Se ha comentado a menudo la tan distinta consideración del sol en tres de las culturas antiguas mediterráneas. Mientras que el sol, bajo distintas manifestaciones, pero siempre representado con un ojo bien abierto omnipresente -se llame Ra u Horus- simbolizaba la figura del dios creador, Helios en Grecia fue una divinidad menor hasta que se asoció con Apolo -un dios principal-, convirtiéndose en una hipóstasis apolínea, o una exteriorización de algún poder o virtud del dios de la arquitectura, la música y la poesía, el hijo predilecto de Zeus: Apolo.
La consideración del sol en Mesopotamia fluctúa entre la adoración egipcia y la minusvaloración griega. Utu, que así se llamaba el dios-sol en Súmer (más conocido por su nombre acadio, Shamash, sobre todo porque fue adquiriendo importancia en Babilonia), era una divinidad relativamente menor, a quien se le dedicaron escasos himnos.
Sin embargo, Utu (cuyo nombre significa, literalmente, sol -
ud era sol en sumerio, palabra que los acadios leyeron utu, y que se impuso en los textos) era hijo del dios-luna, Nanna -la divinidad principal de la ciudad de Ur-, y de la diosa Ningal: la gran diosa de los juncos y las cañas de las marismas del delta del Tigris y el Éufrates, es decir, la diosa de las aguas primordiales (una función lógica, en tanto que hija de Enki, el dios de las Aguas originarias, y dios de la ordenación del mundo, y de la arquitectura. Que el sol fuera el hijo de la luna responde a la creencia que en los inicios fue la noche, y que la luz diurna despuntó tras la noche oscura. Esta conexión del sol con su anverso se acentúa con la presencia de la hermana del Sol: la diosa Ereshkigal, que era la gran diosa del inframundo.
Esta asociación con los poderes nocturno explica que Utu fuera un dios justiciero: sus dominios no eran tanto el mundo visible, cuanto el invisible: el mundo subterráneo, donde su fulgor, su aguda vista escudriñaba en las almas y decidía su sino. El sol era temido: nada se podía ocultar ante su óculo. El toro era su emblema, una figura usual en las tumbas por su función calculadora de las acciones humanas.
De algún modo, Utu era un destructor. Quienes no aguantaban su dura mirada caían fulminador. Este carácter implacable se simbolizaba con el útil que Utu manipulaba: una sierra de acerados dientes. Con ésta, que siempre blandía, cortaba de cuajo las montañas del Zagros, abriendo agudas gargantas que dejaban pasar sus rayos cuando el día despuntaba por el este: Utu era el Señor de las Montañas -cantaba un himno-abría vías, delimitaba, con profundos cortes, sendas y parcelas: las montañas cobijaban los enemigos de las urbes. Mas cuando Utu emergía por las cumbres, las hondas heridas que infligía a las montañas eran como un castigo que reducía el poder y la amenaza que encarnaban.
El dardo de sus ojos trazaba deslumbrantes líneas por el espacio, rectas como los cortes de la sierra. El emblema de Utu -con el que siempre se le representaba- resonaría en el signo de un dios griego muy posterior: el cuchillo afilado de Apolo.
Apolo también se abría camino entre los bosques tupidos: aserraba montaña. Apolo era un temible dios destructor. Puso fin a la naturaleza incontaminada, desordenada. Sus andares y sus gestos abrieron brechas en el mundo: estableció límites, organizó perdurablemente el mundo gracias a los nítidos tajos que efectuaba, que facilitaban el tránsito de humanos -y del sol, que pronto se convertiría en su faz resplandeciente y en los rayos de su corona.
Apolo, al igual que Utu era un dios de la justicia. Nada escapaba a su ojo expectante. La justicia que impartía llegaba hasta los confines del mundo gracias a las rutas que trazaba, que abría.
Utu -como más tarde Apolo- fue un dios urbanista. El desordenado mundo por el que no se podía circular, el espacio caótico dónde no se podía morar ni orientarse fue esclarecido gracias a la acción del sol que trajo la justicia al mundo.
La arquitectura, como ya se ha comentado, se simboliza por unos ejes rectos que estructuran el mundo. Los juncos, sobre los que la madre de Utu reinaba, representaban bien, por su fino tallo recto, la justicia. Éstos eran símbolos de rectitud, virtud que Utu y, más tarde Apolo, asumieron, poniendo fin al desorden imperante. Cortaron de raíz, de cuajo, lo que impedía que la luz alumbrara justamente el mundo.