían por una misma normativa, que no solo regulaba la vida sino que la fundaba en tanto que vida propiamente humana. Los humanos eran humanos, y no salvajes o bestias, porque vivían en la ciudad y se sometían a las leyes de ésta. La constitución de las ciudades-estado constituía al ser humano en tanto que humano, amansaba a las fieras, de algún modo. Los humanos no estaban consustancialmente ,ligados al medio natural sino urbano. Su lugar, aquel que los definía, se hallaba en la ciudad; era la ciudad.
Leyes inspiradas o "bendecidas" quizá por el cielo, pero plenamente humanas; leyes que tenían como fin humanizar al hombre; dotarle de un espacio común en el que pudiera debatir, e intercambiar ideas y bienes; un espacio donde vivir en común; formar una comunidad de iguales, en la que cada uno se reconocía como humano y reconocía al otro como su igual.
La ciudad no era solo un lugar de mercadeo y de poder. O sí era un centro de poder, éste residía en su capacidad transfiguradora, capaz de convertir una fiera huraña, o un monstruo, como un Cíclope, como se comentó en una entrada anterior, en un ser humano a parte entera.
Desde luego, la ciudad no era solo un lugar de reunión de humanos, sino lo que lograba que los seres humanos existieran (como humanos). era la matriz de lo humano. De algún modo, rememoraba el poder de las ciudades mesopot´ñamicos, dotándolas de un poder aún mayor. No estaban en el origen del cosmos, sino de lo más importante del cosmos: el ser humano.
Para los griegos antiguos, la ciudad era una creación humana, sin duda alentada, en el origen por el dios Apolo. Algunas urbes, como Troya fueron construidas por divinidades como Poseidón, y Herakles tuvo mucho que ver con la fundación de ciudades o colonias griegas en todas las costas occidentales mediterráneas. Sin embargo, esta creación, que no se remontaba al inicio de los tiempos, ni estaba en el origen del cosmos, no era una obra que entorpeciera o dañara el mundo.
Aristóteles consideraba que la ciudad era el typos oikeion, el espacio propio, el hogar, verdaderamente (oikos) del hombre. Existía una relación natural entre el hombre y la ciudad. La constitución, las leyes era lo que ambas estructuras, natural y artificial, humana y urbana, compartían. Ambos, ciudad y ciudadano, se regían por una misma normativa, que no solo regulaba la vida sino que la fundaba en tanto que vida propiamente humana. Los humanos eran humanos, y no salvajes o bestias, porque vivían en la ciudad y se sometían a las leyes de ésta. La constitución de las ciudades-estado constituía al ser humano en tanto que humano, amansaba a las fieras, de algún modo. Los humanos no estaban consustancialmente ,ligados al medio natural sino urbano. Su lugar, aquel que los definía, se hallaba en la ciudad; era la ciudad.
Leyes inspiradas o "bendecidas" quizá por el cielo, pero plenamente humanas; leyes que tenían como fin humanizar al hombre; dotarle de un espacio común en el que pudiera debatir, e intercambiar ideas y bienes; un espacio donde vivir en común; formar una comunidad de iguales, en la que cada uno se reconocía como humano y reconocía al otro como su igual.
La ciudad no era solo un lugar de mercadeo y de poder. O sí era un centro de poder, éste residía en su capacidad transfiguradora, capaz de convertir una fiera huraña, o un monstruo, como un Cíclope, como se comentó en una entrada anterior, en un ser humano a parte entera.
Desde luego, la ciudad no era solo un lugar de reunión de humanos, sino lo que lograba que los seres humanos existieran (como humanos). era la matriz de lo humano. De algún modo, rememoraba el poder de las ciudades mesopot´ñamicos, dotándolas de un poder aún mayor. No estaban en el origen del cosmos, sino de lo más importante del cosmos: el ser humano.
miércoles, 10 de octubre de 2012
Gonzalo Herralde (1949) & Studio PER (Pep Bonet, Cristian Cirici, Lluis Clotet, Òscar Tusquets) (1965-1983): Mi terraza (1973)
Agradezco a Elías Torres la información sobre este documental que desconocía.
Es ampliamente descrito en la excelente publicación:
TORRES, Elías (dir.): Proyectos I y II. Ejercicios y lecciones. Curso 2009-2010, Universitat Politècnica de Catalunya, Barcelona, 2012, ISBN: 978-84-7653-904-0, que incluye también una versión del texto de la entrada anterior El Cíclope y la ciudad.
Destacan dos textos inéditos de Félix de Azúa: Despedida y cierre (I, y II)
El Cíclope o la ciudad
Aunque Ulises intuía que no tenía que adentrarse en la isla en la que su nave había naufragado, la falta de alimentos y las adversas condiciones le obligaban a explorar lo que parecía un islote desértico y selvático, si no fuera por algunas columnas de humo que aquí y acullá despuntaban.
Junto con algunos compañeros, Ulises se alejó de la playa. Pronto, en medio de un abrupto acantilado, halló una cueva en cuyo interior se almacenaban alimentos. No bien hubieran entrado, unos pasos que retumbaron les infundieron terror; apenas tuvieron tiempo para esconderse. Un gigante con un solo ojo -o con tres- entró, junto con un rebaño de ovejas, y tapió la boca de la cueva con una roca que ningún humano podía desplazar. Fue entonces cuando el Cíclope descubrió a Ulises y a sus compañeros.
En el imaginario griego antiguo, bien ilustrado en los textos de Homero (la Odisea), la isla de los Feacios, gobernada sabiamente desde una ciudad fundada según el rito adecuado, y bien planificada, dotada de todos los elementos sagrados y profanos que constituían una urbe (templos, asambleas, viviendas: las tres estructuras que, según Platón, constituían una ciudad ideal) se oponía a la isla del Cíclope y a su morada.
El Cíclope no era humano: gigante, deforme, dotado de uno o de tres ojos. No cultivaba la tierra; era un pastor, no un agricultor; vivía aislado en una cueva; desconocía el arte de construir pueblos y ciudades, de crear comunidades; como las bestias salvajes, ingería carne cruda. Sabía encender fuego, mas éste no simbolizaba el hogar.
El Cíclope pertenecía al orden de la naturaleza; no había sido educado, civilizado; las características de su propio cuerpo y su manera de comportarse eran la prueba visible de su pertenencia al mundo salvaje, ajeno a las pautas del espacio civilizado.
Los griegos también oponían Ítaca, la isla y la ciudad del mismo nombre de Ulises, a la cueva del Cíclope. Al mismo tiempo, en ausencia de Ulises, el desorden que se había adueñado de Ítaca, en la que campaban a sus anchas los pretendientes de Penélope, esposa de Ulises, -que desconocía si éste seguía vivo tras su partida, veinte años antes, a la guerra de Troya-, la acercaba al mundo ciclópeo.
El espacio del Cíclope, entonces, era el paradigma del espacio del que el ser humano tenía que apartarse. Poseía todos los rasgos inversos a los del mundo del espacio urbano, urbe que había aplacado y ordenado la caótica disposición física y moral del espacio del gigante.
En los cuentos populares, el ogro es la figura antitética del padre. Devora a sus propias criaturas. Vive en el fondo del bosque. Constituye una permanente amenaza y un recordatorio de lo que puede ocurrir si dejamos que la ciudad se disuelva en el desorden. El primer ogro fue el Cíclope, y su isla, la imagen del espacio de la naturaleza aún no regulada, o del mal.
Queda preguntarse de qué lado se halla la ciudad moderna.,
Junto con algunos compañeros, Ulises se alejó de la playa. Pronto, en medio de un abrupto acantilado, halló una cueva en cuyo interior se almacenaban alimentos. No bien hubieran entrado, unos pasos que retumbaron les infundieron terror; apenas tuvieron tiempo para esconderse. Un gigante con un solo ojo -o con tres- entró, junto con un rebaño de ovejas, y tapió la boca de la cueva con una roca que ningún humano podía desplazar. Fue entonces cuando el Cíclope descubrió a Ulises y a sus compañeros.
En el imaginario griego antiguo, bien ilustrado en los textos de Homero (la Odisea), la isla de los Feacios, gobernada sabiamente desde una ciudad fundada según el rito adecuado, y bien planificada, dotada de todos los elementos sagrados y profanos que constituían una urbe (templos, asambleas, viviendas: las tres estructuras que, según Platón, constituían una ciudad ideal) se oponía a la isla del Cíclope y a su morada.
El Cíclope no era humano: gigante, deforme, dotado de uno o de tres ojos. No cultivaba la tierra; era un pastor, no un agricultor; vivía aislado en una cueva; desconocía el arte de construir pueblos y ciudades, de crear comunidades; como las bestias salvajes, ingería carne cruda. Sabía encender fuego, mas éste no simbolizaba el hogar.
El Cíclope pertenecía al orden de la naturaleza; no había sido educado, civilizado; las características de su propio cuerpo y su manera de comportarse eran la prueba visible de su pertenencia al mundo salvaje, ajeno a las pautas del espacio civilizado.
Los griegos también oponían Ítaca, la isla y la ciudad del mismo nombre de Ulises, a la cueva del Cíclope. Al mismo tiempo, en ausencia de Ulises, el desorden que se había adueñado de Ítaca, en la que campaban a sus anchas los pretendientes de Penélope, esposa de Ulises, -que desconocía si éste seguía vivo tras su partida, veinte años antes, a la guerra de Troya-, la acercaba al mundo ciclópeo.
El espacio del Cíclope, entonces, era el paradigma del espacio del que el ser humano tenía que apartarse. Poseía todos los rasgos inversos a los del mundo del espacio urbano, urbe que había aplacado y ordenado la caótica disposición física y moral del espacio del gigante.
En los cuentos populares, el ogro es la figura antitética del padre. Devora a sus propias criaturas. Vive en el fondo del bosque. Constituye una permanente amenaza y un recordatorio de lo que puede ocurrir si dejamos que la ciudad se disuelva en el desorden. El primer ogro fue el Cíclope, y su isla, la imagen del espacio de la naturaleza aún no regulada, o del mal.
Queda preguntarse de qué lado se halla la ciudad moderna.,
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