viernes, 5 de abril de 2013

Morgane Le Péchon: La maison d´Olga (La casa de Olga, 2012)



Vea la animación completa en:

« La maison d'Olga » - Morgane Le Péchon: Techniques : Dessin animé. Musique originale : Quentin Poilvet.
Bruitage : Agathe Courtin. Montage et mixage son : Pier...

o en:

http://creative.arte.tv/fr/space/EnsAD/message/22163/__La_maison_d_Olga___-_Morgane_Le_Pechon/



jueves, 4 de abril de 2013

El artista creador en la Grecia clásica


Testa de marfil romana , hallada y restaurada recientemente en Italia (Roma, Museo Nazionale Romano. Palazzo Massino)
Foto: Tocho, marzo de 2013

Desde el Romanticismo -quizá incluso desde el siglo XVI-, en Occidente, el artista es el responsable de la obra que ejecuta. Aun cuando algunos poetas sostenían que las Musas les dictaban, y que pintores expresionistas abstractos como Pollock afirmaban pintar en trance, poseídos por no se sabe qué fuerzas telúricas, o como el alemán Beuys, adiestrados, o iniciados, así al menos cuentan algunas historias, por chamanes, durante la Segunda Guerra Mundial, interpretaban escenas en conexión con energías telúricas, ,o cierto es que el artista se considera la causa de la creación. Obra voluntariamente, y sabe lo que hace. Es el responsable último de "su" obra.

Esta concepción del artista era impensable en la Grecia antigua. No existía el concepto de voluntad -desligado de las pasiones y el azar-. Aquél se hallaba entre dos fuerzas contrarias. Por un lado, oscuras energías sobrenaturales se apoderaban de él. Era una marioneta manipulado por divinidades. Platón ironizaría sobre esta creencia, pero bien sabía que los humanos eran víctimas del Destino, casi siempre aciago.  En último término, el hombre y, en particular, el artista o el hacedor, no era responsable de lo que hacía ni de cómo operaba. Algo lo rebasaba.

Por otra parte, la obra le llamaba. La obra, latente en la materia -un tronco de árbol, un bloque de piedra o de mármol (como sostendría dos mil años más tarde Miguel Ángel)-, le atraía y le forzaba a liberarla. El agente no era el ser humano, sino la obra; aquél era un "paciente"; sufría los deseos de las formas encerradas en la materia. Acudía, pues, para desgajarlas.
Por eso, las estatuas -fueran casi siempre fetiches mágicos u obras "decorativas"- eran tan apreciadas, mientras el artista era despreciado. Ser un hacedor era una desgracia. Incluso si se era Fidias, Apeles o Parrasio. Implicaba estar sometido a la doble voluntad de las divinidades, y de los requerimientos de la obra. La obra era, de algún modo, causa de sí misma. Se hacía sola. Ya existía fuera del artista, independiente de él. No lo necesitaba para ser concebida o ideada, sino que solo requería su trabajo pasivo para dejar de tener una existencia latente, aunque no ilusoria.
El artista no podía ser un creador. Creadores eran las potencias sobrenaturales, infernales, terrenales o celestiales. A ellas les incumbía la procreación de pinturas, estatuas y obras de arquitectura. Tan solo la ayuda de un hacedor, una "parturienta", era necesaria para que la obra se hiciera visible y alcanzara a ser lo que ya era en potencia.  

Christopher Kezelos (¿1972?): The Maker (El hacedor, 2011)

Lescop (Mathieu Peudupin, 1978): Tokyo, la nuit (Tokio, de noche, 2013)

AIDA NADEEM (1965): BAGHDAD (2005)



Agradezco a Nuria Medina (Casa Árabe, Madrid) la sugerencia

miércoles, 3 de abril de 2013

Teen Daze: Inner Mansions (Moradas interiores, 2013)



 La última obra de Teen Daze -de la que se incluyen solo tres temas en esta entrada- se inspira en el último y mejor texto de Teresa de Jesús: Castillo interior (o Moradas interiores), de 1577.
Se sostiene que el alma está fortificada y comprende sucesivas estancias o palacios, imbricados unos dentro de otros, que deben ser atravesados por el alma en un ejercicio de recogimiento o de introspección, volviendo el alma hacia sí misma, hasta llegar a la última y más recóndita morada, que alberga, como una sagrario, una centella divina.

Véase: http://teendaze.bandcamp.com/

La imagen de la Jerusalén Celestial (Matías de Torres-1635-1711: "San Isidro en oración", 1680)


El Museo de Prado acoge una exposición de dibujos de artistas clásicos españoles (ss. XV-XVIII) pertenecientes al Museo Británico de Londres.
Aunque la muestra comprende escasas obras de gran interés -destacan sobre todo Ribera, Zurbarán y Goya, y no tanto Velázquez, sorprendentemente-, San Isidro en oración, del artista menor barroco Matías de Torres, presenta curiosos problemas acerca del estatuto de la imagen.
El santo tiene una visión celestial. No se le aparece la corte celestial, sino unos ángeles que le despliegan un lienzo en el que aparece la imagen en perspectiva de una ciudad de planta cuadrada amurallada  con doce bastiones o torres. Aquélla se asemeja a la imagen que la bíblica descripción de la Jerusalén celestial. Ésta es, en efecto.
La representación se enfrenta a un problema: cómo representar un motivo invisible - solo visible en estados de éxtasis-, celestial, casi se podría decir que inmaterial (no lo es, sino que los materiales constructivos son piedras y metales preciosos que refulgen; es decir, la materia es es material inmaterial por excelencia: la luz).
La solución, novedosa, no sé si única, que Matías de Torres adopta, consiste en convertir a la Jerusalén Celestial en una imagen: aparece representada sobre una tela. Se trata, pues de la imagen de una imagen, que contrasta con las imágenes del resto de los seres y las formas representados: el santo, los animales, el paisaje, y los ángeles o querubines.
La Ciudad celestial es una imagen, o un sueño. Mas no es una imagen cualquiera. El artista parece establecer una relación entre el paño sobre el que la Jerusalén celestial está inscrita y el velo de la Verónica, portador de la verdadera efigie de Cristo. Ésta, en efecto, cuenta la leyenda se imprimió sobre la tela mágicamente. La santa la tendió a Cristo, y éste se enjuagó el rostro sudoroso y sanguinolento. Al devolver el paño, sus facciones quedaron marcadas para siempre. Como esta imagen no fue realizada por mano humana alguna, sino que el modelo -el rostro- se imprimió directamente, la imagen del rostro no alteró las facciones. Todos los rasgos fueron traspasados sobre el lienzo. por eso, se dice que el velo de la Verónica acogió al verdadero retrato de Cristo: un retrato sin mediación humana alguna que hubiera podido desfigurarlo. Esta efigie causa un problema ontológico. Es una imagen, ciertamente, y acontece después del rostro, pero no es secundaria. En verdad coincide punto por punto con el rostro. Así que, en cierta medida, puede sustituirlo. La contemplación de la imagen remite directamente al modelo. Se trata de una imagen "modélica".

La Jerusalén celestial se representa mediante una imagen semejante. La forma urbana, entonces, se ha plasmado mágicamente. La Jerusalén celestial, en esencia, es una imagen (o una visión), y su representación (mágica) coincide con dicha visión. Se trata de una imagen milagrosa.
Las imágenes son milagrosas porque son imágenes de entes maravillosos o sagrados, entes no terrenales o materiales. Por tanto, la imagen mágica de la ciudad santa en el lienzo es un testimonio cierto de la condición celestial de dicha ciudad, de su carácter excepcional. Es la imagen la que da fe de la inmaterialidad de la ciudad. Se podría casi decir que dicha materialidad queda probada, o fundada por su imagen. Ésta funda la condición del modelo, la Jerusalén celestial.
Así, mediante este recurso ingenioso, Matías de Torres logró proporcionar una imagen material o visible de una entidad invisible sin atentar contra su invisibilidad. Muestra lo que no se puede mostrar mostrando al mismo tiempo su carácter inmostrable. Hace ver que lo que muestra en, en verdad, invisible.