Las ciudades de la antigüedad estaban bajo la égida de una
divinidad. Ésta las había fundado y moraba en el templo principal. Nada se
emprendía sin su consentimiento. Mantenía el orden y, cuando la abandonaba a su
suerte, insatisfecha por el rumbo que la urbe tomaba, ésta quedada desamparada,
a la merced de los enemigos. La identificación entre la divinidad llamada
políada (propia de una polis o ciudad) y la ciudad que le pertenecía era tal
que en ocasiones ambas llevaban el mismo nombre. Así ocurría, por ejemplo con
Atenas, bajo la sombra protectora de Atenea.
Fue durante la cultura helenística que amaneció una nueva
divinidad: la ciudad personificada. Una misma diosa que protegía a todas y a
cada ciudad. Se llamaba Tiqué (que significaba suerte) en griego, Fortuna, en latín. Encarnaba la
buena suerte de la urbe, su fortuna favorable. Se la representaba bajo los
rasgos de una diosa, cuya tiara representaba los muros de la urbe, portando el
cuerno de la abundancia (o cornucopia): el cuerno que Hércules arrancó de la
testa del toro bramando en el que se había transformado el dios de los ríos
Aqueloo, cuando descendía encabritado,, y del que manaban sin cesar frutos y
flores en abundancia, que alimentaban a la ciudad y auguraban una prosperidad
constante. Fortuna estaba emparentada con la diosa Peito -la Persuasión-,
quien, con buenas palabras, brindaba bienes a la urbe. En ocasiones Fortuna se
identificaba con Némesis, la diosa de la justicia implacable, de la fortuna
bien distribuida –lo que acontecía no sin levantar suspicacias por parte de
quienes consideraban que hubieran tenido que recibir una mejor parte,
despertando el resentimiento-, favorable o cruel, según cómo la diosa
considerara el destino de la ciudad; destino trágico, en ocasiones: según el
orador Demóstenes, la ciudad griega –ateniense, en particular- era digna de ser
considerada el sujeto de la historia; se asemejaba a un héroe libre que luchaba
a favor de su permanencia en la memoria, en contra de un hado aciago.